Pero entonces, mientras la ceñía con un brazo, él desabrochó con la otra mano los botones superiores del caftán y la deslizó para acariciar un seno. Ella jadeó y le agarró aquella mano.

Él rió en voz baja.

– Lección número dos, paloma -y le apartó la mano.

Ella estaba temblando con una mezcla de miedo y de placer, aunque al principio no pudo identificar la segunda sensación. La mano de Murat era suave, y acariciaba con ternura la carne blanda.

– ¡Por favor, oh, por favor! -murmuró ella, suplicante-. ¡Basta, te lo ruego!

Pero él frotó el sensible pezón con el pulgar y Adora casi se desmayó de placer.

Cuando las bocas se unieron de nuevo, Teadora creyó que iba a morir con su dulzura. El la miró de arriba abajo, rebosando ternura en sus ojos negros.

– Recuerda siempre, mi pequeña virgen, que yo soy el dueño.

– ¿Por qué? -consiguió decir ella, aunque con voz entrecortada-. Dios otorgó a la mujer el privilegio de traer al mundo nuevas vidas. Entonces, ¿por qué hemos de estar sometidas a los hombres?

Él se sorprendió. Adora no era la hembra suave y complaciente que había imaginado al principio, sino la más rara e intrigante de las criaturas: una mujer con mente propia. Murat no estaba seguro de aprobarlo. Pero al menos, pensó, no me aburriré con ella. ¡Y qué hijos podrá darme!

– ¿No creó Alá a la mujer en segundo término, de una costilla del hombre? -dijo rápidamente-. Primero fue el hombre. Por consiguiente tiene que ser superior, dueño de la mujer; de no haberlo querido así, habría creado a la mujer primero.

– Esta no es una consecuencia necesaria, mi señor -replico ella, sin dejarse impresionar.

– Entonces, sé mi maestra, Adora, e instrúyeme -le pidió él, divertido.

– No te atrevas a burlarte de mí -espetó, furiosa Teadora.

– No me burlo de ti, paloma, pero tampoco deseo discutir la lógica de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Deseo hacerte el amor.

Y sintió que ella temblaba de nuevo y empezó a acariciar los suaves senos.

La delicada mano desabrochó los restantes botones del caftán para desnudarla. La mano se movió hacia abajo para tocar la pequeña curva del vientre. La piel era como la seda más fina de Bursa, fresca y suave; sin embargo, los músculos estaban tensos bajo sus hábiles dedos. Esta nueva confirmación de su inocencia satisfizo su vanidad.

La mano descendió todavía más y un dedo largo y delgado la tocó más íntimamente. Entonces, por un instante, se encontraron sus miradas y él descubrió franco terror en los ojos de Teadora. Se detuvo y le acarició la mejilla.

– No me tengas miedo.

– No te tengo miedo -dijo ella, con voz temblorosa-. Sé que esto está mal, pero quiero que me toques. Sin embargo, cuando lo haces, siento temor.

– Cuéntamelo -le pidió él, amablemente.

– Siento que pierdo el dominio de mí misma. No quiero que te detengas, aunque sé que debes hacerlo. -Tragó saliva y prosiguió-: Quiero saberlo todo acerca de ser una mujer, incluso el acto definitivo del amor. Estoy casada, pero no soy tu esposa, ¡y lo que hacemos está mal!

– No -dijo enérgicamente él-. ¡No hacemos nada malo! Nunca irás a mi padre. Para él, no eres más que una necesidad política.

– Pero, cuando enviude, tampoco iré a ti. Pertenezco al Imperio de Bizancio. Cuando tu padre deje de existir, mi próximo matrimonio será concertado como lo ha sido éste.

– Me perteneces a mí -declaró roncamente él-, ahora y siempre.

Ella sabía que estaba perdida, pasara lo que pasase. Lo amaba.

– Sí -murmuró, sorprendida de sus propias palabras- ¡Sí! ¡Te pertenezco, Murat!

Y al unir furiosamente las bocas, Adora sintió que la inundaba un gozo salvaje. Ya no tenía miedo. Unas manos apasionadas la acariciaron, y su cuerpo joven buscó ansiosamente el contacto. Sólo una vez gritó ella, cuando los dedos de Murat encontraron el camino de su más dulce intimidad. Pero él acalló sus protestas con la boca y sintió los fuertes latidos de su corazón bajo los labios.

– No, paloma -murmuró afanoso-, deja que mis dedos encuentren su camino. Todo será dulce, mi amor, te lo prometo.

Sintió que ella se relajaba lentamente en sus brazos. Sonriendo, acarició la carne sensible mientras la niña gemía suavemente, moviendo las finas caderas. Sus pestañas proyectaban unas sombras oscuras sobre la blanca piel. Por fin, Murat consideró que ella ya estaba dispuesta e introdujo suavemente un dedo en su interior.

Adora jadeó, pero antes de que pudiese protestar se perdió en una oleada de dicha que la poseyó por completo. Se arqueó para recibir su mano, flotando ingrávida hasta que la tensión interior se rompió como un espejo en un arco iris de luces resplandecientes.

Por fin abrió los ojos de amatista y preguntó, con voz maravillada:

– ¿Cómo es posible tanta dulzura, mi señor? Él le sonrió.

– No es más que un anuncio de deleite, paloma. Sólo un anunció de lo que vendrá después.

CAPÍTULO 03

En Constantinopla, la noche era tan oscura como el humor del emperador Juan Cantacuceno. Su amada esposa, Zoé, había muerto en un último y fútil intento de darle otro hijo. La horrible ironía fue que había gastado sus últimas fuerzas en sacar dos hijos gemelos de su debilitado y agotado cuerpo. Desgraciados pedazos de humanidad deforme, estaban unidos por el pecho y tenían, según dijo el médico, un solo corazón. Gracias a Dios, aquellos monstruos habían nacido muertos. Por desgracia, su madre les había seguido.

Por si esta tragedia fuese poco, su hija Elena, esposa del co-emperador Juan Paleólogo, estaba conspirando con su marido para destronarlo y adquirir el dominio completo del Imperio. Mientras su madre había vivido, Elena había sido reconocida solamente como esposa del joven Paleólogo. Zoé era la emperatriz. Ahora Elena quería que la reconocieran como emperatriz.

– ¿Y si vuelvo a casarme? -preguntó su padre.

– ¿Y por qué diablos tendrías que casarte de nuevo? -replicó su hija.

– Para dar más hijos al Imperio.

– Mi hijo Andrónico es el heredero. Después viene el otro hijo que llevo ahora en mi seno.

– No hay ningún decreto que así lo determine, hija mía. -¡Oh, padre!

Elena se parecía cada día más a la suegra de Juan, la horrible Ana de Saboya.

– Mi marido -siguió diciendo-es el emperador legítimo de Bizancio y, por consiguiente, nuestro hijo es el verdadero heredero. Seguro que ahora te has dado cuenta de ello. Dios ha hablado con toda claridad. Tu hijo mayor ha muerto y mi hermano Mateo ha escogido la vida monástica. En los últimos seis años, mi madre abortó cinco veces de seis hijos. Ahora Dios te la ha quitado, en señal evidente de desaprobación. ¿Qué más quieres? ¿Tendrán que grabarse las palabras de Dios en nubes de fuego sobre la ciudad para que las aceptes?

– El vidente Belasario ha predicho que de mi semilla nacerá un nuevo imperio de Constantinopla. ¿Cómo podría ser esto, si no tuviese hijos que prolongasen mi linaje?

– Tal vez a través de mí, padre -apuntó taimadamente Elena.

– O de tu hermana Teadora -replicó él.

Elena echó chispas por los ojos y, sin añadir ni una palabra, salió de la habitación. Juan Cantacuceno empezó a pasear arriba y abajo. Tendría más hijos, pero antes de tomar otra esposa noble debía asegurar su posición. Juan Paleólogo debía ser eliminado, junto con su engreído retoño. Casada con otro, Elena se olvidaría de todo. Tal vez ofrecería su rubia belleza al heredero del sultán Orján, el príncipe Solimán.

Esta idea le hizo recordar a su hija menor, Tea. ¿Cuántos años tenía ahora? ¿Trece? Eso creía. Desde luego, los suficientes para cohabitar y tener un hijo. Él necesitaría nueva ayuda militar del sultán, una ayuda que sería más fácil de obtener si Orján estuviese enamorado de su joven esposa. Sobre todo de una joven esposa que proclamase la virilidad de un viejo marido con un vientre lleno de nueva vida.

La niña estaba todavía en su convento, y la última miniatura que había recibido de ella mostraba a una joven criatura lo bastante hermosa para excitar a una estatua de piedra. El único inconveniente era que tenía una gran inteligencia. La madre María Josefa no paraba de escribirle sobre las dotes intelectuales de la chica. Lástima que no hubiese sido un hijo varón. Bueno, le escribiría diciéndole que se comportase con docilidad, modesta y dulcemente, ante su marido.

También escribiría esta noche a Orján, recordándole que el contrato matrimonial exigía la consumación de la unión cuando la joven llegase a la pubertad. Y ciertamente, ella era ahora púber. Esto significaba, desde luego, que tendría que abonar el tercio final de la dote de Teadora y entregar la fortaleza de Tzympe; pero no importaba. Abrió la puerta de sus habitaciones privadas y llamó al monje que era su secretario.

Varias semanas más tarde, en Bursa, el sultán Orján rió entre dientes al leer la correspondencia recién llegada de su suegro y compañero gobernante. Sabía muy bien la razón que se escondía detrás del súbito deseo del bizantino de que se consumase su matrimonio con Teadora Cantacuceno. Juan Cantacuceno preveía otra lucha por su bamboleante trono y necesitaba el apoyo del otomano. Le ofrecía la virginidad de su hija más el resto de su dote en oro. Más importante aún, entregaría al fin Tzympe a los turcos.

Orján, el otomano, se había vuelto sexualmente insaciable en su vejez. Cada noche le ofrecían una virgen nueva y bien instruida. Su apetito variaba y se rumoreaba que incluso, en ocasiones, se divertía con muchachos. Su joven esposa, Teadora, era absolutamente inocente. Se tardaría meses en adiestrarla de manera que pudiese complacer a su señor.

Pero no había tiempo para esto. Su padre quería que quedase encinta, como prueba de la consumación, y Orján deseaba Tzympe y el resto del oro de la dote. Cuando los grandes gobernantes hacen proyectos juntos, las cosas pueden arreglarse.

Se determinaría el ciclo lunar de la doncella y él la poseería durante los cuatro días de mayor fertilidad. Esperaba que entonces se rompiese el lazo de ella con la luna. Pero si no era así, se repetiría la operación las veces que fuesen necesarias hasta que resultase fructífera.

Teadora no le interesaba en absoluto. Como instrumento político, había sido olvidada y, para su fastidio, volvía ahora a primer plano.

El había experimentado la emoción llamada amor en su Juventud con Nilufer, su segunda esposa y madre de sus dos hijos predilectos. Ahora, todo esto había quedado atrás. Lo único que tenía era el placer físico que le daban las hábiles y Jóvenes esclavas y los muchachos de su harén.

Lamentaba tener que cubrir a la doncella como un toro a una vaca, y este resentimiento se contagiaría probablemente a Teadora. Tal vez la propia muchacha había sugerido esto a su padre, empeñada en mejorar su posición. Bueno, él cuidaría de que fuese tratada con el respeto debido a su rango. La preñaría lo más rápidamente posible y, después, se desentendería de ella.

En aquel mismo momento, Teadora Cantacuceno estaba en los vigorosos brazos del príncipe Murat. Los dos se adoraban con la mirada.

– ¡Te amo! -susurró ella, con voz temblorosa-. ¡Te amo!

– Y yo te adoro, paloma. ¡Por Alá! ¡Cuánto te amo!

– ¿Cuánto tiempo, mi señor, cuánto tiempo tendremos que esperar para atrevernos a casarnos, cuando él se haya ido? Quiero caminar contigo a plena luz bajo los olivos. ¡Quiero que el mundo sepa que soy tuya!

– Yo amo a mi padre -dijo lentamente él-. No quisiera desear algo que es suyo. Pero él sólo busca, en su vejez, más oro y los placeres sensuales que se le ofrecen. Ya no volver a acaudillar nuestros ejércitos.

– ¿Extenderías tú vuestro reino? -preguntó ella.

– ¡Sí! Cruzaría el Bósforo y gobernaría la propia ciudad de Constantinopla. ¿No te gustaría volver a casa, amada mía, como reina de la ciudad donde naciste?

– ¡Sí! -exclamó ella, con tanta energía que él se echó a reír.

– ¿No te importa que expulse de allí a tu hermana y su marido? Eres una pequeña salvaje, Teadora Cantacuceno.

– Antes de que me convirtiese en esposa del sultán, mi hermana solía torturarme diciéndome que un día gobernaría ella en Constantinopla, mientras que yo estaría desterrada e el harén del sultán. ¡Me encantaría volver a la ciudad como esposa de su conquistador!

– ¿Aunque sea un conquistador musulmán?

– Sí, mi señor. Aunque sea un conquistador musulmán. Ambos adoramos al mismo Dios, ¿no? No soy tonta, Murat, aunque sea mujer. Dentro de los límites de este reino, un viajero puede andar seguro a cualquier hora del día o de la noche. Los no musulmanes pueden profesar libremente la religión que deseen. Se administra justicia a todos los que se someten a la ley del cadí, sean ricos o pobres. Me avergüenza decir que no puedo atribuir estas virtudes al Imperio y a sus gobernantes. Prefiero vivir bajo un régimen otomano, como muchos no musulmanes.