– ¡Apagad las linternas! -les gritó cuando pasó por su lado-. ¡No avancéis más! ¡Tienen prismáticos de visión nocturna!
El grupo se detuvo.
– ¿Quién eres? -preguntó alguien, con una mezcla de alarma y cautela.
– Cal -les gritó-. ¡Esconderos! ¡Esconderos! -entonces, un disparo fortuito, o al menos eso esperaba, que ninguno de los tiradores fuera tan bueno, se incrustó en un árbol a medio metro de él. Cal se volvió a tirar al suelo, parpadeó ante la repentina visión ensangrentada que tenía y se colocó detrás de un árbol.
Una astilla del árbol se le había clavado justo encima de la ceja izquierda. Se la sacó y se limpió la sangre con el reverso de la mano, la mano con la que sujetaba la bolsa de deportes, que le dio un golpe en la cara. «Bien hecho, Harris -se dijo a sí mismo con sorna-. Date un golpe y pierde el sentido.»
Se temía que la suerte no estaba de su lado. Había sido un buen disparo, muy bueno. Hizo un cálculo estimado de la distancia. Estaba a unos cuatrocientos metros del otro lado del riachuelo.
Eso le decía algo de la clase de rifles que estaban utilizando y la habilidad de los tiradores. También le decía que estaba al límite del alcance de un visor infrarrojo y que estaba más allá del alcance de unos prismáticos de visión nocturna. Cualquier disparo que le rozara a partir de ahora sí que sería fortuito. Eso no significaba que no pudieran darle; sólo significaba que ninguno de los seguidores podía localizarlo con los visores.
Se olvidó de todas las técnicas evasivas y corrió.
Cate se había ido a la cama temprano, muy temprano. Siempre había tenido que preparar a los gemelos y hacerles cosas pero, sin ellos, era como si su mente le hubiera dicho a su cuerpo: «Descansa».
Había planeado pasarse el día sacando la ropa de invierno y lavándola. Lógicamente, antes de guardarla la había lavado, pero después de los meses de verano encerrada en cajas, la ropa olía a humedad. Sacó una caja, lavó la ropa y la tendió, junto con alguna ropa de verano que había sacado del armario pero, una vez hecho esto, no le apeteció seguir.
Luego pensó que podría empezar a poner piedras para señalar el perímetro del aparcamiento pero, en lugar de eso, abrió un libro que hacía tiempo que tenía y leyó un par de capítulos antes de quedarse dormida. Después de una siesta de una hora, se despertó atontada y, en aquellos momentos, lo más importante del mundo parecía ser ver la televisión, algo que nunca hacía. Descubrió que los programas de los sábados eran un rollo.
Entonces pensó en probar una receta que había encontrado para una sopa de fideos y albóndigas, porque le pareció que a los niños les gustaría, y para comprobar si era lo suficientemente fácil como para prepararla de comida para los clientes si al final se decidía a ampliar los horarios de la cocina ese invierno. Fue a la cocina y empezó a sacar los ingredientes, pero luego lo guardó todo y abrió una lata de comida preparada de los niños: fideos con albóndigas. Se comió las albóndigas y dejó los fideos.
Estaba adormilada y cansada y se le ocurrió que, si quería, podía irse a la cama. Nadie necesitaba que lo arropara, no tenía que hacer nada en casa, ni nadie con quien hablar. Así que se duchó, se puso un pijama de franela, porque las dos últimas noches había hecho frío y, con un sentimiento de abuelita decadente, estaba en la cama poco después de las siete.
Horas después, una horrible explosión la despertó de un sueño tan profundo que, por un momento, se quedó en blanco y no sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo, y se quedó en la cama parpadeando en medio de la oscuridad. Entonces, se despejó lo suficiente como para ver el reloj, aunque descubrió que los números rojos digitales no estaban. Se había ido la luz.
– Maldita sea -murmuró, porque el reloj no tenía batería, lo que significaba que tendría que levantarse a buscar el pequeño reloj de viaje a pilas que hacía años que tenía porque, si no, por la mañana no se despertaría. Eso, o quedarse sentada en la cama hasta que volviera la luz. Se quedó en la cama pensando si aquel ruido habría sido algún transformador que había explotado, lo que explicaría lo de la luz. O quizá había sido un rayo.
Y entonces oyó más ruidos, distintos al anterior porque la casa no tembló. No eran tan fuertes y eran más rápidos, con un pequeño eco. Se oían muchos. Cate deseó que pararan, tenía mucho sueño…
Y, de repente, abrió los ojos como si le hubieran pegado una bofetada y el mundo hubiera dado un vuelco. «¡Dios mío, eso son balas.»
Oyó cristales rotos en la habitación de los niños. Saltó de la cama y empezó a buscar a tientas la linterna que siempre tenía en la mesita de noche por si los niños la necesitaban en mitad de la noche. La mano rozó la mesita y la tiró al suelo; cayó con un ruido seco y rodó por el suelo.
– ¡Mierda!
Necesitaba la linterna; de noche, la casa estaba tan oscura como la tumba de Tutankamon; si intentaba moverse a oscuras, podría chocar con algo y romperse un hueso. Se arrodilló en el suelo y empezó a gatear por la habitación, buscando a tientas con las manos. Después de un par de pasadas, en las que no encontró nada más interesante que las zapatillas, tocó metal frío. Apretó el botón y un potente halo de luz iluminó la habitación, con lo que Cate se olvidó de ese molesto sentido de la desorientación.
Salió corriendo al pasillo y giró a la izquierda instintivamente, hacia la habitación de los niños. El ruido de más cristales rotos la detuvo en seco. Los niños no estaban en casa, estaban a salvo en Seattle con sus padres y… y… ¿Alguien estaba disparando contra su casa?
La sangre de las venas se le heló y creyó que iba a desmayarse, así que alargó la mano y se apoyó en la pared. Sin saber ningún detalle de lo que estaba pasando, su mente dio un instintivo vuelco y le dijo: «¡Mellor!»
Mellor y Huxley. Habían vuelto.
Temía que lo hicieran; por eso había enviado a los niños con su madre. No sabía por qué habían vuelto ni qué querían pero sabía, con absoluta certeza, que ellos estaban detrás de todo aquello. ¿Estarían abajo esperándola? ¿Estaba atrapada aquí arriba?
No. Si estaban disparando contra la casa tenían que estar fuera. Aquello era su casa, su hogar, y Cate conocía cada rincón, cada ángulo, cada salida. No la atraparían allí dentro. Conseguiría escapar; de alguna forma lo conseguiría.
Se dio cuenta de que la linterna delataba su posición y la apagó. La noche parecía todavía más oscura que antes, puesto que la luz de la linterna la había cegado momentáneamente. Pensó que tenía que arriesgarse, y volvió a encenderla.
Lo primero era lo primero. Tenía que vestirse e ir al piso de abajo.
Corrió a la habitación, cogió unos vaqueros, un jersey y unas zapatillas deportivas mientras escuchaba esperando algún ruido que delatara que no estaba sola en la casa. Los disparos no se detenían, pero ahora parecían más lejanos. De fuera, llegaban gritos de pánico y dolor. Desde dentro de casa no oía nada.
Cuando llegó a las escaleras, las iluminó con la linterna. No veía nada raro, así que bajó los primeros escalones mientras iluminaba el pasillo y el vestíbulo. Lo que alcanzaba a ver estaba vacío. Bajó las escaleras más deprisa, con una horrible sensación de vulnerabilidad, y las tres últimas casi ni las pisó.
Arma. Necesitaba algún tipo de arma.
Joder, tenía dos niños de cuatro años en casa; no guardaba armas por los cajones.
Excepto los cuchillos. Era cocinera. Tenía muchos cuchillos, también tenía la típica arma de mujer: el rodillo. Perfecto. Cualquiera de las dos cosas serviría.
Con el halo de luz de la linterna enfocando al suelo, para que fuera más difícil de localizar, entró en la cocina, fue hasta el contenedor de cuchillos y cogió el más grande, el del chef. El mango se adaptaba a su mano como un viejo amigo.
En silencio, volvió al pasillo, que estaba en el centro de la casa. Desde aquí tenía más opciones de escapar, porque podía ir en cualquier dirección.
Apagó la linterna y se quedó en la oscuridad, escuchando, esperando. El tiempo que estuvo allí no importaba. Oía su propia respiración entrecortada y notaba la garganta seca. Empezó a marearse. Notó cómo el pánico le aceleraba el corazón y notó el latido del corazón contra los pulmones. No, no podía perder los nervios… no iba perder los nervios. Respiró hondo, lo más hondo que pudo, mantuvo los pulmones llenos y los utilizó para aprisionar el corazón e intentar obligarlo a latir más despacio. Era un viejo truco que utilizaba cuando escalaba, siempre que las respuestas automáticas del cuerpo amenazaban su disciplina y concentración.
Despacio… Despacio… Ya podía pensar mejor… Más despacio… Más despacio… lentamente, vació el aire de los pulmones y volvió a inspirar, esta vez controlando más su cuerpo. El mareo desapareció. Pasara lo que pasara ahora podría afrontarlo mejor que hacía unos minutos.
Golpes en la puerta, fuertes y repetidos, y el pomo que giraba de forma violenta.
– ¡Cate! ¿Estás bien?
Dio un paso adelante, pero luego se quedó inmóvil. Un hombre. No reconoció la voz. Mellor y Huxley sabían cómo se llamaba, porque ella misma se lo había dicho cuando se había presentado.
– ¡Cate!
La puerta tembló cuando algo sólido chocó contra ella, luego otro golpe. El marco parecía que estaba a punto de ceder.
– ¡Cate, soy Cal! ¡Contéstame!
De repente, el alivio se apoderó de ella y gritó. Se dirigió hacia la puerta justo cuando ésta cedió y golpeó contra el tope del suelo. Se encontró con una potente luz en la cara que la cegaba. Levantó un brazo para protegerse los ojos y se detuvo mientras intentaba recuperar la visión. Sólo distinguía la figura de un hombre detrás del halo de luz y se movía deprisa, tanto que era imposible apartarse de su camino.
Capítulo 17
Fue como chocar contra una pared. Su cuerpo colisionó con el de Cate con tanta fuerza que ella soltó el cuchillo, que rodó por el pasillo. El halo de luz de la linterna iba de un lado a otro, produciendo una especie de efecto estroboscópico, pero luego Cal la apartó. Cate estaba a punto de caer hacia atrás y empezó a mover las manos en busca de algo, lo que fuera, donde poder sujetarse y acabó agarrada a una musculosa y esbelta cintura. De todos modos, no habría caído, porque un brazo de acero la tenía cogida por la espalda y la acercaba a Cal.
Un repentino sentido de la irrealidad hizo que la cabeza volviera a darle vueltas cuando el tiempo se detuvo y el mundo se redujo a un punto, al borde de un precipicio. Aquello no era real; no podía serlo. Era Cate, una mujer normal que llevaba una vida normal; la gente no le disparaba.
– Tranquila -murmuró Cal contra su pelo-. Ya te tengo.
Cate oyó las palabras, pero no tenían sentido porque él también formaba parte de aquella irrealidad. Ese no era el hombre que conocía desde hacía tres años. El señor Harris no la abrazaría así, no le habría tirado la puerta al suelo y no habría entrado como un guerrero buscando venganza, con un arma en la mano…
Pero lo había hecho.
El cuerpo al que estaba agarrada con todas sus fuerzas era poderoso y fuerte, casi ardía del calor que desprendía. Cal respiraba de forma acelerada, como si hubiera estado corriendo, y tenía la cabeza agachada para apoyarla encima de la de ella. Y la forma en que la abrazaba era tan… Hacía tanto tiempo que nadie la abrazaba así que estaba atónita, incrédula. ¿El señor Harris? ¿Cal?
Su cuerpo le susurró: «Sí». Aquello fue todavía más desconcertante y la acercó más y más al precipicio. ¿Qué clase de pervertida era que experimentaba una especie de respuesta sexual hacia ese hombre mientras estaba claro que alguien estaba atacando a la comunidad? Lo de fuera seguía pareciendo una guerra, pero tenía la sensación de que ellos dos estaban encerrados en una especie de mundo donde la realidad no podía entrar. Por un momento, Cal la atrajo aún más hacia él arqueando su cuerpo un poco más, de modo que ella notó el bulto de sus genitales sobresalir, buscar… y luego la soltó, se separó y se arrodilló para coger la linterna.
Cate se quedó inmóvil, haciendo un desesperado esfuerzo por recuperar el estado de las cosas de hacía media hora, antes de las explosiones, los tiros y la sacudida de todo lo que conocía o creía conocer.
Cal se colgó la correa de la escopeta al hombro, recogió el cuchillo que Cate llevaba en la mano y lo observó con una especie de sonrisa de aprobación. Sujetó la linterna con la luz hacia el suelo, por lo que Cate podía verlo perfectamente, y sus sentimientos volvieron alterarse.
Siempre lo había visto con monos de trabajos muy grandes, lleno de grasa, pintura, suciedad o lo que fuera que hubiera estado arreglando ese día. Siempre había tenido en la mente la imagen del delgaducho y tímido hombre que lo arreglaba todo, reservado pero útil. Aquella imagen había sufrido un vuelco cuando vio su mirada detrás de la escopeta apuntando a Mellor, y ahora estaba segura de que el vuelco era para siempre.
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