Con amargura, deseó no haber dicho nada a su madre sobre eso de llevarse a los niños, pero en aquel momento era presa del pánico, una reacción perfectamente normal después de que alguien la encañonara con una pistola. Su único pensamiento era alejar a sus hijos de cualquier peligro.
Jamás hubiera imaginado que cortar el cordón umbilical fuera tan difícil. Aunque no tenía intención de cortarlo inmediatamente. Puede que cuando tuvieran cinco años. O seis. O quizá incluso siete.
Se rió de sí misma y, entre las lágrimas y las risas, le entró hipo. Una parte de ella quería que sus hijos fueran más independientes. Tenía la sensación de que no le habían dado tregua, como si tuviera que estar alerta cada minuto de cada día porque podían meterse en un lío en cualquier momento. Si fueran mayores, más responsables, podría relajarse un poco. El problema era que no quería que fueran mayores ni más responsables, todavía.
Intentar animarse no servía de nada; ni razonar consigo misma. Lloró hasta que se quedó dormida y ya echaba tanto de menos a los niños que le dolía el corazón.
Al día siguiente, Cate se levantó todavía más temprano de lo habitual para ayudar a su madre a meter a los niños y las maletas en el coche y para empezar a preparar el desayuno. Preparó un porridge para los niños, porque todavía no había amanecido y el aire era fresco, pero aun estaban adormilados y apenas probaron unos bocados. Como sabía que antes de llegar a Boise tendrían hambre, preparó una bolsa con cierre hermético de cereales y una manzana para cada uno, por si acaso.
Cuando salieron fuera, todavía estaba oscuro. Ni siquiera el aire frío despejó a los niños. Se sentaron en sus sillitas, adorables con sus vaqueros, sus zapatillas deportivas y sus pequeñas camisas de franela abiertas encima de la camiseta. No habían querido ponerse chaqueta, así que Cate había salido, había encendido el coche y había puesto en marcha la calefacción, de modo que ahora el coche estaba calentito. Cate les abrochó los cinturones y cada uno se agarró al juguete que habían decidido llevarse. Cate les dio un beso a cada uno, les dijo que se lo pasaran bien y que hicieran caso a Mimi en todo lo que les dijera, y luego abrazó a su madre.
– Que tengáis un buen viaje -dijo, intentando que la voz no le temblara demasiado.
Sheila la abrazó y le dio unos golpecitos en la espalda, igual que cuando era pequeña.
– Estarás bien -le dijo, muy cariñosa-. Te llamaré cuando lleguemos, y te llamaré o te enviaré un correo electrónico cada día.
Cate no quería pronunciar la palabra «nostalgia» por si los niños la oían, no quería arriesgarse a que supieran lo que quería decir y se pusieran tristes, así que dijo:
– Si lloran…
– Yo me encargaré -la interrumpió Sheila-. Sé que accediste a hacer esto cuando estabas asustada y luego no ha sucedido nada y quizá estás pensando que estabas preocupada sin motivo pero… lo siento. Aceptaste y te tomé la palabra. No me gusta acortar la visita, pero me quedaré unos días cuando te devuelva a los niños.
Lo mejor para alegrarle el día era un comentario realista de los de su madre, pensó Cate, mientras se reía y volvían a abrazarse. Luego su madre se colocó detrás del volante y Cate se inclinó para dar un último vistazo a los niños. Tucker ya estaba dormido. Tanner parecía adormilado, pero le dedicó una pícara sonrisa y le lanzó un beso. Cate fingió que la fuerza del beso la había hecho retroceder y él se rió.
Estarían bien, se dijo mientras veía cómo las luces del coche desaparecían por la carretera. Aunque tenía dudas de cómo estaría ella.
Desde el punto de observación, Teague vio al coche aminorar la marcha cuando se acercó al puente y luego acelerar. Las luces del salpicadero iluminaban a una señora de mediana edad al volante. El asiento; del copiloto estaba vacío.
La suposición lógica era que salía tan temprano porque tenía que coger un avión. Teague no entendía por qué una mujer sola venía de vacaciones al medio de la nada, pero quizá era una alta ejecutiva que quería alejarse del mundanal ruido y, para eso, Trail Stop era el lugar, idóneo.
Durante la noche, había bajado para estudiar a la comunidad. En el aparcamiento de la pensión había dos coches de alquiler, lo que significaba que ahora sólo quedaba uno. Estaría atento a cuando se marchara el otro. Se había paseado entre las casas y había decidido qué ángulos eran los mejores para colocar a sus hombres para que tuvieran una mejor línea de fuego. Ladraron un par de perros, pero era muy bueno camuflándose y no pasó nada; no se había encendido ninguna luz, así que supuso que los habitantes del pueblo ya estaban acostumbrados a algún ladrido ocasional.
Esta gente no se tiraría al suelo y fingiría estar muerta. Lucharían con lo que tuvieran y, casi con toda seguridad, en cada casa había armas. En esta zona, con osos, serpientes y otros animales que viven en las montañas, siempre había que tener una pistola a mano. Pero las pistolas no le preocupaban, porque no les alcanzarían desde la distancia donde estarían. Igual que las escopetas. Pero los rifles sí que podrían causarles problemas y seguro que algunos hombres salían a cazar de forma regular y tendrían rifles capaces de disparar lejos y con precisión.
Había señalado los edificios desde donde la gente del pueblo podría responder a los ataques con cierta eficacia aunque, si colocaba bien a sus hombres, esa lista se reducía considerablemente. Las casas estaban demasiado separadas entre sí, con mucho espacio abierto entre ellas, un espacio que las personas no podrían cruzar de forma segura. En total, habría unos treinta o treinta y cinco edificios. La carretera giraba a la izquierda de aquel terreno con forma de coma, lo que dejaba a la mayor parte de casas junto al río, a la derecha, y eso era positivo porque encerraba a la gente en un punto donde no tenían salida, literalmente. No sólo había un desfiladero de unos doscientos metros sino que, además, el propio riachuelo actuaba como eficaz barrera.
Cualquier intento de huida tendría que producirse en el lado izquierdo, donde había menos casas. En ese lado, las montañas eran prácticamente infranqueables pero, antes de empezar el baile, tenía la intención de explorarlas él mismo y buscar posibles vías de escape. Seguro que esta gente conocía el terreno; quizá había alguna mina abandonada que atravesaba la montaña. Si existía, quería saberlo.
El próximo paso era localizar a Joshua Creed.
Capítulo 13
Cuando Teague abrió la puerta del porche de la pensión y entró en el comedor, lo asaltó un delicioso aroma a bollería recién hecha. Se detuvo y respiró hondo. La sala era grande, pero estaba llena de mesas pequeñas y de gente, aunque también había quien estaba de pie en el pasillo con una taza de café en una mano y una magdalena en la otra pero claro, no es que hubiera muchas sillas libres.
Echó un vistazo a su alrededor y reconoció una o dos caras que le resultaban familiares. A una incluso podía ponerle nombre: Walter Earl, el propietario de la ferretería del pueblo. Eso significaba que Earl también podría ponerle nombre a la cara de Teague, así que tenía que tener mucho cuidado con lo que decía y hacía y, cuando se desarrollara la operación, no podía permitir que nadie del pueblo lo viera.
El murmullo de las conversaciones se detuvo cuando se advirtió su presencia y todo el mundo se lo quedó mirando, sin ningún disimulo. Algunos incluso se giraron en la silla para mirarlo. Seguramente, la visita de los dos chicos de ciudad había hecho saltar las alarmas, aunque en los pueblos nadie disimulaba su interés por los extraños.
Pero el interés desapareció enseguida. Seguro que los chicos de ciudad creían que eran dos tiburones en una piscina de peces de colores, aunque enseguida descubrieron que esos peces también mordían. Teague, en cambio, parecía uno de ellos, porque lo era. Llevaba botas viejas, vaqueros gastados después de muchos años de uso y una vieja camisa de franela para combatir el aire frío que se había levantado. En la cabeza llevaba una gorra verde que ya tenía unos cuantos años. Podría haber sido cualquiera de ellos.
Entró en el comedor una mujer con una bandeja llena de magdalenas y mantequilla que dejó en una mesa, y después sirvió un plato con magdalenas a cada persona mientras que la mantequilla quedó en la mesa grande. Cada mesa ya disponía de un surtido de mermeladas y jaleas. Cuando pasó junto a Teague, sonrió y dijo:
– Enseguida estoy con usted.
A juzgar por la descripción de Goss, supo que era la propietaria. Era curioso que Toxtel y Goss le hubieran dado descripciones tan distintas. Toxtel había encogido los hombros y había dicho: «No es nada del otro mundo. Pelo castaño, ojos marrones. Normal». Goss, en cambio, había sonreído y había dicho: «Tiene un buen culo, como el de una atleta. Redondo y musculoso. Cuerpo esquelético, excepto por el culo. Como una corredora, quizá. Pelo largo y ondulado y una boca graciosa que dan ganas de besar». Toxtel había chasqueado la lengua, pero Goss lo había ignorado. Los distintos puntos de vista decían tanto de cada hombre como de la propietaria de la pensión.
Se llamaba Cate Nightingale. Un nombre curioso. ¿Qué clase de apellido era Nightingale? Teague había hecho sus averiguaciones y había descubierto que no era de aquí. ¿Cómo había terminado en Trail Stop? Si no había nacido allí, ¿por qué había venido a ese pueblo? Con la escasa actividad que había seguro que apenas llegaban a fin de mes, porque ofrecían servicios a la comunidad y a los ranchos de alrededor, pero seguro que no ganaban mucho dinero. De todos modos, para la gente que nacía aquí, esto era su casa y algunos se habían quedado cuando el sentido común decía que lo mejor era marcharse.
Cuando la mujer terminó de repartir las magdalenas, se le acercó:
– ¿Qué le apetece? ¿Una magdalena o sólo una taza de café?
Tenía una voz bonita. No parecía de esas personas que se quedan lo que no es suyo, pero no era su problema.
Como si hubiera recordado los buenos modales de repente, Teague se quitó la gorra y se la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.
– Eh… Estaba buscando a Joshua Creed, pero esas magdalenas tienen buena pinta. Una, por favor, y un café.
– Perfecto -la mujer miró a su alrededor-. Siéntese donde quiera; aquí somos bastante informales. Pregunte a cualquiera sobre el señor Creed y, si alguien no sabe quién es, otro seguro que sí.
Él asintió y ella dio media vuelta y entró en la cocina, donde Teague vio a otra mujer trabajando. Sin embargo, ni rastro de ningún niño y, por experiencia, Teague sabía que un niño se hacía notar. Si había alguno, seguramente era mayor, estaba en el colegio y volvería por la tarde.
En una de las mesas había un grupo que, por su ropa, se veía que eran extranjeros. «Escaladores», se dijo, y parte de la conversación que oyó confirmó sus sospechas. Además, a juzgar por como iban vestidos, hoy no iban a escalar. ¿Volvían a casa? El fin de semana acababa de empezar, pero igual tenían otra reserva en otro sitio. Se dijo que, al salir, tendría que mirar si tenían el equipaje en el coche.
Se acercó a la mesa donde estaba Walter Earl e inclinó la cabeza a modo de saludo.
– Disculpen la interrupción -dijo-, pero, ¿alguno de ustedes sabe dónde puedo encontrar a Joshua Creed?
– ¿No le conozco? -preguntó Walter Earl con una expresión de desconcierto.
Teague fingió intentar recordar su cara.
– Quizá. Su cara me resulta familiar. Me llamo Teague -mentir no habría servido de nada, porque puede que Earl hubiera recordado su nombre real.
Walter relajó la cara.
– Claro. Ha entrado en la ferretería una o dos veces, ¿verdad?
Una, para comprar balas, pero en estos lugares la gente solía quedarse con las caras de aquellos que no veían cada día.
– Sí -admitió Teague. Quizá era bueno que el viejo lo recordara; eso lo situaría como un conocido a ojos de los demás.
– Josh está de caza con un cliente -dijo Walter-. Se fue el lunes, ¿no? -miró a los demás para confirmar ese dato.
Sus compañeros de mesa asintieron.
– Exacto -dijo otro hombre-, aunque no recuerdo cuándo dijo que volvía.
– Pero será hoy o mañana; normalmente, hace salidas de cuatro o cinco días. Dice que es lo máximo que aguanta a la mayoría.
– En ese caso, a este tendría que haberlo devuelto ayer -dijo otro hombre, y todos se rieron.
Teague también sonrió, para unirse al grupo.
– ¿Tan malo era?
– Digamos que se creía el rey del mambo, ¿no es verdad, Cate? -dijo Walter mientras la señora Nightingale se acercaba con la magdalena y el café de Teague.
– ¿El qué?
– El último cliente de Josh, el que estuvo aquí el lunes, que era muy majo.
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