En cuanto los gemelos se levantaron, empezaron a pedirle a Cate si podían visitar la casa de Mimi así que, por lo visto, Sheila había hecho su trabajo a la perfección. Cate fingió reticencia, para que todavía tuvieran más ganas de ir. Lo último que quería era tener que meter a sus hijos en el coche de su madre a rastras antes de que se fueran. Pero tampoco quería aceptar la propuesta a la primera y darles la idea que estaba deseando que se fueran. Engañar a niños de cuatro años era todo un ejercicio de equilibrio.
Sheila llamó a la compañía aérea para preguntar si podía cambiar la fecha de regreso y si podía comprar dos billetes más para los niños. El único vuelo que podía coger era al día siguiente a las once de la mañana, lo que significaba que los niños y ella tendrían que salir, como mínimo, a las seis de la mañana. Tenía que ir hasta Boise, devolver el coche y llevar a los niños y las maletas hasta la puerta de embarque, aparte de encontrar un momento para darles de comer antes de subir al avión. También llamó al padre de Cate para decirle que volvía antes de lo previsto y que traía a los niños. «Prepárate», le dijo, entre risas.
El agente Marbury vendría a las once de modo que, en cuanto se marcharon todos los clientes, Cate limpió la cocina y el salón a toda prisa. Los escaladores habían cogido una magdalena y se habían marchado temprano, ansiosos por disfrutar de otro día de montaña. Cate recordaba cuando Derek y ella eran así, con un único objetivo en la cabeza: poner a prueba su fuerza y su habilidad en las rocas. Se marchaban al día siguiente, así que era su último día para disfrutar de su deporte preferido.
A las once menos cuarto, subió a su habitación a cambiarse, cepillarse el pelo y ponerse un poco de brillo de labios. A medio camino, oyó ruido y a los niños riéndose a carcajadas en su habitación. Como la experiencia le decía que una lucha de cojines y ver plumas volando por toda la habitación les parecía muy divertido, subió el resto de las escaleras corriendo.
Se detuvo en seco en la puerta, parpadeando. Los dos niños estaban desnudos, pegando saltos y riéndose tanto que caían al suelo cada dos por tres. Tras ella, oyó a Sheila que también subía las escaleras corriendo.
– ¿Están bien?
– ¿Qué diantre… Qué estáis haciendo? -preguntó Cate, absortamente perpleja. Se volvió hacia Sheila y le dijo-. Están bien. Se han desnudado y están saltando -miró a los chicos-. Niños, ya basta ¡Dejad de saltar! Decidme qué estáis haciendo.
– Hacemos bailar nuestras pililas -dijo Tanner que, por una vez, se adelantó a su hermano, pero sólo porque Tucker estaba riendo tanto que no podía hablar.
– Vuestras… -empezó a decir Cate, pero luego se echó a reír. Hacían tanta gracia saltando y señalándose la «pilila», y se lo estaban pasando tan bien que Cate sólo pudo menear la cabeza y reír con ellos.
Vio un destello a su lado y dio un respingo. Era Sheila, con una cámara digital en la mano.
– Ya está -dijo, satisfecha-. Ya tienes algo con qué chantajearlos cuando tengan dieciséis años.
– ¡Mamá, se morirán de vergüenza!
– Eso espero. Habría dado cualquier cosa por tener algo así para frenar a tu hermano. Haré un par de copias cuando llegue a casa. Espera, algún día me lo agradecerás.
Sonó el timbre y Cate miró el reloj. Si era Marbury, llegaba temprano, y ya no tendría tiempo de arreglarse. Gruñó y dijo:
– ¿Los vistes, por favor, mientras yo voy abajo? Seguramente será el policía del condado.
Bajó corriendo las escaleras y abrió la puerta. Vio a Calvin Harris con una caja de la ferretería de Earl en una mano y la caja de herramientas en la otra; a su lado había un fornido hombre que no conocía pero, al ver que llevaba una pistola en el cinturón, estuvo convencida de que se trataba de Marbury. Tenía el pelo castaño y llevaba vaqueros, un polo y una cazadora azul marino.
– ¿Señora Nightingale? -sin dejarla responder, añadió-. Soy Seth Marbury, agente de la oficina del sheriff.
– Sí, pase por favor -mientras lo dejaba entrar, Cate lanzó una rápida mirada al piso de arriba, donde todavía se oían risas infantiles. También oía a su madre, que parecía cada vez más frustrada, diciéndoles a los niños que dejaran de hacer bailar las pililas y se vistieran y, evidentemente, veía cómo los niños la ignoraban. Los golpes de los saltos resonaban en el piso de abajo.
Los dos hombres miraron hacia arriba. Cate se sonrojó.
– Yo eh… tengo gemelos -le explicó a Marbury-. Tienen cuatro años -y, al parece aquella era toda la explicación necesaria.
– ¡Tannel, mira! -oyó gritar a Tucker con su voz de pito-. ¡La mil, hace zigzag!
¿Zigzag?
Sheila perdió la paciencia y se hartó de las buenas maneras y, con su voz más severa, parecida a la de un sargento del ejército, les dijo:
– ¡Ya basta! No quiero ver más pililas haciendo zigzag. No quiero ver vuestras pililas bailando, saltando, cantando ni nada por el estilo. Quiero ver esas pililas dentro de los calzoncillos, ¿entendido? Si vais a venir a casa conmigo, tenemos que hacer muchos planes, y no puedo hacer planes si veo vuestras pililas haciendo cosas.
«Una verdad como un templo», pensó Cate mientras reprimía una carcajada. Intentó no mirar a los hombres que tenía delante porque sabía que si lo hacía, se echaría a reír. ¿Pililas camarinas? Sheila estaba en plena forma.
Evidentemente, ella no era la única que estaba a punto de echarse a reír. Calvin se dirigía hacia las escaleras, sin ni siquiera mirar a Cate.
– Yo… eh… voy al desván a cambiar la cerradura -dijo, y subió las escaleras casi corriendo.
Cate respiró hondo y expulsó el aire hacia arriba, por si eso le ayudaba a refrescarse la cara.
– Vayamos a la sala. Mi madre los tranquilizará en un minuto.
Marbury chasqueó la lengua mientras la seguía hasta la sala.
– No deben dejarla ni respirar.
– Hay algunos días peores que otros, y hoy es uno de ellos -dijo, muy seria. Por suerte, el alboroto en el piso de arriba se calmó. Seguro que la ilusión por hacer planes para ir a casa de Mimi había podido más que la ilusión por hacer bailar las pililas.
Afortunadamente, Marbury no le preguntó qué estaba pasando arriba, aunque era bastante obvio. Además, él también había sido pequeño. Pero Cate no quería imaginárselo haciendo algo ni siquiera remotamente parecido a lo que hacían sus hijos. Quería verlo estrictamente como un agente de la ley.
– Ya le he tomado declaración al señor Harris -dijo y, de repente, Cate vio el peligro de tener que hacer una declaración, porque no sabia lo que Calvin le había dicho. ¿Le había dicho que había golpeado a Huxley en la cabeza? Apostó a que no lo había hecho, y en realidad ella no lo había visto, así que empezó por el principio e incluso le dijo que tuvo la sensación de que había alguien escuchándola mientras hablaba con Neenah en la cocina y que enseguida sospechó de esos dos hombres.
Cuando terminó, Marbury suspiró y se frotó los ojos. Cate se dio cuenta de que parecía cansado; debía de tener mucho trabajo y, a pesar de todo, había encontrado tiempo para venir y tomarles declaración.
– Seguro que esos dos hombres ya están muy lejos de aquí. Ayer no volvió a verlos, ¿verdad?
Cate meneó la cabeza.
– Debí de haberle llamado antes -admitió-, pero no lo pensé. Estábamos bien, sólo un poco asustadas, ya me entiende. Todo el mundo hablaba de eso y los niños estaban escuchando y yo… -levantó las manos, impotente-. Si le hubiera llamado, podría haberlos atrapado.
– Podría haberles acusado de algo, sí, pero habríamos tenido que ponerlos en libertad bajo fianza, se habrían marchado y no hubiéramos vuelto a saber de ellos. Me desespera, pero el condado no tiene los recursos para perseguir a acusados que se marchan a otro estados, sobre todo cuando nadie ha resultado herido y lo único que se han llevado es una maleta que ni siquiera era suya, señora Nightingale. ¿Está segura de que no había nada de valor dentro?
– Lo más caro era el par de zapatos y yo misma los metí allí dentro. Cuando entré en la habitación, no estaban en la maleta.
Marbury cerró su libreta.
– Entonces, eso es todo. Si vuelve a verlos, llámeme inmediatamente pero, ahora que tienen lo que querían, seguro que no volverán.
Con la distancia de una noche entre ayer y ahora, Cate estaba de acuerdo con él. Hoy estaba mucho más tranquila y empezaba a arrepentirse de haberle pedido a su madre que se llevara a los niños, pero ahora los planes ya estaban en marcha y los niños estaban muy ilusionados ante la idea de ir a casa de Mimi.
De repente, volvieron a oír gritos y Cate, que ya estaba acostumbrada a los distintos gritos de sus hijos, interpretó que esos eran de alegría.
– Seguro que han visto al señor Harris -le dijo a Marbury-. Les encanta la caja de herramientas.
– Es comprensible -respondió él con una sonrisa-. Un niño, un martillo… claro que les encanta.
Salieron de la sala y vieron cómo Calvin bajaba las escaleras, precedido de los niños, que revoloteaban a su alrededor.
– ¡Mamá! -dijo Tucker en cuanto la vio-. ¡El señor Hawwis me ha dejado coger la llave ingleza?
– Inglesa -lo corrigió Cate de forma automática, mientras miraba a Calvin, que tenía una mirada tranquila y serena como siempre.
– Inglesa -repitió Tucker mientras agarraba el mango del martillo, que estaba en el bolsillo de los pantalones de Calvin, y estiraba.
– Deja de tirar de la ropa del señor Harris -dijo Cate-, antes de que se la arranques.
En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, Cate notó que se sonrojaba. ¿Qué le pasaba? Hacía años que no se sonrojaba y ahora parecía que, desde ayer, no hacía otra cosa. Todo parecía tener un doble sentido, o parecía abiertamente sexual y, sí, la idea de arrancarle la ropa a Calvin parecía definitivamente sexual.
Aquello la sorprendió.
¿Calvin? ¿Sexual?
¿Porque las había salvado ayer? ¿Acaso le estaba atribuyendo un papel heroico y, siguiendo el modelo histórico de las relaciones hombre-mujer, respondía de forma inconsciente a aquella demostración de fuerza?
Había asistido a clases de antropología, porque le parecían interesantes, así que conocía la dinámica de los instintos sexuales. Tenía que ser eso. Las mujeres respondían ante los hombres fuertes, poderosos o heroicos.
En los tiempos de las cavernas, eso significaba mayores posibilidades de supervivencia. Las mujeres ya no tenían que hacerlo, pero los viejos instintos permanecían intocables; ¿cómo, si no, podría explicarse que Donald Trump resultara atractivo a tantas mujeres?
Aquello la relajó. Ahora que sabía qué provocaba aquella repentina sensibilidad, podía controlarla.
Presentó los gemelos a Marbury y, lógicamente, enseguida vieron la pistola y quedaron maravillados de estar frente a un policía, aunque los decepcionó un poco que no llevara uniforme. Al menos, estaban distraídos y Cate pudo preguntar a Calvin:
– ¿Qué te debo?
Él sacó la factura de la cerradura del bolsillo y se la dio. Sus dedos se rozaron y Cate contuvo un escalofrío que quería estremecerla de arriba abajo, al tiempo que recordó esas poderosas manos sujetando la escopeta y el dedo fijo en el gatillo. También recordó cómo las había abrazado a Neenah y a ella, con sus cálidos y acogedores brazos, con su esbelto cuerpo sorprendentemente musculoso y duro debajo del mono vaquero.
Maldita sea. Ya volvía a sonrojarse.
Y él no.
Capítulo 12
– A ver -dijo su madre como si nada por la noche, mientras hacían las maletas de los niños-, ¿hay algo entre Calvin Harris y tú?
– ¡No! -asombrada, Cate casi dejó caer el par de vaqueros que estaba doblando y miró a su madre-. ¿Por qué lo dices?
– Por… algo.
– ¿El qué?
– Por cómo estáis juntos. Un poco incómodos, y apartáis la mirada cuando el otro mira.
– Yo no aparto la mirada.
– Si no fuera tu madre, quizá ese tono indignado te serviría, pero yo te conozco demasiado bien.
– ¡Mamá! No hay nada. Yo no… No he… -se detuvo y apoyó las manos en las rodillas mientras acariciaba el pequeño vaquero con los dedos-. No desde que Derek murió. No me interesa salir con nadie.
– Pues deberías. Ya han pasado tres años.
– Lo sé -y era verdad, pero saber algo y hacerlo eran dos cosas distintas-. Es que… los niños y la pensión me roban casi todo el tiempo y la mera idea de añadir algo más, alguien más, a la mezcla sería demasiado. Y no aparto la mirada -añadió-. Estaba preocupada por tener que prestar declaración ante Marbury porque no sabía si Calvin le había dicho que golpeó a Huxley en la cabeza. Si he apartado la mirada, ha sido por eso.
– Pues él te mira.
Cate se echó a reír.
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