– También necesitaremos vistas aéreas -dijo-. Para asegurarnos de que no hay ningún camino rural que los habitantes del pueblo utilicen y no salga en el mapa. El terreno es muy escarpado; creo que si bloqueamos unos puntos concretos, no podrán salir.

Toxtel asintió con aquella expresión decidida con los ojos entrecerrados que revelaba que estaba comprometido con un plan de acción. Goss se dijo que necesitarían dinero y más gente. Ellos dos solos no podían hacerlo. Y también necesitarían a alguien que conociera la zona y el tipo de gente a quien se enfrentarían. Él era muy consciente de sus limitaciones. Él se movía como pez en el agua en el asfalto, no en la tierra del campo. Si tenía que enfrentarse, allí mismo, con un tipo que solía cazar ciervos y otros animales y que seguramente tendría un armario lleno de ropa de camuflaje, estaba perdido. Su mayor punto a favor era su cerebro, y estaba dispuesto a utilizarlo.

– Tendríamos que asegurarnos de que todos los huéspedes de la pensión se hayan marchado -murmuró, pensando en voz alta-. Seguro que hay gente que los espera en casa o espera una llamada.

– ¿Y cómo vamos a saberlo?

– Pues tendrá que ir alguien a preguntar, alguien de por aquí o, al menos, alguien que no parezca sospechoso.

Toxtel encendió el motor y puso la marcha.

– Conozco a alguien a quien podemos llamar.

– ¿Conoces a alguien de aquí?

– No, pero conozco a alguien que conoce a alguien, ¿me sigues?

Goss lo seguía. Apoyó la dolorida cabeza en el asiento e hizo una mueca por el dolor, así que se dejó caer de lado hasta que encontró la ventanilla. El cristal estaba frío, cosa que lo calmó bastante. Cerró los ojos. No querían ir con prisas; se tomarían el tiempo que necesitaran para planearlo todo bien y pulir los detalles. Se durmió imaginándose la lista de cosas que tenían que hacer: cortar la luz, cortar las líneas telefónicas, bloquear el puente, romperle el cuello a ese desgraciado del pueblo. Era como contar ovejas, pero mejor.

Capítulo 10

La casa estaba llena de gente del pueblo que quería saber qué había pasado. De forma casi automática, Cate encendió la cafetera y empezó a servir café, pero Sheila se fijó en la tensa expresión de su hija y dijo:

– Siéntate. Se pueden servir solos.

Cate se sentó. Tucker y Tanner también estaban en el comedor; normalmente, Cate no los dejaba estar allí cuando había clientes, pero hoy era distinto. Hoy no eran clientes sino vecinos reunidos en un momento difícil. Miró la expresión de los niños para ver si realmente se daban cuenta de lo que estaba pasando. Cuando le preguntaron a Calvin por qué llevaba la pistola encima, él les dijo que había una serpiente en el desván y que había tenido que matarla. Obviamente, los niños se emocionaron tanto por la serpiente como por el arma y querían ver las dos cosas, por lo que se quedaron bastante decepcionados al oír que la serpiente ya no estaba. Ellos imaginaban que aquella reunión era por la serpiente… y Cate supuso que estaban en lo cierto. Lo que ellos no sabían era que la serpiente era humana. Ahora estaban en medio de todo aquello, mirando a todo el mundo mientras se discutía la situación.

– Deberías haberlos retenido hasta que hubiéramos venido los demás -le dijo Roy Edward Starkey a Cal. Tenía ochenta y siete años y sus opiniones a menudo reflejaban la visión de cuando a los intrusos que se atrevían a entrar en la casa de un vecino los colgaban del árbol más cercano.

– Parecía más lógico darles lo que habían venido a buscar y dejar que se fueran antes de que alguien resultara herido -respondió Cal, con mucha calma.

– Tenemos que llamar al sheriff -dijo Milly Earl.

– Sí, pero tengo todas las papeletas para que me arresten -dijo Cal-. Golpeé a uno de ellos en la cabeza.

– Yo estoy de acuerdo con Milly -intervino Neenah-. No estoy herida, pero me he llevado un susto de muerte.

– ¿Casi te pica la serpiente? -le preguntó Tucker mientras se le acercaba y se apoyaba en sus piernas. Tenía los ojos azules muy abiertos de la emoción.

– Casi -respondió ella, muy seria, acariciándole el pelo oscuro con la mano. Tanner también se le acercó, sin dejar de mirarla a la cara, y recibió su dulce caricia.

– Guau -dijo Tucker-. ¿Y el señor Hawwis te ha salvado?

– Sí.

– ¿Con la escopeta? -añadió Tanner, en voz baja, cuando vio que Neenah no continuaba.

– Sí, me ha salvado con la escopeta.

Roy Edward miró a los niños, asombrado por el parecido, y lanzó una pregunta a nadie en concreto:

– ¿Quién es quien?

– Es sencillo -respondió Walter Earl con una sonrisa-. El que tenga la boca abierta hablando es Tucker.

Todo el mundo se echó a reír y aquello rebajó un poco la tensión de la sala.

El corazón de Cate rebosaba amor y sintió nacer en su interior un feroz sentido de protección hacia sus hijos. Parecían tan pequeños, allí con la cabeza hacia arriba mientras intentaban entender algo en una habitación llena de adultos hablando. Sólo tenían cuatro años y el gran logro de su vida diaria en estos momentos era aprender a vestirse solos. Su seguridad y bienestar dependían completamente de ella. Se volvió hacia Sheila y dijo:

– Quiero que te marches mañana y te los lleves contigo. Quiero que te los quedes hasta que todo esto haya pasado.

Sheila le cogió la mano y se la apretó.

– ¿Crees que esos hombres volverán? -preguntó, con los ojos entrecerrados. Desde que había regresado del paseo con sus nietos y había descubierto que a su hija la habían estado apuntando con una pistola, no había dicho nada y entonces Cate se dio cuenta, algo tarde, de que su madre también tenía su propio sentido de protección hacia su hija.

– Estoy aterrada -admitió-. Pero, ¿por qué iban a volver? No tienen ningún motivo para hacerlo, porque ya les he dado la maleta, y sé que seguramente sólo será una respuesta al susto, pero me sentiré mejor si te llevas a los niños y están a salvo. Lo peor de todo ha sido pensar que podíais volver en cualquier momento -volvió a sentir el nudo en el estómago y la sensación de terror fue prácticamente idéntica a la que había experimentado hacía un rato-. No sé qué he hecho… -se le rompió la voz y tuvo que apretar las mandíbulas para contener las lágrimas que se le acumulaban en los ojos.

– Sabes lo mucho que quiero llevármelos a casa, pero primero duerme y descansa un poco y ya veremos si mañana piensas igual -Sheila hizo una pausa y luego añadió-. No sabes lo mucho que me fastidia jugar limpio.

El comentario era tan propio de Sheila que Cate dejó de llorar y miró a su madre con una mezcla de amor y cariño.

– Sí que lo sé.

Sherry Bishop se acercó a Cate y le dio unos golpecitos en el hombro.

– Tienes que llamar al sheriff.

– No es que no quiera hacerlo -respondió ella mientras le ofrecía una sonrisa algo temblorosa-. Pero es que creo que no van a poder hacer nada. Seguramente, esos hombres me dieron nombres falsos y ya hace mucho que se han ido. Esto demuestra que el señor Layton no era trigo limpio y, a pesar de que amenazar a alguien con una pistola va contra la ley, la realidad es que nadie está herido. Sí, podría presentar una denuncia, pero seguramente la cosa no iría a más. ¿Para qué molestarme?

– ¡Tenían pistolas! ¡Te han robado! ¡Eso es un delito muy grave! ¡Tienes que llamar a la policía! Tiene que quedar constancia de esto, por si algún día vuelven.

– Supongo que tienes razón -miró a Calvin-, aunque creo que no mencionaré que el señor Harris golpeó a uno de ellos en la cabeza -apartó la mirada muy deprisa, con una extraña sensación. No dejaba de recordar algo con mucha claridad: Calvin con la escopeta apuntando directamente a la cabeza de Mellor. No tenía ninguna duda de que, si hubiera sido necesario, habría apretado el gatillo y estaba segura de que Mellor había pensado lo mismo. En aquellos segundos, había descubierto una faceta de Calvin que jamás imaginó que existiera y le costaba relacionar al terriblemente tímido y amable hombre que le venía a arreglar las averías con el hombre con aquellos ojos tan fríos y el dedo perfectamente tenso en el gatillo.

Nadie mas parecía sorprendido por lo que había hecho, o sea que igual era ella la única que había estado ciega. La realidad era que, desde la muerte de Derek, ella se había dedicado por completo a criar a los niños y a sacar adelante la pensión, y nada más de su alrededor le había llamado la atención. No había sentido curiosidad por ninguno de sus vecinos ni había hecho preguntas que la habrían informado de quién y qué eran más allá de la cara que veía cada mañana. Había pasado esos años encerrada en sí misma, ocupándose de su trabajo y bloqueando cualquier otro tipo de información. Con lo destrozada que estaba, había sido la única forma de sobrevivir.

¿Qué más se escondía detrás de la amabilidad de sus vecinos? Neenah era su mejor amiga en el pueblo, pero realmente no sabía nada sobre ella. Ni siquiera sabía por qué había dejado la orden religiosa. ¿Era porque Neenah no quería hablar de eso o porque Cate nunca se lo había preguntado? Se sintió avergonzada y dolida consigo misma por los años de amistad perdidos, por los momentos en que podría haber estado ahí y no lo había hecho.

Ahora todos sus vecinos estaban allí; habían venido en cuanto habían oído que había tenido problemas. No tenía ninguna duda de que, si lo hubieran sabido antes, se habrían enfrentado a Mellor y a Huxley con las armas que hubieran podido encontrar. Después de vivir con ellos tres años, tuvo la sensación de que los veía por primera vez. Justo en ese momento, Roy Edward se había sentado y se estaba sacando cosas del bolsillo para hacer hablar a Tanner. A raíz de sus encuentros anteriores con Roy Edward, Cate creía que era un cascarrabias y un impaciente, pero ahora parecía haber conseguido su objetivo, porque Tanner se había quitado el dedo de la boca y se le estaba acercando con cara de interesado mientras analizaba una navaja suiza y una avellana.

Milly se acercó a Cate.

– Si no te importa que me adueñe de tu cocina, prepararé un poco de té para Neenah y para ti. Dicen que, para los nervios, el té va mejor que el café. No sé por qué, pero eso dicen.

– Me encantaría una taza de té -dijo, con una sonrisa, aunque no era verdad. Neenah y ella estaban tomando té cuando Mellor había entrado en la cocina y las había apuntado con la pistola. Sospechaba que Milly necesitaba hacer algo y donde mejor se desenvolvía era en la cocina. Neenah había oído el ofrecimiento de Milly; Cate miró al otro lado del comedor y sus miradas se cruzaron. En el rostro de Neenah se dibujó una sonrisa pero luego adoptó un aire compungido. A ella tampoco le apetecía una taza de té.

En lugar de retrasar la llamada, y porque también quería compartir con todo el mundo lo que le dijera el agente Seth Marbury, Cate fue hasta el cuarto de estar familiar y volvió a llamar a la oficina del sheriff. El policía no cogió el teléfono, así que dejó un mensaje en el contestador, colgó, se reclinó en el sofá, cerró los ojos y, aprovechándose de la relativa paz que se respiraba en la casa, intentó tranquilizarse. Oía las voces que llegaban del comedor, algunas más enfadadas que otras pero, básicamente, la conversación fue relajada.

El teléfono sonó antes de que hubiera reunido fuerzas para regresar al comedor. Era Marbury que le devolvía la llamada.

– No estoy seguro de haber entendido lo que ha dicho -hablaba en un tono serio y cauteloso, lo que significaba que lo había entendido perfectamente pero que no estaba seguro de creérselo.

– Hoy han llegado dos hombres -le explicó ella- y, poco después, uno de ellos bajó a la cocina y nos apuntó a Neenah Dase y a mí con una pistola. Nos pidió que le entregáramos las cosas que Jeffrey Layton se había dejado en la pensión. Lo hice y luego se marcharon. Creo que ahora ya podemos decir que el señor Layton no era trigo limpio, y estos dos hombres tampoco.

– ¿Cómo se llamaban? -preguntó Marbury.

– Mellor y Huxley.

– ¿Y los nombres?

– Un momento -se levantó para ir al pasillo a buscar el libro de registros y se quedó parada cuando vio a Calvin Harris en la sala, escuchando la conversación. También era asunto suyo, así que Cate le hizo un gesto para que se acercara mientras ella iba a por el libro-. Se registraron con los nombres de Harold Mellor y Lionel Huxley.

– ¿Cómo pagaron?

– El hombre que llamó ayer por la tarde e hizo la reserva me dio un número de tarjeta de crédito. Creo que era el mismo hombre que fingió trabajar en la compañía de alquiler de coches. Es imposible saberlo, pero creo que era la misma voz. Y el identificador de llamadas ponía Número privado; las dos veces.

– ¿A qué nombre va la tarjeta?