El señor Layton debía de llevar más de una maleta y dejó la otra en el coche durante la noche. Cate lo vio con su equipaje cuando llegó y sólo llevaba esa maleta. Como las posesiones que se había dejado no cabían, eso significaba que había ido hasta el coche y había cogido los zapatos o el neceser de otra bolsa. Entonces se dio cuenta de que el señor Layton no se había dejado todas sus posesiones, sino únicamente aquellas que no eran tan importantes como para hacer el esfuerzo de bajarlas por la ventana. Al fin y al cabo, podría haber cerrado la maleta, haberla tirado por la ventana y haberla cogido una vez abajo, pero ni se había molestado, de modo que Cate dudaba que algún día volviera a recogerlo.

Y aquello planteaba una cuestión: ¿Qué se suponía que tenía que hacer con todo aquello? ¿Cuánto tiempo tenía que guardar sus cosas? ¿Un mes? ¿Un año? Pretendía guardarlo todo en el desván, así que no lo tendría por en medio pero, desde la muerte de Derek, se martirizaba con preguntas tipo «¿Y si…?» ¿Y si guardaba la maleta y dentro de unos años le pasaba algo? Quien quiera que hiciera limpieza de sus cosas encontraría una maleta llena de ropa de hombre y, lógicamente, daría por sentado que era de Derek y que Cate la había guardado por motivos sentimentales. Siguiendo la lógica, guardaría la maleta y su contenido para los gemelos y ella no quería que sus hijos cogieran cariño a unas cosas que pertenecían a un extraño imbécil que se había visto envuelto en un lío y había desaparecido.

Por si acaso, cogió una hoja de papel con el logotipo de la pensión y escribió el nombre del señor Layton y la fecha, junto con la información de que había olvidado sus pertenencias en la pensión; luego, metió la hoja en la maleta. Si llegaba lo peor y ella moría, eso explicaría muchas cosas.

No solía preocuparse tanto por las cosas, pero eso era antes de convertirse, en un breve periodo de tiempo, en madre de gemelos y viuda. En cuanto supo que estaba embarazada, dejó de escalar y, a pesar de que le gustaba más que a Derek, jamás se había planteado volver a hacerlo, porque ahora tenía a los niños. ¿Qué sería de ellos si ella caía y se mataba? Sí, sabía que, físicamente, estarían muy bien cuidados; de ello se encargaría su familia, y también la de Derek, a pesar de que no estaban tan unidos a los niños como a ella le gustaría. Pero, ¿y el bienestar emocional de los niños? Crecerían con la sensación de que sus padres los habían abandonado y ni la lógica sería capaz de apaciguar esa primitiva respuesta.

Así que ella tomó todas las precauciones posibles, se alejó de los deportes de riesgo, a pesar de que no podía cambiar el destino: los accidentes sucedían. Y por nada del mundo permitiría que sus hijos creyeran que los enseres de Jeffrey Layton pertenecían a su padre. Además, Derek tenía mejor gusto en cuanto a la ropa.

Con una sonrisa, levantó la maleta con una mano y cogió el neceser con la otra, salió al pasillo y los dejó en el suelo. Entró en su habitación a buscar la llave de la escalera del desván.

Como no quería que los niños subieran solos al desván, cerraba la puerta con llave y guardaba la llave en el neceser del maquillaje, que estaba en el cajón del mueble del baño. De camino al baño, pasó por su vestidor, donde había varias fotografías enmarcadas. Se detuvo, con el corazón en la boca, ante los momentos de su vida.

Le pasaba de vez en cuando; ya había pasado el tiempo suficiente para que pasara por allí delante y no se fijara en las fotografías. Cuando los niños entraban en su habitación en esos pocos días del año en que Cate podía dormir hasta un poco más tarde, casi siempre le hacían preguntas sobre las fotografías y ella les respondía con tranquilidad. Pero, a veces… era como si un afilado recuerdo saltara del pasado y le encogiera el corazón, y ella se quedaba helada y casi se dejaba llevar por una oleada de dolor.

Miró la foto de Derek y, por un segundo, pudo volver a escuchar su voz, cuyo sonido ya casi había olvidado. Había legado tanto de sí mismo a los niños: los ojos azules y pícaros, el pelo oscuro, la sonrisa fácil. Lo que a Cate le robó el corazón fue esa sonrisa, tan alegre y sexy… bueno, eso y el cuerpo esbelto y atlético.

Era ejecutivo de publicidad y ella trabajaba en un gran banco. Eran jóvenes y libres y con el dinero suficiente para hacer lo que les apeteciera. Después de la primera escalada juntos, habían empezado a verse en lugares que no fueran una escarpada roca y la cosa fue a más.

Después se fijó en una fotografía del día de su boda. Había organizado una ceremonia tradicional; él llevaba esmoquin y ella un romántico vestido de seda y encaje. Al mirarse en el espejo y comparar las dos imágenes, pensó que en la fotografía parecía muy joven. La melena castaña a la altura del hombro era lisa y sofistica, ahora sencillamente llevaba el pelo largo y el estilo… recogido con un clip o una cola de caballo. Por aquel entonces llevaba maquillaje, pero ahora con un poco de suerte tenía tiempo para ponerse bálsamo de labios. Entonces no tenía preocupaciones, y ahora las constantes tribulaciones le provocaban ojeras.

La boca no le había cambiado; seguía teniendo boca de pato, con el labio superior más grande que el inferior. A Derek le parecía sexy, pero Cate estuvo acomplejada toda la adolescencia y no lo creía. La boca de pato de Michelle Pfeiffer era más sutil y mucho más sexy. La forma de su boca solía provocar la burla de su hermano pequeño, Patrick, que imitaba los graznidos de un pato, hasta que un día ella le lanzó una lámpara.

Todavía tenía los ojos marrones, de un color más dorado que el pelo… pero marrones. Marrones normales. Y su cuerpo todavía tenía la misma silueta de siempre, excepto durante el embarazo, que fue la primera vez en su vida que tuvo pechos. Era muy delgada y con el tipo de complexión que la hacía parecer mucho más alta del metro sesenta y cinco que medía. La única parte con curvas de su anatomía era el trasero que, en comparación con el resto del cuerpo, parecía muy prominente. Tenía las piernas musculosas y los brazos delgados y nervudos. En resumen, que no era ningún bombón; era una mujer normal que había querido mucho a su marido y que, en momentos como ese, lo echaba tanto de menos que su ausencia era como un cuchillo clavado en el corazón.

La tercera fotografía era de los cuatro cuando los gemelos apenas tenían tres meses y eran idénticos. Derek y ella sostenían a un gemelo cada uno con unas sonrisas tan amplias, orgullosas y felices mientras contemplaban a sus hijos que, viéndolos ahora, Cate quería reír y llorar.

Habían tenido tan poco tiempo juntos.

Cate meneó la cabeza, regresó al presente y se secó las lágrimas de los ojos. Sólo se permitía llorar por la noche, cuando nadie podía verla. Su madre y los niños podían volver del picnic en cualquier momento y no quería que la encontraran con los ojos rojos e hinchados. Su madre se preocuparía y los niños se echarían a llorar si sabían que mamá había llorado.

Cogió la llave del cajón, se la metió en el bolsillo de los vaqueros y regresó al pasillo, donde había dejado la maleta y el neceser. Encendió la luz del pasillo, cogió la maleta y el neceser y se los llevó hasta el otro extremo del pasillo, donde estaba la escalera que subía al desván, y volvió a dejarlos en el suelo.

La puerta de las escaleras se abría hacia fuera, daba paso a tres escalones que subían hasta un rellano; luego giraban hacia la derecha e iban a parar a un punto muy extraño del desván, tan cerca del tejado inclinado que Cate tenía que inclinarse antes de subir el último escalón. Bueno, se suponía que la puerta se abría hacia fuera. Metió la llave y la giró, pero no sucedió nada. La cerradura iba un poco dura, así que no se sorprendió. Sacó un poco la llave y volvió a intentarlo, aunque sin éxito. Maldiciendo en voz baja las cerraduras viejas, sacó la llave, volvió a meterla muy despacio, intentando girarla repetidamente. Tenía que encontrar la forma de…

Le pareció escuchar un pequeño «clic» y giró la llave con un movimiento brusco de muñeca. Oyó un crujido y se quedó con la mitad de la llave en la mano, lo que significaba, obviamente, que la otra mitad se había quedado dentro de la cerradura.

– ¡Hija de puta! -exclamó, aunque luego se giró para comprobar que los gemelos no se habían acercado en silencio y estaban detrás de ella. No es que hubiera muchas posibilidades de que hicieran algo en silencio pero, si lo hacían, seguro que era cuando ella decía palabrotas. Al ver que estaba sola, añadió-. ¡Joder!

Bueno, de todos modos la puerta necesitaba una cerradura nueva. Y las cerraduras no eran terriblemente caras, pero es que siempre tenía que arreglar o reparar algo. Necesitaba abrir la puerta para quitarse de en medio aquella maleta.

Maldiciendo en voz baja, bajó las escaleras corriendo y entró en la cocina. Justo cuando estaba a punto de descolgar para intentar localizar al señor Harris, oyó que se detenía un coche frente a la puerta. Se asomó por la ventana y, ¡oh, milagro!, era el señor Harris.

No sabía para qué venía, pero no podía haber sido más oportuno. Mientras él subía las escaleras del porche, ella abrió la puerta de la cocina con una mezcla de alivio y frustración en la cara.

– ¡Cuánto me alegro de verle!

Él se paró en seco y, con las mejillas totalmente sonrojadas, se volvió hacia la camioneta.

– ¿Necesitaré las herramientas?

– Se me ha roto la llave del desván en la cerradura, y necesito abrirla.

Él asintió y volvió a la camioneta, donde cogió la pesada caja de herramientas. A Cate se le pasó por la cabeza que debía de ser más fuerte de lo que parecía.

– Mañana voy a la ciudad -dijo él mientras subía las escaleras-. Se me ha ocurrido pasarme y decírselo, por si necesita algo.

– Tengo algunas cartas que hay que enviar -dijo ella.

Él asintió mientras ella se apartaba para dejarlo pasar.

– Por aquí -dijo ella, guiándolo por el pasillo y hacia las escaleras.

El pasillo estaba oscuro incluso con la luz encendida, porque no había ventanas en ninguno de los dos extremos. Las puertas abiertas de las habitaciones dejaban entrar algo de luz natural, que permitía manejarse tranquilamente a menos que tuvieras que realizar una tarea específica, como maniobrar una vieja cerradura o sacar una llave rota de su interior. El señor Harris abrió la caja de herramientas, sacó una linterna negra y se la entregó a Cate.

– Ilumine la cerradura -murmuró mientras apartaba la maleta y se arrodillaba frente a la cerradura.

Cate encendió la linterna y se sorprendió por el poderoso rayo de luz que emitía. Era terriblemente ligera, con un mango de goma. La miró por todos los lados para ver si encontraba la marca, pero no vio nada. Dirigió la luz hacia la puerta, justo debajo del pomo.

Sirviéndose de unas pequeñas pinzas, el señor Harris sacó la llave rota y luego cogió una especie de púa de la caja de herramientas y la insertó en la cerradura.

– No tenía ni idea que sabía forzar cerraduras -dijo ella, en un tono divertido.

La mano del señor Harris se quedó inmóvil un segundo, como si se estuviera preguntando si realmente tenía que responderle; luego emitió un sonido parecido a «hmmm» y siguió manipulando la púa.

Cate se colocó justo detrás de él y se inclinó para ver más de cerca lo que estaba haciendo. La luz le iluminaba las manos, resaltándole cada vena. Cate se fijó en que tenía unas manos bonitas. Estaban llenas de callos y manchas de grasa, y la uña del pulgar izquierdo estaba morada, como si se la hubiera golpeado con un martillo, pero llevaba las uñas cortas y limpias y tenía las manos largas, fuertes y bonitas.

Cate tenía debilidad por las manos fuertes; las de Derek eran muy fuertes, consecuencia de la escalada.

El señor Harris gruñó, sacó la púa y giró el pomo. La puerta se abrió unos centímetros.

– Muchas gracias -dijo ella, llena de sincera gratitud. Señaló la maleta que él había apartado-. El hombre que se marchó sin recoger sus cosas todavía no ha vuelto, así que tengo que guardarle la maleta durante un tiempo, por si algún día decide venir a buscarla.

El señor Harris miró la maleta mientras recuperaba la linterna, la apagaba y la dejaba en la caja de herramientas junto con la púa.

– Qué raro. ¿De qué huía?

– Creo que quería evitar a alguien que estaba en el comedor -le extrañaba que lo primero que se le había ocurrido al señor Harris fuera algo que ella ni se había planteado de buenas a primeras. Al principio, ella sólo pensaba que Layton estaba loco. Quizá los hombres eran más suspicaces que las mujeres.

Volvió a gruñir, como gesto de asentimiento a su comentario. Señaló la maleta con la cabeza.

– ¿Hay algo extraño en el interior?

– No. La dejó abierta. He metido toda la ropa y los zapatos, y los artículos de aseo en el neceser.