– Mi querido hijo -respondió ella, dando a su voz un tono sarcástico-, aunque no soy más que un perro infiel, y hembra por añadidura, sigo siendo otomana. Tu tío Juan cedió legalmente Filadelfia a tu padre por ciertas ayudas y favores. Su gobernador no quiso obedecer a su señor e incitó al pueblo a la resistencia. Sólo han obtenido lo que merecía su desobediencia. Si hubiésemos dejado que nos desafiasen hasta que se cansaran de ello, nos habría costado muchas vidas otomanas en el futuro.

»Aunque no es así, muchas personas creen que mostrar misericordia es un signo de debilidad. Por consiguiente, raras veces podemos permitirnos este agradable lujo. Recuerda, Bajazet, que siempre hay que pegar en primer lugar y deprisa, antes de que el enemigo tenga posibilidad de pensar; de lo contrario, él te vencerá.

Murat asintió con un gesto. Pensó que Adora había aprendido muchísimo de él sobre estrategia de guerra. Esto lo sorprendió y lo halagó.

– Escucha a tu madre, hijo mío -dijo, y guiñó los ojos a modo de chanza-, pues, aunque no es más que una mujer, es una griega muy inteligente. Y sus palabras tienen más peso por virtud de su avanzada edad.

Y se echó a reír cuando Adora se lanzó contra él.

El príncipe Bajazet pareció horrorizado al ver que sus padres luchaba entre los cojines.

El era ya un hombre adulto con una esposa embarazada y no creía que su madre y su padre se sintiesen todavía físicamente atraídos.

Cierto que su padre tenía un harén y que su madre era todavía joven; pero… ¡eran sus padres!

– ¡Sinvergüenza! -silbó Adora, tirando de los cabellos negros teñidos de plata de Murat.

– Bruja -murmuró el sultán-, ¿cómo es que tienes todavía capacidad de excitarme?

– ¡Mi avanzada edad me ha dado el poder de agitar la sangre aguda de un viejo! -replicó con picardía ella.

Murat rió de nuevo. Después encontró la irritada boca de su esposa y la besó a conciencia, antes de pasar a otras partes más interesantes de su anatomía. Adora empezó a emitir unos sonidos suaves, de satisfacción.

El príncipe Bajazet se ruborizó intensamente y salió corriendo de la habitación. Sus padres ni siquiera se dieron cuenta de que se había ido.

CAPÍTULO 27

Los otomanos gobernaban ahora Asia Menor, a excepción del emirato de Karamania y del pequeño reino cristiano griego de Trebisonda. Murat volvió la mirada nuevamente hacia Europa. Comprendió que necesitaba otras tres ciudades si quería asegurar su posición en los Balcanes. Estas eran Sofía, en el norte de Bulgaria, que extendería su dominio hasta el Danubio; y Nish y Monastir, en Serbia, para establecer su imperio al oeste del río Vadar. Murat, con todos los miembros de su casa, volvió a su capital europea, Andrianópolis, para dirigir desde allí las nuevas campañas.

Mientras se ocupaba de la guerra, Adora se dedicaba a su creciente familia. Zubedia había tenido rápidamente cuatro hijos, a quienes llamaron Solimán, Isa, Muza y Kasim. A Adora no le gustaba la de Germiyán. La intimidad que había esperado que se estableciese entre ellas no se había producido. Zubedia era una mujer orgullosa y fría que sólo daba lo que tenía que dar y nada más. No amaba a su marido. En realidad, Adora no creía que sintiese el menor afecto por Bajazet.

Su hijo era un hombre inteligente y animoso, muy parecido a su abuelo materno, Juan Cantacuceno, pero con una peligrosa tendencia al orgullo y a la temeridad, lo cual preocupaba a Adora. Sabía que nunca había sentido más que una débil atracción por cualquier mujer. Sin embargo, también sabía que nunca había tenido a un hombre como amante. Jamás había existido una gran pasión en la vida de Bajazet. Y Adora tenía la impresión de que necesitaba la influencia estabilizadora de una mujer amada. Ni Zubedia ni las pocas muchachas tontas que tenía en su pequeño harén satisfacían esta necesidad.

Parecía que, a diferencia de sus padres, Bajazet no era un hombre sensual. No parecía sentir la falta de un amor apasionado. Su vida estaba completamente dedicada a la milicia.

Esto no molestaba a su esposa. Diríase que la joven no se interesaba en nada que tuviese que ver con Bajazet, y esta falta de interés se aplicaba a sus hijos. En cuanto los tenía, eran puestos en manos de nodrizas y esclavas.

Bajazet regresó a Asia por orden de su padre, para ayudar a Murat a tomar Karamania. Germiyán había sido la dote de Zubedia. Hanid había sido comprado a su gobernante, quien prefería el oro y la paz mental a la tensión nerviosa de tener el Imperio otomano delante de su puerta. Al sur, el emir de Tekke había tenido un hijo en su vejez y luchó esforzadamente contra el sultán para conservar sus tierras. Resultado de ello fue que Murat ganó las tierras altas de Tekke y la región del lago, dejando de momento al emir los valles del sur y las tierras bajas entre los montes Tauro y el Mediterráneo.

Solamente Karamania se interponía en el camino de Murat. A pesar de su numeroso ejército, el ala izquierda del cual estaba bajo el mando del príncipe Bajazet, la batalla de Konya terminó en tablas. Ambos bandos se atribuyeron la victoria. Murat no había ganado territorio ni botín, tributos ni ayuda militar. El emir de Karamania le besó la mano en un gesto público de reconciliación, pero esto fue todo lo que obtuvo Murat.

Este había hecho su guerra en dos frentes y, en general, había salido victorioso. Pero había encontrado su medida en un caudillo musulmán y no pudo extender más su dominio en Asia. En cambio, había conseguido su objetivo en Europa: Sofía, Nish y Monastir, junto con la ciudad de Prilep hacia el norte, era ahora plazas fuertes otomanas.

En Asia Menor, Murat tenía dificultades con su ejército. Con el fin de no irritar a los musulmanes asiáticos, ordenó a sus tropas que se abstuviesen de saquear el campo alrededor de la ciudad de Konya. Los soldados serbios que luchaban junto al príncipe Bajazet estaban furiosos. Se consideraban estafados, ya que el saqueo y la violación eran las recompensas del soldado. Desobedecieron al sultán. Murat no podía consentir semejante falta de disciplina en sus filas. Hizo formar al contingente serbio y un hombre de cada seis fue ejecutado en el acto. Los demás regresaron a Serbia, enfurecidos por lo que consideraban un tratamiento injusto. Incapaz de perder una oportunidad, el tío de Tamar, el príncipe Lazar, salió de su escondite. Valiéndose del incidente de Konya, fomentó la resistencia serbia contra Murat. Con los otomanos controlando Nish, la Serbia superior y Bosnia estaban ahora amenazadas. Lazar y el príncipe de Bosnia formaron la Alianza Pan-Serbia.

El hijo menor de Murat, Yakub, había sido dejado al frente de las tropas otomanas en Europa. Su respuesta a Lazar fue cruzar el Vadar con su ejército e invadir Bosnia. Desgraciadamente, la mayor parte del ejército otomano estaba en Asia con el sultán. El príncipe Yakub, en gran inferioridad numérica, fue derrotado en Plochnik. Perdió las cuatro quintas partes de sus hombres.

Hubo enorme regocijo entre los serbios, bosnios, albaneses, búlgaros y húngaros. ¡Por fin habían derrotado a los invencibles turcos! Inmediatamente, los eslavos balcánicos se agruparon bajo el estandarte de Lazar, resueltos a expulsar a los otomanos de Europa.

Murat no tuvo mucha prisa en vengar Plochnik.

– ¿Cuánto tiempo permanecerán unidos? -preguntó a Adora-. Nunca fueron capaces de mantenerse juntos. Pronto uno de ellos insultará a otro, o si no empezarán alguna lucha religiosa.

– Pero no puedes ignorar el agravio de esos eslavos -exclamó furiosa ella. Murat sonrió.

– No estaré ocioso, paloma. El padre de Tamar se hace viejo. Creo que antes de que sus hijos piensen en gobernar y unirse a la Alianza Pan-Serbia, debo arrebatar a Iván su territorio.

Con sólo ver las tropas otomanas, el zar Iván se retiró a su castillo-fortaleza a orillas del Danubio y pidió la paz. Entonces, de pronto, cambió de idea y opuso una última y desesperada resistencia. Uno de sus dos hijos murió en combate. El superviviente fue estrangulado por los jenízaros al triunfar el sultán. Ahora Murat se contentó con dejar a su suegro como gobernador en el nuevo territorio. Iván era un hombre destrozado e incapaz de ayudar a sus hermanos eslavos en la nueva Alianza.

Tamar, loca de dolor por la muerte de sus hermanos, juró en privado vengarse de Murat. En los últimos años, el eunuco Demetrio se había ganado toda su confianza. Pero ahora, ni siquiera a él confió sus pensamientos. Demetrio estaba preocupado. Aunque informaba a Alí Yahya de las acciones de su amante, quería mucho a la princesa búlgara. Sabía que era la peor enemiga de sí misma. En varias ocasiones había intervenido en el momento preciso para evitar que se destruyese en algún fútil complot.

Tamar, con la astucia de los que están medio locos, consiguió establecer otra correspondencia secreta. Esta vez fue con su tío, el príncipe Lazar, cabeza de la Alianza Pan-Serbia. Se cruzaron cartas entre ellos. Murat y Bajazet morirían asesinados de alguna manera. El príncipe Yakub sería el próximo sultán. Su hijo, prometió Tamar, se convertiría al cristianismo. Sacaría a su pueblo de las tinieblas y lo devolvería a la verdadera fe. El Islam sería pronto destruido.

Desde luego, no había llegado aún la hora, escribió el príncipe Lazar a su demente sobrina. Ya la advertiría cuándo llegase. Lazar se alegraba de este punto débil en el campo del sultán. Quería la muerte de éste y de sus dos hijos. Sin un caudillo que los guiase, los otomanos podían ser destruidos. La locura de Tamar era aquí la clave del éxito. Sí, Lazar estaba encantado.

Tamar guardó el secreto para sí, lanzando en ocasiones una furiosa carcajada que asustaba a sus esclavas. Frenético, sabiendo que algo grave se preparaba, Demetrio trató de descubrir lo que ocultaba su amante. Pidió ayuda a Alí Yahya, pero el jefe de los eunucos estaba haciendo preparativos para que Adora acompañase a Murat en su campaña contra la Alianza Pan-Serbia.

– Tu amante está solamente trastornada por la muerte de sus hermanos -dijo al ansioso Demetrio.

– ¡No! ¡No! Es algo más que una simple tristeza. Está tramando algo, pero no logro descubrir lo que es. Asegura que sus actos la elevarán a la santidad y que será la ruina del Islam.

Alí Yahya lanzó una exclamación de impaciencia.

– ¿Qué puede hacer ella, Demetrio? Nunca sale de sus habitaciones, salvo para ir de un palacio a otro. No ha tenido un visitante desde hace años. Está tranquilo. La dama Tamar no sabe lo que se dice. Nada puede hacer.

Y despidió al preocupado esclavo.

Varias semanas más tarde, los ejércitos de la Alianza Pan-Serbia se enfrentaron a las tropas del sultán en un campo desolado conocido como Llano de los Mirlos. Sobre las tiendas, en el lado occidental, ondeaban las banderas de Serbia, Bosnia, Albania, Hungría, Herzegovina y Valaquia. También se veían banderas del papado y de la Iglesia ortodoxa.

En el lado oriental ondeaban las banderas del sultán otomano. Las fuerzas del sultán eran inferiores en número, pero la moral y la confianza de sus hombres eran grandes. Murat estaba tan seguro de la victoria que dio orden de que no se destruyese ningún castillo o ciudad o pueblo del territorio. Estaba luchando por una tierra rica y no le interesaba asolarla.

Al enterarse de esto, el príncipe Lazar sintió que flaqueaba su confianza. Le entró pánico. ¿Por qué, se preguntó, estaba Murat tan confiado a pesar de su inferioridad numérica? ¡Había algún traidor dentro de su campamento! Lo presentía. Pero ¿quién era capaz de traicionarlo? Miró a uno de sus yernos, Milosh Obravitch, que recientemente lo había criticado. ¡Desde luego!

– ¡Traidor! -gritó Lazar al sorprendido joven-. ¡Eres tú quien nos ha traicionado!

Milosh Obravitch, asombrado, protestó de su inocencia. El cuñado de éste, Vuk Brankovitch, lo sacó a empellones de la tienda del príncipe Lazar. A Brankovitch le palpitaba furiosamente el corazón. Un momento antes había estado a punto de desmayarse. Cuando Lazar había gritado: «¡Traidor!», habría creído que su juego había terminado, pero logró conservar la calma el tiempo suficiente para darse cuenta de que era el desgraciado Milosh quien estaba siendo acusado. Sacó a éste de la tienda, para apartarlo de la cólera de Lazar antes de que se pudiese dar crédito a sus negativas. No quería que el azar desviase sus sospechas a otra parte, pues Brankovitch sabía que al día siguiente, cuando empezase la batalla, retiraría a sus doce mil hombres, debilitando así de manera fatal la Alianza Pan-Serbia.

Vuk Brankovitch no creía que la Alianza pudiese prevalecer sobre los turcos otomanos. Después de bastantes años de matrimonio, y del que tenía ocho hijas, había tenido al fin un hijo varón, rebosante de salud. La convenida retirada de sus tropas le garantizaba que sus tierras seguirían perteneciéndole y, después, pasarían a su hijo.