Anotó el nombre y el teléfono de la pensión. Comprobar si Layton había estado por allí era bastante fácil. Cogió su móvil.

Al tercer tono, respondió una mujer:

– Pensión Nightingale -dijo, muy alegre. A Yuell le gustó su voz, porque era melódica y vivaz.

Yuell pensó deprisa; seguro que aquella mujer no daría información sobre uno de sus huéspedes a cualquiera.

– La llamo de National Car Rental -dijo-. Un cliente nuestro no ha devuelto el coche que tenía alquilado a la hora prevista y dejó este número como contacto. Se llama Jeffrey Layton. ¿Está en la pensión?

– Me temo que no -dijo la mujer en un tono triste.

– Pero, ¿ha estado?

– Sí, pero… Lo siento mucho, pero creo que le ha pasado algo.

Yuell parpadeó. No esperaba oír eso.

– ¿Qué quiere decir?

– No estoy segura. Ayer por la mañana se marchó y no ha vuelto. Sus cosas todavía están aquí pero… he llamado a la oficina del sheriff y he denunciado la desaparición. Temo que pueda haber sufrido un accidente.

– Espero que no -dijo Yuell, aunque a él le vendría de perlas si el tipo en cuestión había caído por un precipicio y se había matado, llevándose consigo el lápiz de memoria. Aquello simplificaría mucho las cosas: él cobraría y Layton ya estaría muerto-. ¿Le dijo dónde iba?

– No, no llegué a hablar con él.

– Vaya, pues siento mucho oír eso. Espero que esté bien pero… tendré que notificarlo a la compañía de seguros.

– Sí, sí. Claro -dijo ella.

– ¿Qué piensa hacer con sus cosas? ¿Sabe si la oficina del sheriff se ha puesto en contacto con sus familiares?

– El señor Layton todavía no está oficialmente desaparecido. Si no aparece pronto, tendré que asumir que alguien localizará a sus familiares y yo les enviaré sus cosas. Hasta entonces, supongo que tendré que guardarlas -dijo la mujer, aunque, a juzgar por el tono de voz, no parecía hacerle demasiada gracia.

– Quizá vaya alguien a recogerlas. Gracias por su ayuda -Yuell colgó sonriente; no podía estar más contento por el hecho de que Layton se hubiera marchado sin sus cosas y de que la mujer todavía lo tuviera todo. La mente le iba a mil por hora.

¿Llevaría Layton el lápiz de memoria encima? Ese cacharro podía estar en cualquier sitio. Había quien se los colgaba del llavero, para no perderlos. O quizá lo había guardado en algún sitio, como en una caja de seguridad del banco, en cuyo caso estaría fuera del alcance de Yuell. Aunque también podía haberlo guardado en la maleta. Si tenía suerte, el lápiz todavía estaría en la pensión, esperando a que sus hombres rebuscaran entre las cosas de Layton y lo encontraran. Aunque no estuviera allí, estaba contento. Seguramente, Layton estaba muerto y, encima, en circunstancias que eran legítimamente accidentales. Así que, mientras encontrara el lápiz de memoria, cobraría su dinero. No le importaba si Layton estaba vivo o muerto.

El primero en llegar fue Hugh Toxtel. Tenía cuarenta y pocos años y era experimentado, paciente y metódico. Iba allí donde requería el trabajo, sin comentarios ni quejas. Igual que Yuell, era de estatura media y tenía el pelo castaño, aunque sus rasgos eran algo más marcados. De hecho, era el primer hombre a quien Yuell había contratado, una decisión que ninguno de los había lamentado jamás.

– Te retiro del caso Silvers y te envío a Idaho con Goss.

– ¿Qué hay en Idaho? -preguntó Hugh, mientras se sentaba y se subía las perneras de los pantalones perfectamente planchados. Normalmente, vestía como si fuera un ejecutivo de una de las empresas de Fortune 500 y ocupara uno de los despachos esquineros, algo que quizá era su sueño pero que distaba mucho de la realidad.

– El contable huidizo de Salazar Bandini -respondió Yuell.

Hugh hizo una mueca.

– Estúpido. Cogió el dinero y huyó, ¿no?

– No exactamente. Copió toda la contabilidad, la auténtica, en un lápiz de memoria e intenta chantajear a Bandini. Bandini le siguió la pista hasta Idaho, allí lo perdió y luego me llamó.

– ¿Por qué Idaho? -preguntó Hugh-. Si yo fuera tan estúpido como para chantajear a Bandini, al menos me marcharía del país. Aunque claro, si eres tan burro como para chantajear a Bandini, también lo eres para salir del país, ¿no?

– O eres muy listo y dejas una pista falsa -«O estás desesperado», pensó Yuell de repente. Layton era contable, por el amor de Dios. Puede que fuera inexperto e inocente, pero no era estúpido. Sería un error subestimarlo. Podía haber comprado un traje y una maleta y haberlo dejado en la pensión como estrategia, mientras él se escondía en cualquier otro sitio. Aún sabiendo que las cosas que había dejado en la pensión podía ser un método para ganar tiempo, Yuell tendría que mandar allí a sus hombres por si encontraban el lápiz de memoria.

– ¿Crees que lo ha hecho? -preguntó Hugh. Yuell se encogió de hombros.

– No lo sé. Quizá sí. Quiero que os pongáis en marcha mañana y si hay algo que os llama la atención, por pequeño que sea, quiero saberlo. Fijaos en si la ropa que ha dejado en la pensión es nueva. Y lo mismo con la maleta -le entregó el informe con la información que había recopilado durante las dos últimas horas-. Es todo lo que tengo sobre ese tipo.

Hugh se pasó un buen rato mirando la fotografía que Bandini le había dado a Yuell, intentando memorizar la cara de Layton. Luego leyó los datos sobre su pasado: educación y todo lo que Yuell había sido capaz de conseguir más allá de la frialdad de los números. Mientras lo observaba, Yuell vio cómo Hugh llegaba a la misma conclusión que él.

– Está con el agua al cuello -dijo Hugh al final-, pero no es estúpido.

– Yo pienso igual. Reservó una habitación en una pensión de Trail Stop, en Idaho; debemos suponer que sabe que alguien puede localizarlo mediante los movimientos de la tarjeta de crédito, ¿no? Entonces, ¿por qué lo ha hecho?

Antes de que Hugh pudiera responder, llegó Kennon Goss. Desprendía un aire frío, distante y de absoluta insensibilidad aunque, normalmente, lo disimulaba bastante bien. Era como un bulldog con un objetivo en mente. Yuell recurría a Goss cuando necesitaba acercarse a una mujer; era rubio y atractivo y tenía algo que provocaba que las mujeres cayeran rendidas a sus pies. Sin embargo, como su aspecto destacaba tanto, Goss tenía que ser mucho más cuidadoso, tenía que ser doblemente ágil a la hora de eludir las sospechas. No obstante, no escondía que prefería disponer de todas las comodidades propias de la época en la que vivía. Para él, un hotel sin conexiones ethernet, servicio de habitaciones las 24 horas y un bombón en la almohada no era un hotel.

Yuell lo puso al corriente de los datos de Jeffrey Layton. Goss escondió la cabeza entre las manos.

– Podunk, Idaho -gruñó-. Tardaremos dos días en llegar. Tendremos que coger un tren desde Seattle.

Yuell se esforzó por reprimir una sonrisa. Le encantaría poder acompañarlos en aquel viaje, aunque sólo fuera para ver a Goss en contacto con la Madre Naturaleza.

– Podéis acercaros más. Idaho está lleno de pistas de aterrizaje. Seguramente, tendréis que coger una avioneta en Boise pero, una vez en tierra firme, el trayecto en coche no será tan largo. Os buscaré un vehículo.

Se oyó un gruñido ahogado y a Goss que suplicó:

– Una camioneta no, por favor.

– Veré qué puedo hacer.


Mientras escuchaba cómo Yuell exponía la situación y las posibilidades, Goss empezó a llenarse de satisfacción cuando pensaba en otras posibilidades.

Odiaba a Yuell Faulkner con todas sus fuerzas a pesar de que llevaba más de diez años trabajando con y para él, ocultando ese odio para poder seguir adelante mientras esperaba y buscaba la oportunidad perfecta. Mientras esperaba, en muchos aspectos se había convertido en el hombre que tanto odiaba, una ironía que no le había pasado desapercibida. Con el paso de los años, sus propias emociones se habían atrofiado y ahora era un ser frío y distante, capaz de quitarle la vida a un ser humano sin importarle más que si fuera una cucaracha.

Sabía que acabaría así, sabía el precio que tendría que pagar, pero su odio era tan fuerte que la recompensa bien lo valía. Lo único que le importaba era acercarse a Yuell y esperar el momento oportuno.

Hacía dieciséis años, Yuell Faulkner había matado al padre de Goss. Kennon sabía perfectamente qué tipo de hombre era su padre: era un asesino a sueldo, igual que Faulkner, e igual que él mismo. Pero había algo eléctrico en él, algo más grande que la vida. Su padre era un hombre complicado porque, por un lado, había sido un marido cariñoso y un padre estricto pero justo aunque, por otro lado, se dedicaba a matar gente. De algún modo, había conseguido separar mentalmente esas dos parcelas, algo que Goss no había podido hacer.

Su padre trabajó para Faulkner poco más de tres años y todo lo que Goss había descubierto, una vez había contactado con Faulkner y se había unido a su red de sicarios, fue que Yuell Faulkner decidió que su padre era un punto débil en su organización, así que lo ejecutó. Lo que desencadenó la acción era algo que Faulkner se guardaba para sí mismo.

Para Faulkner, fue una decisión de negocios. Para Goss, supuso la destrucción de su vida. Su madre se quedó destrozada por el asesinato de su marido y el día que Goss regresó a la universidad, una semana después del entierro, su madre se tragó un bote entero de pastillas. Goss encontró el cuerpo aquella misma tarde cuando regresó de clase. Algo en él, algo humano, murió cuando abrió la puerta de la cocina y vio el cuerpo de su madre en el suelo. El que fuera algo tan cercano a la muerte de su padre, el perderla a ella también, lo desencajó.

Tenía diecinueve años, demasiados para entrar en el sistema de familias de acogida. Dejó la universidad, se alejó de la casa de las afueras en la que no quería volver a poner un pie y vagabundeó. Supuso que alguien habría vendido la casa para pagar los impuestos y la hipoteca. A él no le importaba, jamás regresó, jamás pasó por delante ni siquiera para comprobar si vivía alguien o si la habían derribado para construir una estación de servicio.

Al cabo de un año, la idea de la venganza, que le había estado rondando por la cabeza desde el día en que asesinaron a su padre, empezó a tomar forma. Hasta entonces, estaba demasiado afectado para planear algo, para marcarse un objetivo, pero ahora su vida volvía a tener sentido, y ese sentido era la muerte. Para ser exactos, la muerte de Yuell Faulkner, aunque durante mucho tiempo no pudo ponerle nombre al asesino de su padre, y si eso significaba su propia muerte, a Goss no le importaba.

Sin embargo, antes tenía que reinventarse. El chico que había sido, Ryan Ferris, tenía que morir. No le costó demasiado imaginar cómo hacerlo. Buscó a un chaval de la calle, un drogadicto de su misma edad y estatura, y lo siguió; cuando se le presentó la oportunidad, le saltó encima por la espalda, lo dejó inconsciente y le desfiguró la cara antes de matarlo. Le metió una identificación suya en el bolsillo, dejó el cadáver en un barrio donde era poco probable que alguien le vaciara los bolsillos y se marchó a otra parte del país.

Sabía que, con aquel primer asesinato, había cruzado una línea y que jamás podría volver atrás. Había empezado a convertirse en lo que más odiaba.

Contrata a un ladrón para atrapar a otro ladrón. Para tratar con la muerte, tenía que convertirse en la muerte.

Construirse una nueva identidad le costó tiempo y dinero. No regresó enseguida a Chicago para intentar encontrar al asesino de su padre. Envolvió a su nueva persona, Kennon Goss, con múltiples capas de legalidad. Dejó de lado su propia identidad y se convirtió en Kennon Goss, y no sólo para los demás, sino también para él mismo. Cuando regresó a Chicago, ni siquiera el FBI habría podido demostrar que no era quien decía ser.

Descubrir quién estaba detrás de un asesinato cometido hacía más de cinco años no le resultó fácil. Nada apuntaba a Yuell. Descubrir que su padre había sido un sicario fue otro golpe más para una mente tan golpeada que ya no podría recuperarse, pero lo puso sobre el buen camino. A partir de ahí, descubrió que su padre había trabajado para un hombre llamado Faulkner y a Goss le pareció que la mejor forma de saber en qué se había metido su padre era hacerlo desde dentro de la organización de Faulkner. Como era demasiado astuto para llamar a su puerta y pedirle trabajo, se las había apañado para llamar su atención. Era mejor que Faulkner se acercara a él.

Una vez dentro, Goss había hecho su trabajo con cuidado de no meter la pata. Con el tiempo, se había ganado la confianza no sólo de Faulkner, sino también de los demás hombres que trabajaban para él. De hecho, Hugh Toxtel, el hombre que más tiempo llevaba trabajando para Faulkner, le dio la información que buscaba. Aunque lo hizo a modo de consejo de amigo: «No dejes que un objetivo se te acerque. Entra, haz el trabajo y sal. No escuches las lacrimógenas historias de las víctimas. Un tío, Ferris, se dejó ablandar por un tío y no hizo el trabajo y Faulkner lo eliminó porque, al dejar al objetivo con vida, dejó una pista que lo conectaba directamente con su empresa. Además, no hacer el trabajo era malo para el negocio».