Entonces se volvió y salió de la estancia, satisfecha de oír exclamaciones ofendidas a sus espaldas.

Estaba empezando a darse cuenta de su error al favorecer a su hijo mayor en detrimento de su esposo y de Manuel. Él no tenía verdadero interés en la ciudad ni en el resto del Imperio. Elena había esperado participar en el poder cuando subiese Andrónico al trono. Sin embargo, ahora estaba peor que antes.

Al volver a sus habitaciones, se encontró con que estaban siendo registradas, con gran alboroto por parte de sus servidores. Un joven capitán se había apoderado de sus joyeros.

– ¿Qué sucede? -le preguntó, esforzándose en mantener tranquila la voz.

– Ordenes del emperador -explicó el joven oficial-. Tenemos que tomar y confiscar todas las joyas del Estado que estén en vuestro poder.

La fuerte carcajada de Elena sobresaltó a todos los presentes.

– ¿Joyas del Estado? ¡No hay joyas del Estado, capitán! Las que tenía Bizancio fueron vendidas o robadas durante el régimen latino, hace años. Las que llevo yo en los actos oficiales no son más que imitaciones.

– ¿Y éstas, señora? -preguntó el capitán, mostrando los estuches de laca.

– Estas son de mi propiedad particular, capitán. Todas me fueron regaladas. Son exclusivamente mías.

– Debo llevármelas todas, señora. Las órdenes del emperador no establecen distinciones.

Elena se quedó mirando fijamente y abrió más los ojos azules al ver que su vajilla de oro y plata y sus jarrones desaparecerían de allí. El capitán, confuso, miró a otra parte.

– Ve a buscar al general Dukas -ordenó a una de sus doncellas.

Pero el capitán cerró el paso a la mujer.

– Nadie puede entrar o salir de estas habitaciones sin permiso por escrito del emperador -anunció-. Estáis bajo arresto domiciliario, señora.

– ¿Y cómo vamos a alimentarnos? -preguntó Elena, con una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir.

– Se os traerá comida dos veces al día, señora. -Y, como si hubiese olvidado algo, el capitán añadió-: Lo siento, señora.

Y salió, después de hacer una seña a sus hombres para que se llevasen los bienes de la emperatriz.

La cena resultó ser un insulso revoltillo de guisantes, judías y lentejas, una hogaza de ordinario pan moreno y una jarra de vino barato. Elena y sus servidores miraron la bandeja con disgusto. Allí no había comida suficiente para más de i res personas, y la emperatriz tenía catorce a su servicio. Tiró irritada la bandeja y sus perritos corrieron para consumir aquella bazofia. Al cabo de unos minutos, todos habían muerto.

– Ingrato bastardo -espetó, furiosa, la emperatriz. Después anunció-: Todos, salvo dos, tenéis que iros. La mejor manera de saber quiénes se quedarán será echándolo a suertes.

– Sara y yo nos quedaremos, mi señora -dijo su doncella particular, Irene-. Tenemos derecho a ello, ya que somos las que llevamos más tiempo con vos.

– Salid por el pasaje secreto -indicó Elena a los demás-. De todas formas, no tengo nada para sobornar a los guardias. De esta manera no sabrán que os habéis ido. Uno de vosotros puede traernos comida y bebida todos los días.

– Venid con nosotros, señora -dijo el jefe de los eunucos.

– ¿Y dejar a mi hijo y a sus amigos en el dominio total del palacio? ¡Nunca! Pero tú, Constancio, ve a ver a Basilio Focas y cuéntale lo que ha ocurrido aquí. Dile… dile… que cometí un error de juicio.

Los servidores de la emperatriz huyeron sanos y salvos y, unos días más tarde, Basilio Focas llegó por el pasadizo secreto. Sara e Irene vigilaron, mientras Elena y su antiguo amante hablaban.

– ¿Qué queréis exactamente que haga? -preguntó el banquero.

– Hay que restaurar a Juan y Manuel en el trono. Andrónico está imposible.

– Se necesitará algún tiempo, querida. -Pero ¿puede hacerse? -Creo que sí.

– Entonces, hacedlo. No puedo permanecer encerrada aquí para siempre.

El banquero sonrió y se marchó. La emperatriz, prisionera en sus propias habitaciones, esperó y esperó. Y esperó. Al cabo de muchos meses, le llegó la noticia de que su esposo y su hijo menor habían escapado y estaban sanos y salvos en Bursa, con el sultán Murat.

Murat estuvo ahora seguro de que podía continuar manipulando a los dos bandos, en la lucha dinástica de los Paleólogo. Andrónico fue destronado, perdonado y enviado a la antigua ciudad de su hermano, Salónica, en calidad de gobernador. Juan y Manuel fueron restaurados en Constantinopla como co-emperadores. El precio fue elevado. Un mayor tributo anual en dinero, un contingente importante de soldados bizantinos para servir en el ejército otomano, y la ciudad de Filadelfia. Filadelfia había sido el último bastión de Bizancio en Asia Menor.

Los filadelfios se opusieron a ser cedidos al Imperio otomano. Entonces Adora tuvo su primera oportunidad de ir de campaña. En este caso, Murat iría personalmente al frente de sus ejércitos. Luchando en las filas del ejército otomano estaban los dos co-emperadores bizantinos, que ahora reconocían francamente que sólo gobernaban por la gracia y el favor del sultán turco.

El ejército otomano partió de Bursa a principios de la primavera, cruzando montañas cuyas cimas estaban todavía cubiertas de nieve. Adora no estaba dispuesta a que la matasen en un palanquín pesado, por lo que inventó un traje que era al mismo tiempo práctico y modesto. Murat se sintió al principio escandalizado por la idea de que su esposa montase a horcajadas, pero cambió de idea cuando ella se puso el traje para que su marido le diese el visto bueno.

Era absolutamente blanco y se componía de un pantalón holgado de lana, una camisa de seda de cuello alto, mangas largas y abrochadas en las muñecas, una faja de seda y una capa de lana blanca forrada de pieles y con un broche de oro y turquesas. Calzaba botas altas de cuero de Córdoba y tacón bajo, y guantes de abrigo de color castaño, a juego con aquéllas. Llevaba también un pequeño turbante con pliegues colgantes a los lados, a la manera de los hombres de las tribus de la estepa. Con ellos podía cubrirse la cara, si le apetecía.

– ¿Lo apruebas, mi señor?

Hizo una pirueta delante de él. Estaba muy nerviosa y muy alegre con la perspectiva de acompañarlo.

Murat no pudo dejar de sonreírle a su vez, y aprobó su elección de indumentaria para presentarse en público. En realidad, nunca la había visto tan bien vestida. Apenas si mostraba una pulgada de piel. Si hubiese sido más joven, él no lo habría permitido, pero la madurez daba a su esposa una dignidad juvenil. Sus hombres se abstendrían de toda familiaridad.

– Lo apruebo, paloma. Como siempre, te has mostrado inteligente, en la elección de tu atuendo. Alí Yahya me ha comentado que también has aprendido a montar a caballo. Tengo una sorpresa para ti. ¡Ven!

Y la condujo a las ventanas que daban al patio.

Allí, inmóvil junto a su mozo de cuadra, estaba una yegua negra como el carbón, brillantemente enjaezada, con una gualdrapa azul celeste y plata, la silla y las riendas. Adora lanzó un grito de entusiasmo.

– ¿Es mía? ¡Oh, Murat! ¡Qué hermosa es! ¿Cómo se llama?

– Se llama Canción del Viento. Si hubiese sabido que te gustaría tanto un regalo tan sencillo, me habría ahorrado una fortuna en joyas durante todos estos años.

Ella se volvió y el Sol le iluminó el perfil. Murat contuvo el aliento, impresionado por su belleza, asombrado de que fuese todavía tan encantadora. ¿O era porque él la amaba tanto? Adora le ciñó el cuello con los brazos y, poniéndose de puntillas, lo besó.

– Gracias, mi señor -dijo sencillamente, y él sintió un nudo en la garganta que no podía explicar.

Cuando salieron de Bursa, Adora cabalgó junto a su esposo. Canción del Viento imitaba los pasos elegantes del gran semental árabe blanco de Murat, llamado Marfil. No era extraño que la esposa de un sultán acompañase a su señor en campaña, pero sí que lo era que cabalgase con él. El efecto del nada ortodoxo comportamiento de Adora fue beneficioso. Los soldados otomanos estaban entusiasmados de que la madre del príncipe Bajazet cabalgase con ellos. Esto fortalecía en gran manera la posición del heredero.

Cuando llegaron a Filadelfia, ella observó la batalla desde la falda de un monte, frente a la puerta principal de la ciudad. Por derecho, ésta pertenecía ahora a Murat. Pero la población había sido soliviantada por su gobernador, que temía perder su cargo, y por el clero, que odiaba al sultán. El pueblo se negaba a aceptar al nuevo soberano.

El emperador Juan entró en la ciudad con bandera blanca y suplicó a los moradores que aceptasen a su nuevo señor. Si acogían de buen grado a Murat, no habría destrucción. Los ciudadanos de Filadelfia tendrían que soportar solamente lo mismo que los otros habitantes cristianos del Imperio otomano. Pagarían un impuesto anual por cabeza, y sus hijos, entre las edades de seis y doce años, podrían ser reclutados para el Cuerpo de Jenízaros. Aparte de esto, sus vidas se desarrollarían como antes. Desde luego, podían convertirse al Islam…, en cuyo caso se librarían del impuesto y de los jenízaros.

El gobernador y el clero se mostraron indignados cuando Juan sugirió que jugaban a la ligera con las vidas de los ciudadanos de Filadelfia.

– No podéis esperar un triunfo -les dijo-. Estáis rodeados por el Islam. ¿Habéis dicho al pueblo la verdad o les habéis llenado la cabeza de tonterías sobre resistir al infiel? Murat es generoso, pero no ha venido de Bursa para ser rechazado. Tomará la ciudad.

– Tendrá que pasar por encima de nuestros cadáveres -declaró pomposamente el gobernador.

– Nunca conocí a un gobernante que liderase un ejército o que muriese en combate -replicó duramente el emperador-. Sabed que, cuando el sultán entre en la ciudad, yo mismo vendré a buscaros.

– Nuestros ciudadanos serán mártires en la guerra santa de Dios contra el infiel -salmodió el patriarca de la ciudad.

El emperador miró compasivamente al sacerdote.

– Mi pobre gente sufrirá por el fuego y la espada por culpa de vuestra vanidad, padre. No creo que Dios os recompense por todas las almas que pesarán sobre vuestra conciencia cuando haya terminado la batalla.

Pero no quisieron escucharlo. Lo expulsaron de la ciudad antes de que pudiese hablar al pueblo. Murat se enfadó. Habría preferido una entrada pacífica. Ahora tendría que dar un escarmiento en Filadelfia, para que otras ciudades lo pensaran dos veces antes de resistir al otomano.

En menos de una semana, Murat tomó Filadelfia. Los soldados del sultán, cristianos y musulmanes, tuvieron los tres días tradicionales de pillaje antes de que se restableciese el orden.

Los que eran sorprendidos con armas en la mano, tanto soldados como civiles, eran ejecutados inmediatamente. La primera noche resonaron gritos en toda la ciudad, al ser sacadas de sus casas las mujeres por los soldados del sultán, quienes las violaron una y otra vez. Ni la edad ni la condición las protegía. Niñas de seis años sufrían la misma suerte que las monjas, que eran sacadas a rastras de sus conventos para satisfacer la furiosa lascivia de los soldados cansados de combatir. En la mañana del cuarto día, no había una sola mujer en la ciudad que se hubiese librado del ejército del sultán. Ellas, los niños y los otros supervivientes fueron conducidos a la plaza del mercado para ser vendidos como esclavos.

Ansiosos compradores habían llegado de los territorios musulmanes circundantes.

Cada soldado tenía derecho a vender a sus cautivos, a menos que éstos se convirtiesen al Islam. Hubo pocas conversiones. No todos los cautivos fueron vendidos, pues muchos soldados que habían luchado con Murat traerían ahora a sus familias para colonizar de nuevo la ciudad, de forma que necesitarían esclavos.

Un porcentaje de cada venta iba a parar a las arcas del sultán. El resto se lo repartían el soldado y el mercader que había realizado la subasta.

Todos los objetos de valor encontrados en la ciudad fueron confiscados para el tesoro del sultán. Las iglesias fueron expoliadas, purificadas y convertidas en mezquitas. Tanto el gobernante como el patriarca, que habían desafiado al emperador y al sultán, fueron decapitados por causar dificultades a Murat y por provocar la rebelión en su ciudad. Así, la última urbe cristiana que quedaba en Asia Menor, a excepción de Trebisonda, cayó en manos de los otomanos.

Adora había presenciado la batalla de Filadelfia y el subsiguiente pillaje con un interés estoico que fascinó a Murat. Por fin, incapaz de dominar su curiosidad, él le preguntó qué pensaba acerca de la campaña. Adora jugó con una almohada antes de responder:

– Fuiste más que justo, mi señor.

– ¿No lo sientes por tu pueblo, madre? -preguntó Bajazet. Murat reprimió ahora una sonrisa al ver que Adora fruncía el ceño.