– ¿Y? -preguntó Sherry con las cejas arqueadas mientras esperaba noticias, buenas o malas.

– Viene hacia aquí.

– Entonces, lo has pillado antes de que se fuera a hacer otra cosa -añadió Sherry, tan aliviada como Cate.

Cate miró a sus hijos, que estaban sentados mirándola fijamente y con las cucharas en el aire.

– Tenéis que acabaros los cereales o no podréis ver al señor Harris -les dijo, muy seria. No era exactamente cierto, porque el señor Harris estaría allí en la cocina, pero tenían cuatro años; ¿qué iban a saber ellos?

– Nos daremos plisa -dijo Tucker, y los dos empezaron a comer con más energía que precisión.

– Prisa -dijo Cate, recalcando la «r».

– Prisa -repitió Tucker obedientemente. Cuando quería, podía decirlo bien pero, cuando estaba distraído, algo que sucedía con mucha frecuencia, volvía a hablar como cuando era pequeño. Hablaba tanto que a veces parecía que no se tomaba el tiempo necesario para pronunciar bien las palabras-. Viene el señol Hawwis -le dijo a Tanner, como si su hermano no lo supiera-. Jugaré con el talado.

– Taladro -lo corrigió Cate-. Y no jugarás con él. Podéis mirarlo, pero no toquéis las herramientas.

Sus enormes ojos azules se llenaron de lágrimas y el labio inferior empezó a temblarle.

– Pero el señol Hawwis nos deja jugar con ellas.

– Sí, pero cuando tiene tiempo. Hoy tendrá prisa porque, cuando acabe aquí, tiene que ir a otro sitio.

Cuando abrió la pensión, Cate intentó impedir que molestaran al señor Harris mientras trabajaba y, como entonces sólo tenían un año, la misión debería haber sido fácil, pero ya entonces demostraron una destacable habilidad para escaparse. En cuanto se daba la vuelta, los niños se pegaban a él como imán al acero. Eran como dos pequeños monos, colgados de él, rebuscando en la caja de herramientas y llevándose todo lo que podían transportar, por lo que Cate sabía que habían puesto a prueba la paciencia del señor Harris igual que la de ella, pero él jamás se quejó, por lo que ella le estaba tremendamente agradecida. Aunque su silencio no era nada extraño; casi nunca hablaba. Ahora los niños ya eran mayores, pero su fascinación por las herramientas no había disminuido. La única diferencia era que ahora insistían en «ayudar».

«No me molestan», solía decir el señor Harris siempre que ella se los quitaba de encima, al tiempo que agachaba la cabeza y se sonrojaba. Era extremadamente tímido, apenas la miraba a los ojos y sólo hablaba cuando tenía que hacerlo. Bueno, con los niños sí que hablaba. Quizá se sentía cómodo con ellos porque eran muy jóvenes, y Cate había oído su voz mezclada con las de los niños, más agudas y emocionadas, mientras parecía que mantenían conversaciones normales.

Se asomó por la puerta de la cocina y vio que había tres clientes esperando para pagar.

– Vuelvo enseguida -dijo, y salió a cobrar. Al principio, no quería poner una caja registradora en el comedor, pero el éxito de los desayunos la había obligado a hacerlo, así que había instalado una caja pequeña junto a la puerta. Dos de las personas que esperaban eran Joshua Creed y su cliente, lo que significaba que, ahora que el señor Creed se marchaba, el comedor pronto se vaciaría del todo.

– Cate -dijo el señor Creed al tiempo que inclinaba la cabeza hacia ella. Era alto y robusto, con algunas canas en las sienes y el rostro curtido por el tiempo. Tenía unos ojos marrones pequeños y una mirada intensa; parecía como si pudiera morder uñas y escupir balas, pero siempre que hablaba con ella se mostraba amable y respetuoso-. Estos bollos están más buenos cada día. Si viniera a desayunar aquí cada día, engordaría diez kilos.

– Lo dudo, pero gracias.

Se volvió y le presentó a su cliente.

– Cate, te presento a Randall Wellingham. Randall, esta encantadora señora es Cate Nightingale, la propietaria de la pensión que, además, resulta que es la mejor cocinera del pueblo.

El primer cumplido era discutible, pero el segundo era mentira porque la mujer de Walter Earl, Milly, era una de esas cocineras naturales que apenas medía ningún ingrediente pero que cocinaba como los ángeles. No obstante, a su negocio le iría bien que el señor Creed fuera diciendo esas cosas.

– No puedo discutir ninguna de las dos cosas -dijo el señor WeIlingham, en su entusiasta tono, con la mano extendida mientras la repasaba de arriba abajo antes de volver a mirarla a la cara con una expresión que decía que no estaba impresionado con ella ni con la comida. Encajó la mano de Cate con demasiada fuerza pero la piel de su mano era demasiado suave. No era un hombre que hiciera un trabajo físico con frecuencia, algo perfectamente aceptable si no hubiera sido por su mirada de desprecio hacia los demás porque ellos sí que lo hacían. Sólo el señor Creed salió bien parado, aunque era normal porque sólo un estúpido ciego se atrevería a despreciarlo.

– ¿Se quedará mucho tiempo? -le preguntó Cate, sólo para ser educada.

– Una semana. Es lo máximo que puedo escaparme del despacho. Cada vez que me marcho, todo se va a pique -dijo chasqueando la lengua.

Ella no dijo nada. Supuso que tendría su propio negocio, teniendo en cuenta los lujos de los que presumía, pero no le importaba lo suficiente como para preguntar. El señor Creed asintió, se colocó el sombrero negro y los dos hombres salieron a la calle para dejar que los demás clientes pagaran. Había dos hombres más en la cola.

En cuanto les hubo cobrado y hubo llenado de café las tazas de los que quedaban en el comedor, Conrad y Gordon Moon terminaron y Cate regresó a la caja registradora, donde esquivó los insistentes cumplidos de Conrad e ignoró el regocijo de Gordon, a quien parecía hacerle mucha gracia que su padre se hubiera encaprichado de ella.

A Cate no le hizo demasiada gracia que Conrad se detuviera en la puerta cuando su hijo ya había salido al porche. Se detuvo y tragó saliva, moviendo la nuez.

– Señorita Cate, quería preguntarle si… bueno… ¿querría recibir una visita esta noche?

Aquella propuesta a la antigua le gustó y la alarmó; le gustaba cómo lo había hecho, pero le horrorizaba que se lo hubiera preguntado. Ahora fue Cate quien tragó saliva y decidió agarrar el toro por los cuernos, porque creyó que darle largas sólo provocaría más intentos.

– No. Paso las noches con mis hijos. Estoy tan ocupada durante el día, que la noche es el único momento que me queda para estar con ellos, y no me parece correcto dejar de hacerlo.

Pero Conrad insistió:

– No puede pretender perderse los mejores años de su vida…

– No me los estoy perdiendo -lo interrumpió ella con firmeza-. Los estoy viviendo de la forma que considero mejor para mí y mis hijos.

– ¡Pero es que cuando hayan crecido yo quizá ya habré muerto!

Aquel era un argumento que convencería a cualquier chica, seguro. Cate le lanzó una mirada incrédula y luego asintió.

– Sí, quizá sí. Sin embargo, dejaré pasar esta oportunidad. Estoy segura de que lo entiendes.

– No mucho -murmuró él-, pero supongo que puedo aceptar un rechazo igual que cualquier otro hombre.

Sherry asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

– Cal ha llegado -dijo.

Conrad desvió su mirada hacia ella y le dijo:

– Señorita Sherry, ¿por casualidad querría recibir una visita…?

Cate dejó a Sherry con el seductor de geriátrico y entró en la cocina.

El señor Harris ya estaba de rodillas en el suelo y con la cabeza metida en el armario debajo del fregadero mientras que los niños habían bajado de las sillas y le estaban vaciando la caja de herramientas.

– ¡Tucker! ¡Tanner! -colocó los brazos en jarra y les lanzó la más severa mirada de madre-. Dejad las herramientas en la caja. ¿Qué os he dicho antes sobre no molestar al señor Harris hoy? Os he dicho que podíais mirar pero que no os acercarais a las herramientas. Los dos, a vuestra habitación. Ahora.

– Pero mamá… -empezó a decir Tucker, que siempre estaba más que dispuesto a construir una sólida defensa para lo que fuera que lo hubiera descubierto haciendo. Tanner se limitó a retroceder, con una llave inglesa en la mano, y esperó a que Tucker se rindiera o plantara cara. Cate sabía que la situación estaba a punto de descontrolarse; su instinto maternal le decía que los chicos estaban a punto de rebelarse. Esta situación se repetía a menudo, porque ellos llegaban al límite para comprobar hasta dónde los dejaba llegar ella. «Jamás muestres debilidad.» Fue el único consejo que le dio su madre para enfrentarse a maleantes, animales salvajes y niños de cuatro años desobedientes.

– No -dijo con firmeza mientras señalaba la caja-. Poned las herramientas en la caja. Ahora.

Con una mueca, Tucker tiró un destornillador a la caja. Cate apretó los dientes con fuerza; su hijo sabía que no tenía que tirar sus cosas, y mucho menos las de los demás. Apresuradamente se acercó hasta la caja de herramientas, le cogió el brazo y le dio un cachete en el culo.

– Jovencito, sabes que no puedes tirar así las herramientas del señor Harris. Primero, vas a pedirle perdón y luego, subirás a tu habitación y te sentarás en la silla de los castigos durante quince minutos -Tucker empezó a gritar y a llorar, pero Cate se limitó a alzar la voz mientras señalaba a Tanner-. Tú. La llave, a la caja.

El niño hizo una mueca, con aspecto de amotinado, pero acabó soltando un suspiro mientras dejaba la llave en la caja de herramientas.

– Vaaale -dijo, en un tono tan catastrofista que Cate tuvo que morderse el labio para no reírse. Había aprendido, de la forma más dura, que si les daba un dedo, ellos se tomaban todo el brazo.

– Tú también tienes que sentarte en la silla de castigo diez minutos, después de Tucker. También me has desobedecido. Ahora, recoged esas herramientas y dejadlas en la caja. Con cuidado.

Tanner se mordió el labio inferior con gesto triste mientras Tucker seguía llorando pero, para tranquilidad de Cate, hicieron lo que les había dicho. Miró a su alrededor y vio que el señor Harris había sacado la cabeza de debajo del fregadero y estaba abriendo la boca, seguro que para defender a los pequeños culpables. Ella levantó el dedo índice de la mano.

– Ni una palabra -le dijo, muy seria.

El señor Harris se sonrojó, murmuró: «No, señora» y volvió a esconder la cabeza en el armario. Cuando todas las herramientas estuvieron en la caja, aunque seguramente no en su sitio, Cate le dijo a Tucker:

– ¿Qué tienes que decirle al señor Harris?

– Lo ziento -dijo, sorbiéndose la nariz a media frase.

El fontanero no asomó la cabeza.

– Tran… -empezó a decir, pero luego se interrumpió. Por un momento, parecía que se había quedado mudo, pero luego añadió-. Chicos, deberíais hacerle caso a vuestra madre.

Cate cortó una toallita de papel y la colocó frente a la nariz de Tucker.

– Suénate -le dijo, sujetando el papel mientras él obedecía y lo hacía con la excesiva energía que utilizaba para todo-. Ahora, subid a vuestra habitación. Tucker, a la silla de castigo. Tanner, juega en silencio mientras Tucker está castigado, pero no hables con él. Yo subiré después, cuando, tengáis que intercambiar los puestos.

Con la cabeza gacha, los dos niños se arrastraron escaleras arriba como si estuvieran a punto de enfrentarse a un destino terrible. Cate miró el reloj para calcular a qué hora tenía que levantarle el castigo a Tucker.

Sherry había entrado en la cocina y estaba observando a Cate con una mezcla de compasión y diversión.

– ¿De verdad se quedará sentado en la silla hasta que subas?

– Ahora ya sí. Las últimas veces que lo he castigado en la silla ha visto cómo, por no hacerme caso, le he ampliado el castigo varias veces, así que ahora ya lo ha entendido. Tanner ha sido incluso más terco -y, mientras recordaba lo mucho que le había costado conseguir que le hiciera caso, pensó que aquello era el mayor eufemismo de la historia. Tanner no hablaba demasiado pero era la terquedad personificada. Los dos eran muy activos, decididos y absolutamente brillantes a la hora de descubrir nuevas y diferentes formas de meterse en líos, o peor… en peligro. Antes de ser madre, la idea de darle un cachete en el culo a un niño le horrorizaba pero, antes de que sus hijos tuvieran dos años, ya había cambiado la mayor parte de sus opiniones sobre cómo criar a los hijos. Sin embargo, jamás les había pegado fuerte, pero ya no se cerraba ante la posibilidad de que llegaran a la pubertad sin hacerlo. La idea le retorcía el estómago, pero tenía que criarlos sola y mantenerlos a salvo al mismo tiempo que intentaba que se convirtieran en seres humanos responsables. Si se permitía el lujo de pensar demasiado en los largos años que le esperaban, casi le daba un ataque de pánico. Derek no estaba. Tenía que hacerlo sola.