– ¿De qué? -preguntó él, casi aburrido-. ¿Violación? Lástima que tenga la costumbre de llevar encima una grabadora siempre que estoy con una mujer… por si acaso.

– ¡Y una mierda!

– De hecho, es Sony -se golpeó el bolsillo derecho de los pantalones, donde llevaba el móvil-. La calidad de sonido es extraordinaria. Además, ¿qué nombre darías a la policía? -chasqueó la lengua-. En estos tiempos, no te puedes fiar de lo que nadie te diga, ¿no crees? Ha estado bien, pero ahora tengo que marcharme; espero no volver a verte. Y recuerda lo que te he dicho de los ojos. Y si realmente era broma, quizá deberías replantearte el recurso -la soltó y se alejó fuera de su alcance-. No te molestes, ya sé dónde está la puerta -dijo, mientras salía de la habitación.

Ella no se levantó o, al menos, no lo siguió, quizá porque estaba desnuda. Goss salió del edificio y caminó por la agrietada acera. Habían venido con el coche de ella, así que dependía temporalmente de su suerte, pero no le preocupaba. En el bolsillo tenía el móvil y el teléfono de la compañía de taxis a la que había llamado antes. Caminó hasta que llegó a una intersección con carteles en las calles y llamó un taxi.

Si la tal Deidre-Kami hubiera aparecido por la calle en su Nissan de cinco años y hubiera intentado atropellarlo no le hubiera sorprendido pero estaba claro que la chica había decidido no buscarse más problemas. Goss no sabía si era un bicho raro que creía que era divertido fingir ser una asesina en serie psicópata o si realmente era una psicópata, pero todos sus instintos le habían dicho que se largara de aquel piso. Bueno, en realidad, había sido una más de sus interesantes noches.

Después de un tiempo de espera razonable, aunque se acercaba bastante a lo que él consideraba poco razonable, llegó el taxi y él se subió. Al cabo de veinte minutos, entraba silbando en el vestíbulo del hotel, camino de la habitación. Eran más de la una, o sea que no dormiría mucho, pero el entretenimiento había valido la pena.

Se duchó antes de acostarse y se quedó dormido como un bebé hasta que la alarma sonó a las seis. Para descansar bien, nada mejor que tener la conciencia limpia, o mejor todavía, no tener conciencia.

Se suponía que, a las siete, llegaría una caja con las armas a la recepción del hotel, pero se hicieron las siete y nadie había entregado nada. Toxtel llamó a Faulkner, que lo había arreglado todo, y luego esperaron. Goss aprovechó para desayunar. Poco después de las nueve, y treinta minutos después de la hora en que se suponían que tenían que estar despegando, un botones les acercó una caja marcada como «Material de Oficina» y sellado con cinta aislante. Toxtel se hizo cargo de la caja; parecía una especie de ejecutivo, o quizá un comercial, con el traje y la corbata. Goss había preferido ropa más cómoda: unos pantalones de algodón y una camisa de seda, sin corbata. Supuso que las personas que iban a las pensiones estaban de vacaciones, no por trabajo, pero tenía claro que, independientemente de las circunstancia, Toxtel no se iba a quitar el traje y la corbata.

Las armas de la caja estaban limpias, con el número de serie borrado. Las comprobaron en silencio, porque la rutina era eso, rutina. Goss solía llevar una Glock pero, en situaciones como esta, uno tenía que conformarse con lo que se había podido conseguir en un periodo de tiempo tan breve. Las dos pistolas eran una Beretta y una Taurus, con una caja de cargadores para cada una. Goss jamás había utilizado una Taurus y Toxtel sí, así que se la quedó este último, mientras que Goss se quedó la Beretta. Se las guardaron en las bolsas y luego llamaron al piloto de la avioneta para comunicarle que iban de camino.

Como volaban con un avión privado, no tuvieron que pasar el control de seguridad en el aeropuerto. El piloto, un hombre taciturno con la piel curtida de alguien que jamás en su vida se ha comprado protección solar, gruñó un saludo y nada más. Tuvieron que cargar con su propio equipaje, aunque no les importó, y subieron a bordo. El avión era un pequeño Cessna que había vivido su época dorada quizá diez años atrás, pero cumplía los dos principales requisitos: volaba y no necesitaba una pista de despegue kilométrica.

A Goss no le interesaba el paisaje, al menos no el rural. Su idea de una buena vista era desde la terraza de un ático en la ciudad. Sin embargo, tenía que admitir que los resplandecientes ríos llenos de rocas y las montañas recortadas no estaban mal. Sin embargo, lo estaban contemplando desde el mejor punto: el aire. Reforzó aquella opinión cuando, una hora después, la avioneta aterrizó en una polvorienta pista llena de baches y desde donde las montañas rocosas y recortadas parecían amenazadores gigantes. No se veía ninguna ciudad, sólo un edificio de chapa de zinc a cuyas puertas había tres vehículos. Un turismo beige sin marca visible, una vieja camioneta Ford que parecía más vieja que Goss y un Chevrolet Tahoe gris.

– Espero que la camioneta no sea para nosotros -murmuró Goss.

– Seguro que no. Faulkner nos habrá buscado algo mejor, ya lo verás.

La confianza ciega de Toxter en Faulkner irritaba a Goss hasta límites insospechados, pero nunca lo demostraba. Porque no quería que nadie sospechara que odiaba a Faulkner pero, básicamente, porque Hugh Toxtel era el único sicario de Faulkner con el que Goss no quería enemistarse. Y no porque Toxtel fuera una especie de superhombre ni nada por el estilo, sino porque era muy bueno en su trabajo, tanto que Goss lo respetaba mucho. Y Toxtel tenía diez años más de experiencia que Goss, o quizá más.

Cuando bajaron de la avioneta y empezaron a sacar su equipaje de la bodega, un tipo fornido con un mono de trabajo bastante sucio salió del edificio de chapa de zinc.

– ¿Vosotros sois los que habéis pedido un coche de alquiler? -les preguntó.

– Sí -respondió Toxtel.

– Esos os están esperando.

Resultó que «Esos» eran dos chicos jóvenes de la compañía de alquiler de coches; uno salió del Tahoe y su compañero lo siguió. Evidentemente, la paciencia no era su fuerte, porque los dos parecían bastante molestos por la espera. Toxtel firmó unos papeles, los dos chicos se metieron en el turismo beige y desaparecieron levantando una enorme nube de humo.

– Serán desgraciados -gruñó Toxtel, con la mirada fija en el coche mientras se apartaba el polvo de la cara-. Lo han hecho adrede.

Toxtel y Goss metieron sus cosas en el maletero del Tahoe y luego se subieron al enorme coche. En el asiento del copiloto había un mapa doblado con la ruta hasta Trail Stop marcada en rojo y el punto de destino convenientemente señalado. Después de mirar el mapa, Goss se preguntó por qué alguien se había molestado en señalar el pueblo, puesto que era exactamente lo que su nombre indicaba, el final de la carretera.

– El paisaje es bonito -dijo Toxtel al cabo de unos minutos.

– No está mal -Goss se volvió hacia la ventana y vio el cañón que había a su lado. Igual había cien metros de caída libre y la carretera no estaba en unas condiciones envidiables puesto que era una carretera de dos carriles estrecha y apenas pavimentada con unos viejos quitamiedos en algunos de los peores tramos. El problema era que los lugares que él creía que necesitaban quitamiedos no coincidían con el criterio del departamento de carreteras de Idaho. El sol brillaba con fuerza y el cielo estaba totalmente azul y despejado pero, cuando pasaron de un tramo de carretera soleado a uno en la sombra, Toxtel vio que el termómetro del Tahoe descendía unos cinco grados. No le haría demasiada gracia quedarse atrapado en aquellas montañas de noche. Desde que se habían alejado de la pista de aterrizaje, no habían visto ninguna casa ni ningún coche y, a pesar de que apenas llevaban diez minutos en la carretera, a Goss le parecía muy extraño.

Al cabo de media hora, llegaron a una pequeña ciudad con una población de unos cuatro mil y pico habitantes, con calles y semáforos… bueno, sólo había un par, y se relajó un poco. Al menos, había seres vivos.

Desde allí tomaron un desvío a la izquierda, como indicaba el mapa, y cualquier señal de civilización volvió a desaparecer.

– Por Dios, no sé cómo pueden vivir así -murmuró-. Si te quedas sin leche, tienes que hacer una expedición de un día para ir a la tienda.

– Te acabas acostumbrando -dijo Toxtel.

– A mí me parece que el problema es que no conocen nada más. No puedes echar de menos lo que nunca has tenido -después de la siguiente curva, el sol volvió a darles de lleno y el brillo del cristal le hizo entrecerrar los ojos y bostezar.

– Deberías haber dormido un poco anoche, en lugar de ir a buscar marcha -comentó Toxtel, con una nota de disgusto en la voz.

– No fui a buscar marcha; la encontré -dijo Goss, y volvió a bostezar-. Una tía rarísima. Parecía la reina de la belleza agrícola de algún pueblo pero, cuando le dije que no debería llevarse extraños a casa, que era demasiado peligroso y que yo podría haber sido un psicópata, me dijo que igual la psicópata era ella. Y lo dijo con una mirada que me puso los pelos de punta, como si realmente estuviera chalada. Me vestí y salí pitando -obvió la parte de la pelea y el nombre falso.

– Cualquier día te cortarán el cuello -le advirtió Toxtel. Goss se encogió de hombros con indiferencia.

– Es posible.

– No la mataste ni le hiciste nada, ¿verdad? -le preguntó Toxtel al cabo de unos minutos y, a juzgar por su tono, Goss supo que estaba realmente preocupado.

– No soy tonto. Está bien.

– No queremos llamar la atención.

– Te he dicho que está bien. Vive, respira y está entera.

– Vale. No necesitamos complicaciones. Vamos a ese sitio, encontramos lo que buscamos y nos vamos. Y listos.

– ¿Cómo sabremos dónde mirar? ¿Qué le dirás? «¿Oiga, dónde ha dejado las cosas que ese estúpido contable se dejó aquí?»

– Pues no es mala idea. Podríamos decir que nos envía él.

Goss contempló aquella posibilidad.

– Es sencillo -admitió-. Quizá funcione.

La carretera tenía tantas curvas que empezó a marearse. Bajó la ventanilla para que le tocara un poco el aire. La carretera estaba llena de señales de «Prohibido adelantar». Después de pasar la que sería la número quince, murmuró:

– No me jodas.

– No me jodas, ¿qué?

– Todas estas señales de «Prohibido adelantar» En primer lugar, ¿cómo se puede adelantar en ningún sitio en esta mierda de carretera? Es una curva tras otra. Y, en segundo lugar, no hay a qué adelantar.

– Chico de ciudad -dijo Toxtel con una sonrisa.

– Sigue recto -replicó Goss, con la mirada en el mapa-. Tenemos que tomar el próximo desvío a la derecha.

El «próximo» desvío estaba a diez largos minutos. La temperatura había descendido un par de grados más y el aire empezaba a ser frío. Goss se preguntó a qué altura estarían.

La carretera que estaban buscando estaba señalizada por una hilera de unos treinta buzones, aunque clavados en el suelo con distintas inclinaciones, como una hilera de soldados borrachos. También había una señal que decía «Trail Stop», y una flecha y, justo al lado, un cartel donde se leía «Pensión Nightingale».

– Es esa -dijo Toxtel-. No debería costamos mucho encontrarla.

Desde que habían cogido el coche no habían dejado de subir pero, poco después de adentrarse en la estrecha carretera de un único carril, empezaron a descender de forma bastante brusca. El descenso era mucho más pronunciado que la subida y Toxtel, a pesar de poner una marcha más corta, tuvo que pisar el freno.

Desde una curva, vieron lo que debía de ser Trail Stop, un pueblo que se levantaba en una lengua de tierra con el río a la derecha. Parecía que el número de casas coincidía con el número de buzones en la carretera.

Cuando llegaron al valle, cruzaron un estrecho puente de madera que crujió bajo el peso del Tahoe. Goss se asomó por la ventana y observó el enorme caudal del riachuelo que venía de las montañas y desembocaba en el río; el agua era blanca de la fuerza con la que chocaba contra las rocas del lecho del río y sintió un escalofrío en la espalda. El riachuelo no era tan grande como el río que habían visto, pero había algo que le daba mala espina.

– No mires, pero creo que estamos en el escenario de la película Deliverance -susurró.

– Te has equivocado de estado -le respondió Toxtel como si nada, absolutamente relajado entre tanta vida salvaje.

La carretera ascendía ligeramente en una curva hacia una pequeña colina y, cuando llegaron a la cima, Goss cerró los ojos por si acaso venía otro coche en dirección contraria y chocaban y después vieron el pueblo: varios edificios que se levantaban a ambos lados de la carretera. Había varias casas, casi todas pequeñas y viejas, un colmado, una ferretería, unas cuantas casas más y, al final de la carretera a la izquierda, había una casa de estilo Victoriano con unos enormes porches, muy elegante, y con un cartel donde ponía que era una pensión. En el aparcamiento lateral había dos coches y, en el de la parte posterior, otro. La puerta lateral estaba abierta y, a la derecha del garaje, había otra puerta. Quizá sería un buen lugar para empezar a buscar las cosas de Layton, pensó Goss.