El señor Harris se levantó, apartó la caja de herramientas, abrió la puerta del desván, se agachó y cogió la maleta.

– Dígame dónde quiere que la deje.

– Puedo hacerlo yo -protestó ella.

– Ya lo sé, pero ahora ya estoy aquí.

Mientras subía las escaleras, Cate reflexionó que, en los últimos diez minutos, había oído hablar al señor Harris más que en los últimos meses, y seguro que era una de las pocas veces en que él había ofrecido un comentario sin que nadie le preguntara nada. Normalmente, solía responder a las preguntas directas con una respuesta breve, y ya estaba. Quizá había desayunado lengua o se había tomado una pastilla para la locuacidad.

En el desván hacía calor y todo estaba cubierto de polvo, con aquel olor a humedad que desprendían los objetos abandonados a pesar de que no hubiera humedad por ningún sitio. La luz de tres buhardillas llenaban el desván de luz, pero las paredes no estaban pulidas y el suelo estaba hecho de placas de madera que crujían a cada paso.

– Aquí mismo -dijo ella, señalando un rincón vacío junto a la pared más lejana.

Él dejó la maleta y el neceser en el suelo y luego miró a su alrededor. Vio el material de escalada y se detuvo.

– ¿De quién es eso? -preguntó.

– De mi marido y mío.

– ¿Los dos escalaban?

– Así nos conocimos, en un club de escalada. Aunque yo lo dejé cuando me quedé embarazada -pero no se había deshecho del material. Seguía allí, perfectamente limpio y conservado: los pies de gato, los arneses y las bolsas de tiza, las poleas, los cascos y los metros de cuerda, a pesar de que sabía que no volvería a escalar nunca más. Pero ni se le pasaba por la cabeza deshacerse del equipo.

Él se quedó dubitativo y Cate vio cómo volvía a sonrojarse. Luego dijo:

– Yo también he hecho algo de escalada pero, básicamente, montañismo.

¡Le había dado información sobre él de forma voluntaria! Quizá había decidido que era tan inofensiva como los niños y que era seguro hablar con ella. Tenía que marcar en rojo ese día en el calendario porque el día que el señor Harris se había decidido a hablar de sí mismo tenía que ser especial.

– Yo sólo escalaba rocas -dijo ella, intentando alargar la conversación. ¿Cuánto rato más seguiría hablando?-. No hacía montañismo. ¿Ha subido alguna montaña de las grandes?

– No hacía ese tipo de montañismo -murmuró él mientras se dirigía hacia las escaleras, y entonces Cate supo que la locuacidad se había terminado. Y entonces, justo dos pisos debajo de ellos, oyó el ruido de voces infantiles en plena discusión y supo que su madre y los niños habían vuelto a casa.

– Oh, oh, parece que tenemos problemas -dijo, dirigiéndose hacia las escaleras.

Cuando llegó abajo, a juzgar por las caras que traían, supo que había pasado algo. Los tres parecían enfadados. Su madre llevaba la cesta del picnic en la mano y tenía los labios apretados, con un niño a cada lado. Los gemelos estaban colorados de la furia y llevaban la ropa sucia, como si se hubieran estado revolcando por el suelo.

– Se han peleado -dijo Sheila.

– ¡Tannel me ha insultado! -replicó Tucker, con expresión de terquedad.

Tanner miró a su hermano.

– Me has empujado. Me has tirado al suelo -su rabia era evidente. A Tanner no le gustaba perder ni a las canicas.

Cate levantó la mano como si fuera un policía de tráfico y los hizo callar a los dos en mitad de la explicación. Tras ella, el señor Harris bajó las escaleras, con la caja de herramientas en la mano, y los niños empezaron a ponerse nerviosos; su héroe estaba aquí y no podían lanzarse encima de él como hacían habitualmente.

– Mimi me dirá qué ha pasado -dijo Cate.

– Tanner se ha comido el último trozo de naranja, pero lo quería Tucker. Tanner no se lo ha dado y Tucker lo ha empujado. Tanner lo ha llamado «imbécil». Y entonces han empezado a rodar por el suelo pegándose puñetazos -Sheila miró a los niños con el ceño fruncido-. Y han tirado la limonada y me han puesto perdida.

Ahora que se fijaba, Cate vio las manchas húmedas en los vaqueros de Sheila. Se cruzó de brazos y miró a sus hijos con la expresión más severa que podía mientras fruncía el ceño.

– Tucker… -empezó.

– ¡No ha sido culpa mía! -exclamó el niño, obviamente furioso por ser el primer a quien se dirigía su madre.

– Empujaste primero a Tanner, ¿no es cierto?

Ahora parecía todavía más rebelde. Se sonrojó y casi estaba saltando en el mismo lugar.

– ¡Ha sido… Ha sido culpa de Mimi!

– ¡¿De Mimi?! -repitió Cate, estupefacta. Su madre parecía igual de sorprendida por aquel giro en la historia.

– ¡Debería haberme vigilado mejor!

– ¡Tucker Nightingale! -rugió Cate, alterada por aquel atrevimiento de su hijo-. ¡Sube inmediatamente a tu habitación y siéntate en la silla de castigo! ¿Cómo te atreves a echar la culpa a Mimi? Me avergüenza tu actitud. ¡Un hombre decente nunca jamás se atrevería a culpar a otro por sus errores!

El niño lanzó una mirada buscando apoyo y ayuda del señor Harris. Cate se dio la vuelta y le lanzó una severa mirada al hombre, por si se le ocurría decir algo a favor de Tucker. El señor Harris parpadeó, después miró al niño y meneó la cabeza muy despacio.

– Tu madre tiene razón -dijo.

Los pequeños hombros de Tucker se relajaron y empezó a subir, casi arrastrándose, las escaleras hacia su habitación, cada paso lo más lento y pesado que podía un niño de cuatro años. Empezó a llorar. Cuando llegó arriba, se detuvo y sollozó:

– ¿Cuánto tiempo?

– Mucho -respondió Cate. No pensaba dejarlo allí más de media hora, pero para alguien con la energía de Tucker eso sería una eternidad. Además, a Tanner también le tocaría su turno por haber llamado «imbécil» a su hermano. Vale, eso significaba que los dos conocían aquella palabra y sabían cómo utilizarla. Sus hijos ya decían palabrotas.

Cate levantó la barbilla e hizo una mueca hacia Tanner. El niño suspiró y se sentó en el último escalón, esperando su turno para la silla de castigo. Las palabras sobraban.

El señor Harris se aclaró la garganta.

– Mañana en la ciudad compraré una cerradura nueva -dijo, y salió por la puerta.

Cate respiró hondo y se volvió hacia su madre, que parecía realmente alterada.

– ¿Seguro que te los quieres llevar unos días? -le preguntó Cate, cansada.

Sheila también respiró hondo.

– Ya te lo diré mañana -respondió.

Capítulo 7

Debido a la diferencia horaria, Goss y Toxtel llegaron a Boise a última hora de la tarde. Goss supuso que los billetes de avión, al haberlos comprado a última hora, habrían costado una fortuna, pero no era su problema. En lugar de continuar el viaje por la noche, lo que habría significado recorrer en coche una serie de carreteras de montaña que no conocían y con cansancio acumulado, reservaron dos habitaciones en el hotel que había cerca del aeropuerto.

Por la mañana ya conseguirían armas y subirían a una avioneta que los llevaría hasta una pista de aterrizaje que había a unos cincuenta kilómetros de su destino final. Se trataba de un vuelo privado, así que no tendrían ningún problema para subir las armas a bordo. Faulkner les había conseguido un vehículo que los estaría esperando en la pista. Irían en coche hasta Trail Stop, donde les había reservado una habitación en la pensión Nightingale. Hospedarse en el lugar donde se suponía que estaba lo que buscaban era lógico, porque así tenían un motivo para estar allí.

Después de cenar en el restaurante del hotel, Toxtel subió a su habitación mientras que Goss decidió ir a dar una vuelta por Boise; bueno, concretamente, a buscar compañía femenina. Pidió un taxi y entró en un bar de gente soltera que estaba a reventar, descartó a varias mujeres que no lo atraían demasiado antes de decidirse por una preciosa morena de aspecto saludable llamada Kami. A Goss le horrorizaban esos nombres cursis, pero no disponía de mucho tiempo y esa chica sólo iba a estar en su vida el tiempo que tardara en saciar su apetito sexual, vestirse y marcharse.

Fueron al piso de ella, un espacio reducido con dos habitaciones. A Goss siempre le sorprendía que mujeres a las que acababa de conocer lo invitaran a su casa. ¿En qué estaban pensando? Podía ser un violador o un asesino. Vale, era un asesino, pero sólo si le pagaban. Los ciudadanos normales estaban perfectamente a salvo a su lado. Sin embargo, Kami no lo sabía, ni ninguna de las otras mujeres que lo habían invitado anteriormente.

Cuando estaban tendidos en la cama, exhaustos y sudorosos, el uno junto al otro aunque ya ni siquiera los unía la emoción fingida, Goss dijo:

– Deberías tener más cuidado. Conmigo has tenido suerte pero, ¿qué hubiera pasado si llego a ser un chalado que se dedicara a coleccionar ojos o algo así?

Ella se estiró, arqueó la espalda y subió los pechos hacia el techo.

– ¿Y si la chalada que coleccionara ojos fuera yo?

– Lo digo en serio.

– Yo también.

Algo en el tono de su voz hizo que Goss entrecerrara los ojos. Los dos se quedaron mirando a la luz de la lámpara; ella con una mirada fría al tiempo que él desproveía a la suya de cualquier emoción.

– Entonces, supongo que los dos hemos tenido suerte -dijo él.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?

– Te he avisado, y tú me has avisado -y con eso quería decir que ahora ya no podría pillarlo por sorpresa y que, si apreciaba su vida, no lo intentaría. ¿Que estaba desnudo? Ella también. Quizá tenía un cuchillo debajo del colchón, muy a lo Instinto Básico, pero él estaba dispuesto a romperle el cuello si veía que llevaba las manos hacia la almohada o hacia el colchón.

Muy despacio, regocijándose en los movimientos, Kami abrió las manos… y sonrió, con la cabeza ladeada y los ojos juguetones.

– Te he asustado, ¿a que sí?

– Mantén las manos donde están -respondió él, muy frío, mientras se levantaba y recogía su ropa. No le dio la espalda ni siquiera un segundo.

– Venga ya. Tengo de asesina lo mismo que tú.

¿En serio? Si ella supiera… Sin embargo, Goss sentía un cosquilleo en la nuca que le advertía que no bajara la guardia, por mucho que dijera o por muy convincente que sonara.

– Quizá has encontrado la fórmula perfecta para quitarte de encima a un tío después de habértelo tirado -dijo, mientras se ponía los calzoncillos y los pantalones-. Si es así, felicidades… a menos que el próximo al que te ligues crea que estás a punto de arrancarle los ojos y se ponga histérico. Es una buena forma de quitarte los muertos de encima.

Ella puso los ojos en blanco.

– Era una broma.

– Sí, ya. Ja, ja. Me parto de la risa -se puso los calcetines y los zapatos, metió los brazos en las mangas de la camisa y le enseñó los dientes en lo que bien podría haber sido una sonrisa-. Digamos que, si algún día veo en la tele que se busca a una coleccionista de ojos, llamaré a la poli y les daré tu descripción -entonces se le ocurrió algo; se dio la vuelta, vio el bolso que ella había lanzado al suelo y, veloz como un gato, lo cogió.

– ¡Dame eso! -exclamó ella, que se estiró para cogerlo, pero Goss la sujetó y la empujó bocabajo contra el colchón colocándole la mano en la espalda y apoyando su peso en ella para que no se moviera mientras, con la otra mano, vaciaba el bolso en la cama. Ella empezó a resollar al tiempo que intentaba respirar y darse la vuelta, pero él no la soltó. Kami maldijo y lanzó el brazo hacia atrás, con la intención de golpearlo en la entrepierna; Goss se volvió y recibió el impacto en la cadera.

– Cuidadito -le advirtió-. No me hagas enfadar.

– ¡Que te follen!

– Acabas de hacerlo y no, gracias, no quiero la camiseta de recuerdo.

Rebuscó con un dedo entre las cosas que había vaciado en la cama. No tenía cartera; al menos, no en el bolso. Llevaba el dinero en un clip. Aquello le extrañó mucho porque, ¿cuántas mujeres llevaban clips de esos? También había una especie de tarjetero y, en uno de los laterales, encontró el carné de conducir. Lo sacó y miró la fotografía para asegurarse de que era el de ella, y luego se fijó en el nombre.

– Vaya, vaya… Deidre Paige Almond. O sea, que sí que eres una chalada -a ella no le hizo demasiada gracia, porque volvió a maldecir. Goss sonrió porque hacía mucho que no se divertía tanto. Y lo más gracioso era que él también le había dado un nombre falso. Era evidente que las mentes rebuscadas funcionaban de la misma forma-. Déjame adivinar… Kami es un apodo, ¿verdad? -lanzó el carné en la cama junto a ella.

Ella se retorció bajo la mano de Goss y, cuando se dio la vuelta para mirarlo, tenía todo el pelo negro encima de la cara.

– Hijo de puta, ya veremos si te hace tanta gracia cuando te denuncie.