– Sí, y seguramente se sonroja mientras aparta la mirada lo antes posible. Es muy tímido. Creo que estos dos últimos días le he oído hablar más que en los últimos tres años. No quieras ver más de lo que hay. Seguramente, aparta la mirada de todo el mundo.
– No es verdad. No he notado que sea especialmente tímido. Cuando estaba cambiando la cerradura del desván y los niños estaban prácticamente encima de él, hablaba conmigo como lo hace con Sherry o con Neenah.
Cate hizo una pausa y recordó el día que oyó a Calvin hablar con Sherry. Evidentemente, había algunas personas con las que se sentía más cómodo, y estaba claro que ella no era una de ellas. Aquello le provocó una punzada de dolor en la boca del estómago. Instintivamente, se negó a estudiar el motivo del dolor y se obligó a volver a la conversación.
– Da igual. Antes de que empieces a fantasear con nosotros, piensa un momento: ninguno de los dos es un buen partido. Yo estoy eróticamente arruinada y tengo dos niños. Él se dedica a arreglar cosas. Los pretendientes no hacen cola en nuestra puerta.
Sheila apretó los labios para contener una risa.
– En tal caso, haríais muy buen pareja, puesto que sois tan iguales.
Cate no sabía si alegrarse o asustarse. ¿Ahora resulta que estaba al nivel del manitas del pueblo? Sus padres no la educaron en un sistema clasista, pero había trabajado en el mundo empresarial y tenía ambiciones. No eran muy grandes, pero existían. Por lo que sabía, Calvin estaba perfectamente satisfecho con lo que hacía. Por otro lado, teniendo en cuenta que Cate había elegido llevar una pensión, ¿qué le podría venir mejor que vivir con alguien que sabía arreglarlo todo? Dios sabe que, sin él, no habría podido sobrevivir esos tres años.
Se echó a reír.
– Bueno, en realidad he considerado la opción de pedirle que se instale aquí.
Su madre parpadeó, sorprendida.
– Darle alojamiento a cambio de los arreglos -explicó Cate, riéndose mientras se levantaba para ir a buscar la ropa interior de los niños a la cómoda. Se asomó por la puerta para ver cómo estaban los pequeños, que jugaban con sus coches y camiones en el pasillo. Los había puesto allí para que su madre y ella pudieran hacer la maleta tranquilamente sin tenerlos a ellos ayudando, porque habría sido caótico. Estaban levantando una especie de fuerte y lo tiraban al suelo empotrando los coches con él. Así estarían entretenidos un buen rato.
– Cariño, va siendo hora que empieces a plantearte volver a salir con hombres -continuó Sheila-. A pesar de que Dios sabe que las opciones aquí son tan limitadas que lo único a escoger es Calvin. Si volvieras a Seattle…
Ah, claro; ese era el motivo que se escondía detrás del interés de su madre por Calvin. Cate hizo una mueca. Sólo era una campaña más para que dejara Idaho.
Cate esperó a respirar hondo y calmarse y luego alargó el brazo y acarició la mano de su madre.
– Mamá, de todos los consejos que me has dado, ¿sabes cuál es el que más valoré?
Sheila retrocedió un poco y miró a su hija con recelo.
– No, ¿cuál?
– Cuando Derek murió, me dijiste que habría mucha gente que vendría a darme consejos sobre vivir, salir con alguien y esas cosas, y me dijiste que no los escuchara, ni siquiera a ti, porque el dolor necesita su tiempo y ese tiempo es distinto para todo el mundo.
Si había algo que Sheila odiaba era ver cómo sus propias palabras se volvían en su contra.
– ¡Pues qué bien! -exclamó en un tono de desprecio-. ¿No me digas que te tragaste todas esas paparruchas?
Cate se echó a reír y se dejó caer en la cama de Tanner, con los puños de la victoria alzados hacia el techo.
Sheila le lanzó un par de calcetines hechos una bola.
– Desagradecida -murmuró.
– Sí, ya lo sé: estuviste veinte días de parto…
– Veinte horas. Pero me parecieron días.
Los dos niños entraron corriendo en la habitación.
– Mamá, ¿qué hace tanta gracia? -le preguntó Tucker mientras saltaba a la cama con ella.
– ¿Qué hace tanta gracia? -repitió Tanner, que se subió al otro lado.
Cate los abrazó.
– Mimi. Me ha estado explicando unas historias muy divertidas.
– ¿Qué historias?
– De cuando era pequeña.
Los niños abrieron los ojos como platos. Que su madre hubiera sido pequeña era algo increíble para ellos.
– ¿Y Mimi te conocía? -preguntó Tucker.
– Mimi es la mamá de mamá -dijo Cate, feliz por no tener que repetir ese trabalenguas diez veces seguidas-. Igual que yo soy vuestra mamá.
Vio cómo Tanner movía los labios al tiempo que repetía «Mamá de mamá». Se metió el dedo en la boca mientras observaba a Mimi escrupulosamente.
– Me siento como un animal del zoológico -se quejó Sheila.
– ¿El zoológico? -repitió Tanner, olvidándose del trabalenguas.
– ¡El zoo! ¡Mimi va a llevarnos al zoo! -gritó muy emocionado Tucker.
– Atrapada -dijo Cate mientras le dedicaba una sonrisa a su madre.
– Ja, ja, ja. Pues me parece muy buena idea. Iremos al zoo -les prometió-. Siempre que os portéis bien y os vayáis a la cama a vuestra hora.
Cuando los niños vieron que metían sus cosas en las maletas, empezaron a gritar y saltar, como Cate se imaginaba. Estaban muy ilusionados. Empezaron a sacar de las cajas los juguetes que querían llevarse, algo que habría requerido fletar otro avión sólo para los juguetes. Cate dejó que Sheila se hiciera cargo de la situación, puesto que vivirían con ella las dos próximas semanas y tenían que acostumbrarse a escucharla y hacerle caso.
Al final, cerraron las maletas, con un máximo de dos juguetes cada uno. Para entonces, ya estaban muy cansados y Cate dejó en manos de su madre la tarea de bañarlos y ponerles el pijama mientras ella iba abajo y se encargaba de cambiar las sillitas de los niños de su Explorer al coche de alquiler de su madre. Después de pelearse con las cintas y los enganches bajo la escasa luz que llegaba de la casa, se dijo que tendría que haberlo hecho de día. Al final, las sillitas estaban en su sitio y volvió a entrar en casa para hacer unas etiquetas con los nombres y las direcciones, porque tendrían que facturarlas. Volvió a salir para engancharlas a las sillitas.
Era septiembre, la noche ya era fría y Cate se dijo que tendría que haberse puesto una chaqueta antes de salir. Se detuvo y miró el cielo lleno de estrellas. El ambiente era tan limpio que parecía que había miles de estrellas, muchas más de las que había visto desde cualquier otro lugar.
La noche la envolvía, pero no estaba en silencio. Siempre se oía el rugir del riachuelo, acompañado del crujir de las hojas agitadas constantemente por el viento. Las ramas de las copas ya habían empezado a cambiar el color; el otoño se acercaba muy deprisa y, cuando llegara el invierno, el negocio se frenaría de tal forma que habría semanas en que no tendría ni un solo huésped pernoctando en la pensión. Quizá debería plantearse preparar comidas durante la temporada baja. Cosas sencillas, como sopas, estofados o bocadillos; no eran platos complicados y seguiría ingresando algo de dinero. Cuando la nieve llegaba casi a las rodillas, la idea de un plato de sopa caliente, un estofado o una buena salsa picante atraería a los ciudadanos de Trail Stop. Qué demonios, quizá hasta sacara a Conrad y Gordon Moon de su rancho.
De repente, la pregunta de Sheila sobre Cal le vino a la cabeza. Jamás lo había relacionado con ningún sentimiento romántico, pero es que no había tenido esos pensamientos con nadie. Todavía no sabía adaptarse a ese concepto pero, cuando volvió a preguntarse por qué se mostraba tan reservado frente a ella, volvió a sentir la punzada de dolor en la boca del estomago. Si hablaba con los demás, ¿por qué no hablaba con ella? ¿Acaso le había hecho algo? ¿Acaso se mantenía alejado de ella porque no quería que pensara mal de él? La idea era casi de risa y, al mismo tiempo, no lo era. Cate tenía dos niños pequeños. Muchos hombres no querían salir con una mujer con hijos de un matrimonio anterior.
Pero, ¿qué hacía pensando en Cal de esa forma? No tenía ninguna base para suponer eso. Nunca había estado interesada en él y, si él estaba interesado en ella, era el mejor actor del mundo porque nunca había demostrado nada.
Se olvidó de ese asunto. Era una locura, y debía de estar loca por obsesionarse con eso. Debería estar haciendo planes para las próximas dos semanas.
Con los niños en Seattle, podría aprovechar para hacer algunas cosas, como limpiar el congelador y la despensa o marcar con piedras la zona de aparcamiento de la pensión, para que pareciera más oficial que la poca gravilla que había tirado hacía tiempo. Podría hacer limpieza de sus armarios y guardar lo que se les había quedado pequeño, o lo que estaba demasiado viejo en el desván. Sabía que debería dar la ropa a algún asilo, pero todavía no estaba preparada para separarse de sus cosas. Tenía guardada toda la ropa de cuando eran bebés: los diminutos pantalones, los baberos, los calcetines y esos preciosos patucos. Quizá lo superaría cuando se fueran a la universidad porque, si no, veía que la casa entera sería un almacén.
Sí, tenía muchas cosas que hacer mientras los niños estuvieran fuera. Quizá por la noche estaría tan cansada que no lloraría de lo mucho que los echaba de menos.
Eso le recordó que, si no entraba enseguida, cuando subiera a su habitación ya estarían dormidos. Durante las próximas dos semanas, no podría arroparlos ni leerles cuentos, así que no quería perdérselo esta noche.
Cuando entró en el baño lleno de vapor, Sheila estaba terminando de ponerles el pijama.
– Todo limpio -dijo Tucker, con una enorme sonrisa.
Cate se agachó para darle un beso en la cabeza, lo abrazó y se incorporó con el niño en los brazos. Él apoyó la cabeza en el hombro de su madre y a Cate se le encogió el corazón al pensar que esos días pasarían volando y que pronto serían demasiado grandes para cogerlos en brazos, y tampoco querrían que lo hiciera. Para entonces, seguramente tampoco querrían que los abrazase y los besase.
Cate cogió a Tanner, que le rodeó el cuello con un brazo y le dedicó una sonrisa encantadora. Ella se separó un poco y entrecerró los ojos, algo que habría sido mucho más eficaz si no le hubiera estado acariciando la espalda al mismo tiempo:
– Tú tramas algo -dijo, con suspicacia.
– No -le aseguró él, y bostezó.
Estaban cansados y listos para acostarse, pero también demasiado emocionados para caer rendidos. Primero, no acababan de decidir qué cuento querían escuchar; luego Tanner quería uno de sus dinosaurios, lo que significaba que Tucker también tenía que decidir qué muñeco quería. Al final, escogió a Batman y lo metió debajo de la colcha con él.
Tanner dejó el dinosaurio y, muy serio, dijo:
– Cuando sea mayor, me apuntaré al ejército -le anunció a su madre.
Tucker asintió, demasiado entretenido en un bostezo para decir algo.
La semana pasada querían ser bomberos, así que lo único que sorprendió a Cate fue la velocidad a la que cambiaban de opinión.
– ¿Sabéis dónde guardan los reyes el oro? -les preguntó, muy seria y con los ojos abiertos.
Los gemelos menearon la cabeza, con los ojos también muy abiertos.
– En la jaula del loro, claro.
Los niños la miraron unos segundos sin decir nada, y luego se echaron a reír cuando entendieron la broma. A veces, Cate les explicaba cosas de esas, y les frustraba mucho no entenderlas a la primera pero, cuando al final las entendían, se echaban a reír. Detrás de ella, Sheila gruñó levemente, seguramente porque recordaba que, a la edad de los gemelos, lo que más les gusta es repetir las cosas y ahora sabía que oiría esa broma unas cien veces en los próximos quince días.
Cate les leyó el cuento, con lo que se durmieron en cinco minutos. Les dio un beso de buenas noches y salió de la habitación de puntillas.
Sheila vio las lágrimas en sus ojos y la abrazó.
– Todo irá bien, te lo prometo. Espera al primer día colegio; allí sí que llorarás.
Cate se rió a través de las lágrimas.
– Gracias, mamá. Ahora me quedo mucho más tranquila.
– Ya, pero es que si te dijera que no te afectaría, cuando llegara el día sabrías que te había mentido y no volverías a confiar en mí. Aunque claro -añadió algo pensativa añadió-, el día que dejé a Patrick en el colegio no solté ni una lágrima. Si no recuerdo mal, empecé a dar volteretas por el jardín.
Sheila siguió explicando anécdotas sobre Patrick y haciendo reír a Cate hasta que se acostaron. Sin embargo, en cuanto Cate dio las buenas noches a su madre y cerró la puerta de su habitación, se le humedecieron los ojos y le tembló la barbilla. Los niños nunca habían pasado una noche fuera de casa. Aquella idea le partía el corazón. Estarían tan lejos; si les pasaba algo, tardaría horas en llegar a su lado. No los oiría jugar durante el día, sus gritos, exclamaciones y risas, el ruido de sus pies mientras corrían de un sitio a otro. No podría abrazarlos con fuerza, sentir sus pequeños cuerpos cerca del suyo y saber que estaban bien.
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