Al Amparo De La Noche

© Copyright 2006 by Linda Howington

Título original: Cover of Night

Traducción: Mireia Teres Loriente

Capítulo 1

El huésped que se alojaba en la habitación 3 de la pensión Nightingale, que para Cate Nightingale era la de los hombres porque desprendía un aire eminentemente masculino, apareció en la puerta del comedor, se detuvo en seco y retrocedió para esconderse tras la pared. La mayor parte de los clientes que estaban disfrutando del desayuno ni siquiera se fijaron en la breve aparición de aquel hombre y, los que lo hicieron, seguramente pensaron que no había nada raro en aquella repentina desaparición. Aquí en Trail Stop, Idaho, la gente solía ocuparse de sus asuntos y, si a uno de los huéspedes no le apetecía desayunar en el comedor, a nadie le parecía extraño.

Cate lo vio, pero sólo porque en el momento en que el huésped se volvió de forma abrupta, ella salía de la cocina, que estaba situada justo enfrente del comedor, con una bandeja de lonchas de jamón. Se dijo que, en cuanto pudiera, tendría que subir a ver si ese hombre, que se llamaba Jeffrey Layton, quería que le llevara una bandeja con el desayuno a la habitación. A algunos huéspedes no les gustaba desayunar con desconocidos, así de sencillo. Subir una bandeja a las habitaciones no era algo excepcional.

La pensión Nightingale llevaba abierta casi tres años. Tenía pocos clientes que se quedaran a pernoctar, pero el desayuno era todo un éxito. Abrir el comedor al público para el desayuno había sido una idea afortunada. En lugar de instalar una mesa grande donde todos los huéspedes se sentaran juntos (eso asumiendo que tuviera las cinco habitaciones ocupadas, algo que hasta ahora jamás había sucedido), Cate había colocado cinco mesas pequeñas, cada una con cuatro sillas, para que los huéspedes, si lo deseaban, pudieran comer con cierta privacidad. La gente de la pequeña comunidad de Trail Stop pronto descubrió que la pensión ofrecía buena comida y, antes de darse cuenta, empezaron a preguntarle si le parecía bien que fueran a tomar café allí por la mañana, acompañado de sus magdalenas de arándanos.

Como era una recién llegada, quería integrarse en la comunidad y, como le sobraban sillas, accedió, a pesar de que en su fuero interno lamentó el gasto extra que aquello supondría. Los primeros días, cuando los clientes se disponían a pagar, no sabía qué cobrarles, porque el desayuno estaba incluido en el precio de la habitación; eso la obligó a escribir a mano un menú con los precios y colgarlo en el porche, junto a la puerta lateral, que era la que utilizaban los habitantes del pueblo en lugar de dar toda la vuelta hasta la entrada principal de la vieja casa. Al cabo de un mes, había tenido que hacer sitio para una sexta mesa, con lo que la capacidad total del comedor era de veinticuatro personas. Sin embargo, a veces ni eso bastaba, sobre todo cuando tenía huéspedes. Cuando no quedaban sillas, era habitual ver a hombres tomándose un café y una magdalena apoyados en la pared.

Sin embargo, hoy era el Día de los Bollos. Un día a la semana, en lugar de magdalenas, hacía bollos. Al principio, los hombres de la comunidad, que básicamente procedían de ranchos y madererías, se mostraron recelosos ante la nueva «pastelería fina», pero los bollos enseguida se convirtieron en un éxito de la casa. Cate había probado varios sabores, pero el favorito de todos era el de vainilla, porque iba muy bien con cualquier mermelada.

Cate dejó la bandeja de lonchas de jamón justo en medio de una mesa, a la misma distancia exactamente de Conrad Moon y de su hijo, para que ninguno de los dos pudiera acusarla de favoritismos. Había cometido ese error una vez y, desde entonces, los dos hombres no habían dejado de comentar a quién prefería Cate. Gordon, el hijo, bromeaba pero ella tenía la desagradable sensación de que Conrad buscaba una tercera esposa y pensaba que ella era la candidata perfecta. Ella opinaba lo contrario, así que siempre se aseguraba de no darle alas y colocaba la comida justo en el centro de la mesa.

– Qué buena pinta tiene -dijo Gordon, como cada día, mientras alargaba la mano para coger una loncha con el tenedor.

– Mejor que buena -añadió Conrad, que no podía permitir que Gordon le ganara en los cumplidos.

– Gracias -respondió ella y se marchó, sin dar la oportunidad a Conrad de añadir nada más. Era un buen hombre, pero tenía la edad de su padre y, aunque no hubiera estado tan ocupada para pensar en salir con alguien, seguro que no lo habría escogido a él.

Cuando pasó junto a la cafetera Bunn, comprobó los niveles de café y se detuvo para llenar de nuevo el depósito. El comedor todavía estaba a rebosar; esta mañana, la gente estaba alargando el desayuno más de la cuenta. Joshua Creed, un guía de caza, estaba con uno de sus clientes y, cuando estaba Creed, los chicos siempre se quedaban más tiempo para hablar con él. Desprendía un aire de liderazgo y autoridad al que la gente respondía de forma natural. Cate había oído que era un militar retirado, y se lo creía; todo él emanaba poder, desde la intensa y directa mirada hasta la mandíbula y los hombros cuadrados. No venía muy a menudo pero, cuando lo hacía, solía ser el centro de una respetuosa atención.

El cliente, un apuesto hombre moreno que Cate calculaba que debía de estar cerca de la cuarentena, era el tipo de forastero que a ella menos le gustaba. Era obvio que tenía dinero, porque podía permitirse pagar a Joshua Creed como guía de caza y, a pesar de que llevaba vaqueros y botas como los demás, se aseguró, de una forma sutil y otra menos sutil, de que todo el mundo supiera que era alguien importante a pesar de su actitud de camaradería. Para empezar, se había arremangado la camisa y lucía sin ruborizarse el reloj con diamantes incrustados que llevaba en la muñeca izquierda. También hablaba un poco más alto y un poco más entusiasmado que los demás, y no dejaba de mencionar sus experiencias en una cacería en África. Incluso dio una lección de geografía a todo el comedor al explicarles dónde estaba Nairobi. Cate consiguió reprimir las ganas de poner los ojos en blanco ante la asunción de que «local» equivalía a «ignorante». «Raro» quizá sí, pero no «ignorante». El tipo en cuestión también se tomó la molestia de explicar que cazaba animales únicamente para fotografiarlos y, a pesar de que a nivel emocional Cate lo aprobaba, su sentido común le susurró que sólo lo decía para tener donde escudarse en caso de volver con las manos vacías. Le sorprendería mucho que realmente fuera fotógrafo de algo.

La línea divisoria entre su vida anterior y la actual era tan definida que a veces tenía la sensación de no ser ni siquiera la misma persona. No se había producido ningún cambio gradual, nada que le diera tiempo a analizar y procesar, a crecer y convertirse en la mujer que era ahora; en lugar de eso, sólo hubo cortes profundos y cambios abruptos y traumáticos. El periodo entre la muerte de Derek y su decisión de mudarse a Idaho fue un inclinado y estrecho valle que jamás había visto el sol. En cuanto ella y los chicos se instalaron aquí, estuvo tan ocupada con las obras de la pensión y poniéndola en marcha que ni siquiera tuvo tiempo de sentirse una extraña. Y en cuanto se relajó un poco, casi sin saberlo, descubrió que ya formaba parte de las actividades de la comunidad, igual que en Seattle; incluso más, porque Seattle era como todas las grandes ciudades, llenas de extraños y donde la gente se mueve dentro de su burbuja personal. Aquí, conocía a todo el mundo, literalmente.

Justo antes de llegar a la puerta de la cocina, ésta se abrió, Sherry Bishop asomó la cabeza y dibujó una mirada de alivio en cuanto vio que Cate se acercaba.

– ¿Qué pasa? -preguntó Cate en cuanto entró en la cocina. Antes que nada, miró a la mesa, donde sus gemelos de cuatro años, Tucker y Tanner, desayunaban un cuenco enorme de cereales; estaban sentados en sus tronas, exactamente en el mismo sitio donde los había dejado. Estaban parloteando, riendo y retorciéndose, como siempre; en su mundo todo estaba bien. Bueno, Tucker parloteaba y Tanner escuchaba. Cate no podía evitar preocuparse por lo poco que Tanner hablaba, pero el pediatra no lo había encontrado extraño. «Está perfecto -había dicho el doctor Hardy-. No necesita hablar, porque Tucker lo hace por los dos. Cuando tenga algo que decir, hablará.» Y puesto que Tanner era completamente normal en todo lo demás, incluyendo la comprensión, Cate tenía que asumir que el pediatra tenía razón, aunque seguía estando preocupada. No podía evitarlo; era madre.

– Se ha roto una tubería debajo del fregadero -dijo Sherry, algo nerviosa-. He cerrado la llave de paso, pero tenemos que arreglarlo lo antes posible. Los platos sucios se nos acumulan en las mesas.

– Oh, no -aparte del problema obvio de no tener agua para cocinar o fregar los platos, a Cate se le avecinaba otro problema todavía mayor: su madre, Sheila Wells, estaba de camino desde Seattle para quedarse con ella una semana y llegaba esa misma tarde. Teniendo en cuenta que su madre no estaba demasiado de acuerdo con la decisión de Cate de marcharse con los niños, ya se imaginaba sus comentarios acerca de lo remoto del pueblo y de la ausencia de comodidades modernas para que encima no hubiera agua en la casa.

Siempre pasaba algo; aquella casa vieja parecía que necesitaba reparaciones constantes, algo lógico si uno había decidido vivir en una casa con bastantes años encima. Sin embargo, su economía estaba calculada hasta el último dólar y sólo podía permitirse hacer reparaciones tres veces al mes. «Quizá la próxima semana no pase nada…», pensó con un suspiro.

Descolgó el teléfono de la cocina y, desde la memoria, llamó a la ferretería Earl.

Respondió el propio Walter Earl, y lo hizo tras el primer tono, como siempre.

– Ferretería -dijo. No necesitaba más identificación, puesto que en el pueblo sólo había una ferretería y él era el único que cogía el teléfono.

– Walter, soy Cate. ¿Sabes dónde está hoy el señor Harris? Tengo una emergencia en la instalación de agua.

– ¡El señol Hawwis! -exclamó Tucker en cuanto oyó el nombre del manitas del pueblo. Emocionado, golpeó la mesa con la cuchara y Cate tuvo que taparse el oído libre para poder escuchar lo que decía Walter. Los dos niños la estaban mirando muy atentos, alegres ante la idea de ver al señor Harris. El manitas de la comunidad era una de sus personas preferidas porque les fascinaban sus herramientas y a él no le importaba que jugaran con las llaves inglesas y los martillos.

Calvin Harris no tenía teléfono, pero cada mañana pasaba por la ferretería para recoger todo lo que iba a necesitar durante el día, de modo que Walter solía saber dónde podían encontrarlo. Al principio de llegar a Trail Stop, a Cate le sorprendió mucho que, en estos días, alguien no tuviera teléfono, pero ahora ya se había acostumbrado al sistema y le parecía algo normal. Que el señor Harris no tenía teléfono, pues no tenía teléfono. Nada más. La comunidad era tan pequeña que encontrarlo no suponía ningún problema.

– Está aquí mismo -dijo Walter-. Te lo envío ahora mismo.

– Gracias -respondió Cate, satisfecha de no tener que ir llamando casa por casa hasta dar con él-. ¿Podrías preguntarle cuánto cree que tardará?

Escuchó cómo Walter hablaba con alguien y luego escuchó unos sonidos más suaves e incomprensibles que reconoció como la voz del señor Harris.

Volvió a escuchar a Walter con claridad.

– Dice que tardará unos minutos.

Cate se despidió, colgó y soltó un suspiro de alivio. Con un poco de suerte, el problema sería menor y volverían a tener agua dentro de unas horas, y además con un impacto mínimo en su economía. Con ese panorama, y viendo que necesitaba las reparaciones del señor Harris tan a menudo, se había empezado a plantear si no le saldría más económico ofrecerle alojamiento y comida gratis a cambio de su trabajo. Vivía en una habitación encima del colmado y, aunque era más grande que cualquiera de las de la pensión, pagaba el alquiler y ella estaba dispuesta a añadir la comida en el trato. Tendría una habitación menos para alquilar, pero como la pensión no estaba siempre llena. Lo único que la frenaba era la ligeramente indeseable idea de tener a alguien en casa de forma permanente con ella y los niños. Con lo ocupada que estaba durante el día, quería que las noches fueran sólo de los tres.

Sin embargo, el señor Harris era tan tímido que se lo imaginaba murmurar algo después de la cena, subir a su habitación y desaparecer hasta la mañana siguiente. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si los niños querían estar con él en lugar de con ella? Se sintió insignificante y mezquina por preocuparse por algo así pero… ¿y si lo preferían a él? Ella era el centro de sus jóvenes vidas y no estaba segura de estar preparada para dejar de serlo. Algún día tendría que hacerlo, pero ahora solo tenían cuatro años y eran lo único que le quedaba de Derek.