En el campamento otomano, el sultán estaba preocupado, pues el viento soplaba fuerte desde el oeste. Si al día siguiente seguía igual, sus tropas estarían en desventaja, pues tendrían que luchar con el polvo dándoles en los ojos. Debía rezar a Alá para que cambiase el viento.
Murat estaba sentado con las piernas cruzadas en su lujosa tienda, cenando con sus dos hijos. Detrás de ellos, Adora dirigía a las esclavas y tomaba un bocado cuando podía. Tres músicos tocaban una música suave. Terminada la cena, el sultán hizo una seña a su esposa favorita para que se sentase con él. Ella dejó dos pequeños cuencos de almendras azucaradas en unas mesas próximas y se sentó junto a Murat para contemplar el baile.
El la rodeó con un brazo y se inclinó para besarla.
– Vuestra madre -dijo a Bajazet y a Yakub-solía bailar sólo para mí. -Rió entre dientes-. Era sumamente hábil, según recuerdo.
Adora se echó a reír.
– Me sorprende que lo recuerdes, mi señor, ya que raras veces me dejabas terminar un baile.
– ¿Todavía bailas para nuestro padre? -preguntó delicadamente Bajazet.
– En ocasiones -respondió Adora, y rió al ver su mirada sorprendida.
Murat pareció ligeramente disgustado.
– Si preguntases en mi harén -gruñó a Bajazet-, te enterarías de que aún no estoy muerto del todo, muchacho.
– Haya paz, mis señores -terció Adora, interponiéndose entre ellos-. Bajazet, Yakub, id a ver si vuestras tropas están cómodas para pasar la noche y rezad para que Alá nos bendiga. Vuestro padre y yo os damos las buenas noches.
Los dos príncipes se levantaron, la besaron, se despidieron de su padre y salieron de la tienda. Adora despidió a los músicos y a las dos bailarinas.
– ¿Queréis estar solo, mi señor?
– De momento sí, paloma. Ve a nuestra cama. Más tarde me reuniré contigo.
Ella salió. Murat permaneció un rato en silencio escuchando aullar el viento alrededor de la tienda. Las lámparas parpadeaban misteriosamente. El campamento estaba silencioso, salvo por el viento. ¡Mañana debía vencer! ¡Y vencería! Entonces regresaría a Asia Menor y sometería por fin al irritante emir de Karamania.
Murat se levantó despacio y se dirigió a su alfombra de oración. Se arrodilló y tocó tres veces el suelo con la frente. Pidió la protección del cielo para su causa y para todos los hombres que componían su ejército, fuesen cristianos o musulmanes. Rezó para que aquellos de sus hombres que muriesen al día siguiente lo hiciesen en la fe verdadera del Islam. Después se levantó y fue a reunirse con su esposa.
Esta lo esperaba con una humeante bañera de madera. Después de desnudarlo rápidamente, lo ayudó a sumergirse en el agua caliente y lo lavó cuidadosamente. Después lo envolvió en una toalla grande y cálida. Cuando estuvo seco, le puso una bata de seda.
Murat se tendió en la cama y se permitió la satisfacción de observar a Adora mientras ella se bañaba. A Murat le maravilló la sólida belleza de su cuerpo. Mientras contemplaba a su amada, sintió aumentar su deseo de ella, aunque raras veces se permitía juegos sexuales antes de una batalla.
Limpia y seca, Adora alargó una mano para tomar su bata.
– ¡No! -dijo él.
– Como mi señor desee -respondió Adora y se tendió desnuda junto a él.
– ¿Por qué será, mujer, que todavía consigues agradarme? -murmuró Murat, abrazándola.
– Tal vez es porque me conocéis.
– Dicho en otras palabras, que me estoy haciendo viejo y no me gustan las experiencias nuevas -se chanceó él, mordisqueándole un hombro gordezuelo.
– Ambos nos hacemos viejos, mi querido señor.
– ¡No tanto! -replicó el sultán, quien la tomó con una rapidez que la sorprendió. Y cuando ella jadeó suavemente, le cerró la boca con un ardiente beso y después le murmuró al oído-: Mujer de mi corazón, te amo. Me perdería en ti esta noche.
Y cuando se durmió al fin, satisfecho, ella permaneció despierta observándole, sintiéndose extrañamente protectora de aquel hombre que era toda su vida. Sólo cuando el cielo empezó a iluminarse y palidecer con la naciente aurora, se quedó dormida.
Al despertarse, el sol se había elevado, y oyó el son de las trompetas marciales. Había gran actividad fuera de su tienda. Murat se había ido, y la almohada donde había reposado su cabeza estaba fría. Adora se levantó y llamó a sus esclavas.
– ¿Se ha ido el sultán? ¿Ha empezado la batalla?
– No, no, mi señora -dijo Iris-, todavía hay tiempo.
Adora se vistió en un abrir y cerrar de ojos y salió a toda prisa. Los mensajeros corrían de un lado a otro, entre las diferentes secciones del ejército. Observó que el viento había amainado. El día era cálido y muy claro. Sujetó la capa de un joven jenízaro y le dijo:
– Llévame al sultán.
La condujeron inmediatamente hasta Murat, que estaba con sus generales.
Todos se habían acostumbrado tanto a verla con él en campaña que apenas se dieron cuenta de su presencia. El sultán la rodeó con un brazo y siguió dando órdenes. Él, con su guardia de caballería y los jenízaros, ocuparía la posición central. El príncipe Bajazet comandaría las recién reorganizadas tropas europeas en el flanco derecho. El príncipe Yakub, designado para ponerse al frente de las tropas asiáticas, estaría en el flanco izquierdo.
Cuando se hubieron marchado los otros oficiales, Adora deseó suerte y que regresaran sanos y salvos a su hijo y a Yakub. Ambos jóvenes se arrodillaron para que los bendijese. Entonces, ella y Murat se quedaron unos minutos solos.
– Esta noche ha dejado de soplar el viento -comentó él.
– Lo sé. ¿Por qué no me despertaste antes de salir de la tienda? Había esperado desayunar contigo. Unos amables campesinos trajeron una cesta de melocotones frescos para nosotros.
Él sonrió.
– ¡Melocotones! Siempre has sentido debilidad por ellos, ¿eh, paloma? -Después se puso serio-. No te desperté, Adora, porque sé que estos últimos preparativos para la batalla siempre te preocupan. Esperaba haberme marchado antes de que te despertases.
– ¿Y si, Alá no lo quiera, te hubiese ocurrido algo? -dijo ella, en son de reproche.
– No es mi destino morir en combate, Adora. Siempre volveré a casa oliendo a sangre, sudor y polvo, y tú me reñirás como reñías a nuestros hijos, olvidando el hecho de que nadie puede permanecer limpio en una batalla. ¿No tengo razón, paloma?
La estrechó suavemente sobre su pecho y ella sintió el firme latido del corazón contra su cálida mejilla.
– Haces que parezca una doncella tonta -protestó Adora.
– Nunca tonta, pero siempre traviesa, hurtando melocotones del huerto del convento.
Ella rió, un poco más calmada.
– ¿Qué diablos te ha hecho pensar en aquello? -preguntó.
Pero antes de que Murat pudiese responder, sonaron las trompetas y el armero entró corriendo, con el peto del sultán. Con ágiles dedos le ayudó a sujetárselo y, después, le ciñó la larga espada. El armero y su ayudante esperaron, sosteniendo el yelmo, el escudo y la pesada maza del sultán.
Murat rodeó a su esposa con un brazo y la besó largamente.
La abrazó durante un momento.
– Que Alá te guarde y haga que vuelvas a mí sano y salvo, mi señor -dijo suavemente ella.
Murat le dirigió una breve sonrisa y salió apresuradamente de la tienda.
Durante un instante, ella guardó silencio. Después llamó:
– ¡Alí Yahya! ¡Ven! ¡Iremos a observar la batalla.
El eunuco salió en silencio de una habitación del interior de la tienda. Cubrió los hombros de Adora con una ligera capa de seda. Cruzaron juntos el casi desierto campamento y subieron a una pequeña colina con vistas a la llanura de Kosovo, el Llano de los Mirlos.
Allá abajo, en perfecta formación y frente a frente, estaban los ejércitos de la Alianza Pan-Serbia y del Imperio otomano. Adora vio que Murat daba la señal de ataque y que una guardia avanzada de dos mil arqueros disparaban sus flechas. Los soldados enemigos de a pie levantaron sus escudos en lo que pareció ser un solo movimiento. Hubo pocas bajas y los infantes se apartaron para dar paso a la caballería. Los serbios atacaron, gritando furiosamente, y rompieron el flanco izquierdo de los turcos. El príncipe Bajazet fue en ayuda de Yakub, en un fuerte contraataque. Luchó valerosamente, empleando su enorme maza con un tino letal. Adora, que lo observaba desde la colina, pensó que su hijo parecía casi invencible. Desde allí no podía ver que sangraba de varias pequeñas heridas.
La batalla continuaba indecisa. Transcurrían las horas y los otomanos estaban aún a la defensiva. De pronto, se alzó un fuerte griterío en el bando serbio, al retirarse Vuk Brankovitch y sus doce mil hombres del campo de batalla. Terriblemente debilitados por esta deserción, los restantes miembros de la Alianza Pan-Serbia rompieron filas y huyeron. Con un alarido de triunfo, los soldados otomanos se lanzaron tras ellos.
Murat había tenido razón en lo tocante a los serbios. No podían permanecer unidos, ni siquiera en las más terribles circunstancias. Convencido de que sus tropas podían terminar la batalla sin él, el sultán se retiró del campo. Adora y Alí Yahya bajaron corriendo de la colina para ir a su encuentro. Cuando el pequeño grupo llegó al campamento, los esclavos corrieron a atender a su amo. Tomaron su armadura y sus armas e hicieron que se sentase para quitarle las botas. Le trajeron una jofaina de agua caliente y perfumada, y él se lavó las manos y la cara.
– Ya ves -dijo sonriendo a Adora-que no es mi sino morir en combate.
– ¡Alabado sea Alá! -murmuró ella, luego se sentó en un taburete a sus pies y apoyó la cabeza en su rodilla.
Murat alargó una mano y le acarició los cabellos. Un esclavo puso un cuenco de melocotones junto a él y Murat entregó uno a Adora antes de morder él otro. El mariscal de campo del sultán entró en la tienda, se postró y dijo:
– Ha llegado un desertor de alto rango del bando enemigo, mi padishah. Uno de los yernos del príncipe Lazar. Desea veros.
– Mi señor -protestó Adora-, la batalla te ha fatigado. Recibe mañana a ese príncipe.
Murat pareció irritado por la interrupción. Pero, presumiendo que era Vuk Brankovitch, suspiró y dijo:
– Lo veré ahora y zanjaré esta cuestión. Después pasaremos juntos unas cuantas horas tranquilas, antes de que mis generales vengan a informarme.
Adora se levantó y se retiró a las sombras de la tienda. El mariscal de campo salió y volvió rápidamente con un joven ricamente ataviado, que se arrodilló sumiso, delante de Murat. No era Brankovitch.
– ¿Vuestro nombre? -preguntó el sultán.
– ¡Milosh Obravitch, perro infiel! -gritó el joven y saltó hacia delante, con la mano levantada.
Adora gritó y salió de un salto de la sombra, lanzándose en dirección a Murat. El mariscal de campo y los guardias fueron igualmente rápidos. Pero era demasiado tarde: Milosh Obravitch hundió dos veces su daga en el pecho del sultán, con tanta fuerza que ambas veces salió la punta por la espalda. Los jenízaros entraron corriendo en la tienda, agarraron al asesino por los miembros y le cortaron la cabeza. La sangre del cuello del hombre se vertió sobre la alfombra.
Adora, desesperadamente, acunó a su esposo en sus brazos.
– ¡Murat! ¡Oh, mi amor! -sollozó.
El hizo un tremendo esfuerzo para hablar, pálido el semblante, apagándose rápidamente la luz de sus ojos.
– Perdona… estas crueldades. Te amo… Adora…
– ¡Lo sé, mi amor! ¡Lo sé! No hables. El médico vendrá en seguida.
¡Oh, Dios mío! ¡Qué frío hacía! ¿Por qué tenía tanto frío?
Una triste sonrisa se pintó en la cara de Murat, y sacudió la cabeza.
– Un beso… de despedida, paloma.
Ella inclinó la cara mojada y lo besó en los labios que ya se estaban enfriando.
– Melocotones -murmuró débilmente él-. Hueles a melocotones…
Y cayó hacia atrás en brazos de Adora, con los ojos negros abiertos y ciegos.
Durante un momento, ella pensó que su corazón se pararía y que Dios le haría la merced de seguir a su amado. Entonces oyó su propia voz, que decía:
– El sultán ha muerto. Comunicadlo al príncipe…, comunicadlo al sultán Bajazet. ¡A nadie más! ¡Nadie más debe saberlo todavía!
El capitán de jenízaros dio un paso al frente.
– ¿Y el príncipe Yakub?
– Encargaros de él inmediatamente después de la batalla -ordenó-. El príncipe Yakub no debe volver. No esperéis una orden de mi hijo. No quiero que esto lo decida él. Es responsabilidad mía.
– Seréis obedecida, Alteza.
– ¡Alí Yahya!
– ¿Señora?
– Que nadie entre en esta tienda hasta que venga mi hijo. Decid que el sultán descansa con su esposa después de una dura batalla y no hay que molestarlo.
– Será como dice mi señora.
Entonces se quedó sola, acunando todavía el cuerpo de Murat. Le cerró delicadamente los ojos. Parecía muy relajado, dormido. Cayeron unas lágrimas lentas encima de él. Adora no hacía ruido. En el calor de la tienda percibía el olor del cuenco de melocotones cerca de ella, y recordó las últimas palabras de Murat: «¡Melocotones! Hueles a melocotones.» Se habían conocido cuando ella había hurtado melocotones del huerto de Santa Catalina. Ahora, su vida juntos terminaba en una tienda que olía a melocotones, en un campo de batalla llamado Kosovo.
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