Durante todo el resto del día, Teadora de Bizancio estuvo sentada en el suelo de la tienda del sultán, sosteniendo el cuerpo de su esposo. Y mientras tanto, su mente entumecida recordaba los años que habían pasado juntos. No siempre había sido tan fácil entre ellos como en los últimos años. Murat no había comprendido siempre a la mujer apasionada e inteligente por cuya posesión había removido cielo y tierra, y Adora raras veces había sido capaz de disimular a la mujer que era en realidad. Pero siempre, desde el primer momento, había habido amor entre ellos. Siempre, incluso durante sus más enconadas luchas.

Tener este amor, pensó, ha sido una bendición. Después se dijo: Pero ¿qué voy a hacer ahora? Bajazet me respeta, pero creo que no sabe amar, ni siquiera a mí. Desde luego Zubedia no se preocupa por mí, ni siquiera por sus cuatro hijos, mis nietos. Una vez más vuelvo a estar sola. ¡Murat! ¡Murat! ¿Por qué me has dejado? Lloró en silencio su dolor y se meció con su preciosa carga.

Así la encontró Bajazet, hinchados los ojos y casi cerrados de tanto llorar. La observó en silencio. Su vestido estaba cubierto de sangre coagulada y ennegrecida; su cara, abotargada y surcada de lágrimas. Le invadió una ola de piedad. Nunca había visto a su madre tan elegante y hermosa. Bajazet no había encontrado aún el amor y no comprendía la emoción, pero sabía que sus padres se habían querido. Ella estaría perdida.

– Madre.

Adora levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Mi señor sultán?

A él le sorprendió su comportamiento tranquilo y correcto después de la tragedia.

– Es hora de despedirnos de él, madre -dijo Bajazet, tendiéndole una mano.

– Él quería ser enterrado en Bursa -dijo ella a media voz.

– Así se hará -respondió Bajazet.

Adora soltó despacio el cuerpo de Murat y dejó que su hijo la ayudase a levantarse. El la condujo fuera de la tienda.

– ¿Y Yakub? -le preguntó ella.

– Según me han dicho, mi hermanastro ha muerto en combate. Será enterrado con honores, junto con nuestro padre. Fue un magnífico soldado y un hombre bueno.

– Así está bien -asintió ella-. Sólo puede haber un sultán.

– Ya he vengado a mi padre, madre. Hemos matado a casi todos los nobles serbios. Sólo he perdonado la vida a uno de los hijos del príncipe Lazar. Los serbios ya no constituyen una amenaza para nosotros, y será mejor que los gobierne uno de los suyos. Necesitaré sus tropas para defender el valle del Danubio contra los húngaros.

– ¿Cuál de los hijos del príncipe Lazar es, y qué condiciones le has impuesto?

– Es Esteban Bulcovitz. Sólo dieciséis años. Nos pagará un tributo anual del sesenta y cinco por ciento del rendimiento anual de las minas de plata serbias. Tendrá que capitanear un contingente en mi ejército y enviarme tropas serbias cuando y donde yo las necesite.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo has hecho bien, hijo mío.

– Hay más -prosiguió él-. Esteban Bulcovitz tiene una hermana. Se llama Despina y la tomaré por esposa.

– ¿La hija del príncipe Lazar? ¿La prima de Tamar? ¿Estás loco? ¿Te casarás con la hija del hombre responsable de la muerte de tu padre?

– ¡Necesito esta alianza, madre! Zubedia me ata a Asia, pero necesito también una esposa europea. Los serbios no nos molestarán más y Despina será útil para mis fines. Mi padre lo habría aprobado.

– ¡No me hables de tu padre! Todavía no se ha enfriado su cuerpo, ¡y estás dispuesto a casarte con la hija de su asesino!

Él trató de consolarla, pero Adora se apartó.

– ¡Dios mío! ¡Seguramente pesa sobre mí una maldición! Tu padre me amó, pero tú no me quieres y tampoco me quieren tus esposas y tus hijos. Ahora te casarás con la prima de Tamar, y de nuevo me quedaré sola.

– Conoce a la muchacha, madre. No me casaré con ella, si te disgusta. Tú sabes juzgar los caracteres y confío en tu opinión. Si crees que Despina no es la mujer adecuada, buscaré una esposa en otro lugar de Europa. A partir de hoy, habrá muchas viudas nobles cristianas que querrán congraciarse conmigo por medio de sus hijas núbiles.

El príncipe Lazar se había casado dos veces, y era su segunda esposa, de la nobleza macedonia, quien le había dado su hijo menor, Esteban, y su hija menor, Despina, que tenía catorce años. La muchacha era enérgica, pero no orgullosa, y tenía un carácter dulce y franco. Sus facciones eran correctas; tenía la piel blanca y largos cabellos de un color castaño oscuro. La cintura era estrecha y las caderas redondeadas. En cuanto a estatura, llegaba justo al hombro de Bajazet. Aunque Teadora había esperado que no le gustase la niña, tuvo que cambiar de opinión.

Despina se mostró tímida con Teadora durante un rato, pero al crecer su confianza, puso de manifiesto su condolencia a la mujer mayor.

– También tú has tenido una pérdida grande -dijo la madre del sultán.

Una sombra pasó por la cara de la niña, que después dijo pausadamente:

– Yo quería a mi padre, señora. Siempre fue bueno conmigo y no habrá nunca otro como él en mi vida. Sin embargo, Dios ha querido bendecirme en mi dolor enviándome a vuestro hijo para amarlo. Aunque sólo seré su segunda esposa, me esforzaré en hacerle feliz.

Teadora, profundamente conmovida, abrazó a la muchacha.

– Creo hija mía, que es mi hijo quien ha sido bendecido.

Para satisfacción de Adora, surgió un verdadero amor entre los dos jóvenes. La boda se celebró pronto y en privado ya que todos estaban de luto. Bajazet pasaba la mayor parte del tiempo con su querida esposa y, antes de un año, Despina le dio un hijo varón. Lo llamaron Mohamed.

Bajazet volvió entonces a la guerra. Adora aprobó la vuelta de su hijo al campo de batalla, pues Murat había dejado sus planes de conquista escritos en varios pergaminos. Estos estaban ahora en poder de Bajazet. El nuevo sultán sólo tenía que seguir los planes de su padre para triunfar.

Despina, con una inteligencia y una generosidad impropias de sus años, comprendió lo desesperadamente que necesitaba Teadora alguien a quien amar. Reconociendo también el superior conocimiento de su suegra en todo lo referente a la educación de futuros gobernantes, la joven se apartó a un lado y decidió dejar el cuidado de su hijo a Teadora. Despina concentró toda su energía en Bajazet; Teadora se entregó por completo a Mohamed.

Al ver los vivos y negros ojos y la frente ancha del pequeño, Teadora se imaginaba a Murat. Y esto le daba un nuevo objetivo para seguir viviendo. Nunca sería como con Murat, pero esta vida valdría la pena. Teadora rezó para que el niño llegase a ser el otomano que conquistase al fin Constantinopla, y recordó la profecía: «Y Mohamed tomará Constantinopla.»

Teadora de Bizancio estaba animada. De nuevo tenía planes, visiones del futuro. No sería una viuda más, honrada pero completamente olvidada. Estaba todavía en el centro de la historia.

EPÍLOGO BURSA

Los huertos del convento de Santa Catalina yacían tranquilos bajo el frío sol de diciembre. Las ramas desnudas de los árboles susurraban suavemente bajo una débil brisa. Aunque el convento primitivo y sus huertos habían sido destruidos cuando Tamerlán el Tártaro había tomado la ciudad unos veinticinco años antes, los había reconstruidos la princesa Teadora, matriarca de la familia otomana. En el centro del nuevo huerto habían construido una pequeña tumba de mármol. Contendría los restos de la anciana cuando ésta soltase al fin su firme presa sobre la vida.

Tenía ahora noventa años. Había sobrevivido a Orján, a Alejandro y a Murat. Había sobrevivido a todos sus hijos e incluso a su nieto Mohamed. Estaba en paz consigo misma y con sus recuerdos, salvo el de su hijo Bajazet. Pues Bajazet, en su creciente arrogancia, había destruido el imperio que tan concienzudamente construyó Murat. Bajazet había sido responsable de muchas muertes, incluidas la de la gentil Despina e incluso la suya propia en manos del gran guerrero tártaro Tamerlán, que había vencido al joven sultán y a sus ejércitos.

Teadora recordaba demasiado bien el día en que Tamerlán y su ejército entraron en Bursa. Pillaron, saquearon, violaron e incendiaron, en su paso a través de la ciudad. ¡Convirtieron las mezquitas en cuadras para sus caballos! A Tamerlán le tenía sin cuidado la opinión pública. Les mostraría quién era el nuevo amo.

Había dividido el Imperio a su antojo, sorprendiendo a Teadora al aplicar a su familia las mismas medidas lógicas que antaño había empleado Murat para controlar a los Paleólogo. El khan se había reído de la cólera de ella, diciendo:

– Que los cachorros de Bajazet luchen entre ellos por su Imperio. No les causaré verdadero daño y podré volver a Samarcanda seguro de que no dejo ningún cuchillo a mi espalda.

Teadora no podía reconocer la victoria sobre ella.

– Vos habéis retrasado cincuenta años el Imperio -dijo-, pero nosotros triunfaremos al fin. El Imperio se mantendrá y prosperará en tiempos venideros. En cambio, Tamerlán, si es recordado, sólo lo será como uno de muchos molestos incursores mongoles.

La flecha dio en el blanco.

– Mujer, tenéis la lengua de una víbora -espetó él-. No es extraño que hayáis sobrevivido a casi toda vuestra familia. Vuestro veneno os mantiene viva. -Después, confesó de mala gana-: No os parecéis a ninguna hembra que jamás haya conocido. Sois demasiado fuerte para ser una simple mujer. ¿Quién sois, en realidad?

Teadora se dirigió a la puerta de la habitación. Se volvió lentamente y dijo:

– No habéis conocido nunca a ninguna mujer como yo, ni la conoceréis en el futuro.

Su expresión era orgullosa y burlona.

– Soy Teadora Cantacuceno, princesa de Bizancio. Adiós, tártaro.

Y salió.

Ahora, la anciana suspiró. ¡Habían sido tantos años de luchas, de guerra civil! Se había animado cuando su nieto Mohamed subió al poder y restableció un gobierno firme y estable. Pero murió repentinamente y su hijo Murat II se vio obligado a enfrentarse en combate a su hermano menor y matarlo, antes de iniciar la nueva organización de sus tierras. Como su homónimo, el joven Murat II unificó su Imperio. Ahora en él reinaba la paz. Pero lo cierto era que, una vez más, los otomanos se preparaban para avanzar sobre Constantinopla.

Teadora estaba ahora apartada de las tareas de gobierno.

Se había marchado del palacio de Bursa al morir Mohamed. Todos sus viejos amigos habían muerto hacía tiempo, incluidos Iris y Alí Yahya. Por consiguiente, había vuelto a su casita dentro de los muros de Santa Catalina. Desde luego, la atendían bien y la respetaban en sumo grado, pero se sentía sola. Sólo le quedaban sus recuerdos y quería estar donde estos recuerdos eran más vivos.

Aquella tarde paseaba despacio por los huertos silenciosos. Aunque sus cabellos eran de plata, su porte era todavía orgulloso. Se había encogido un poco con los años, pero sus ojos violetas no se habían empañado. Detrás de ella caminaban dos jóvenes monjas cuya tarea era cuidarla. A Teadora no le gustaba su presencia, pero el sultán lo había ordenado. Sin embargo, no permitiría que turbasen sus recuerdos. Como eran dos criaturas sumisas, sólo hablaban cuando su irritable señora les dirigía la palabra. Para ellas, los huertos eran un desnudo lugar invernal. Temblando, se arrebujaron en sus capas negras.

Para Teadora era pleno verano y los árboles estaban cargados de melocotones dorados y maduros.

– ¡Adora!

Ella se detuvo y miró hacia arriba, sorprendida por el sonido de aquella voz después de tantos años. Murat estaba de pie delante de ella tal como lo había visto la primera vez, alto, joven y hermoso. Sus ojos negros centellearon, y se rió de su sorpresa.

– ¡Murat!

– Ven, paloma. -El sonrió y le tendió las manos-. Ha llegado tu hora.

Los ojos de Teadora se llenaron de lágrimas.

– ¡He esperado tanto tiempo a que vinieras a buscarme! -dijo ella y, alargando una mano, tomó la de él.

– Lo sé, paloma. Ha pasado mucho tiempo, pero nunca volveré a dejarte. Ven ahora. No está lejos.

Y Teadora se fue con él sin replicar, deteniéndose sólo un momento para mirar atrás a las dos mujeres que, gritando temblorosamente, se inclinaron sobre el cuerpo encogido de la anciana de cabellos plateados.

Bertrice Small


Nacida en Manhattan, Bertrice Small ha vivido al este de Long Island durante 31 años, lugar que le encanta. Sagitaria, casada con un piscis, sus grandes pasiones son la familia, sus mascotas, su jardín, su trabajo y la vida en general.