– ¿Con qué vamos a envolverlo? -preguntó Neenah, que empezó a demostrar pánico en la voz. Hasta ahora, se había portado de forma admirable, pero los malos seguían en las montañas y podían acercárseles en cualquier momento, Creed estaba herido y Cal no podía impedir que los tiradores avanzaran y ayudarlo al mismo tiempo.
En silencio, Cal se quitó la chaqueta mojada y la camisa, con el torso brillante bajo el reflejo de la luz de la linterna. Con la navaja de Creed, rasgó una manga de la camisa e hizo un corte en la tela por el medio hasta casi el final. Colocó la parte entera encima del orificio de salida, que sangraba más que el de entrada, y empezó a envolverle la pierna al tiempo que apretaba la tela, hasta que al final ató los extremos justo encima de la herida.
– Es lo mejor que puedo hacer en estas circunstancias -dijo, mientras se ponía lo que quedaba de su camisa. Creed sabía que, para no entrar en estado de hipotermia, Cal debería quitarse la ropa mojada; hacía frío y llevar ropa mojada hacía bajar la temperatura del cuerpo más deprisa que si no llevara nada. El único motivo por el que Cal no lo hacía era para evitar que los infrarrojos lo localizaran.
– ¿Le has dado al tirador? -preguntó Creed.
– Si no le he dado, se habrá llevado un susto de muerte -Cal cogió la linterna de Neenah, la apagó y se la guardó en el bolsillo-. Va a ser complicado, al menos la primera parte porque, aunque le haya dado a uno, los otros siguen allí y tienen un buen ángulo para dispararnos en cuanto empecemos a movernos. Tenemos que ir hacia allí -dijo, señalando hacia el río-. Tenemos que poner más casas entre ellos y nosotros, y más distancia.
Cal estaba temblando de frío mientras ayudaba a Creed a ponerse de pie y se colocaba a su izquierda para sustituir la fuerza de la pierna herida y, con la mano izquierda, cogía la escopeta. Si Creed no hubiera visto a Cal disparar con la izquierda se habría preocupado. Todos sus hombres sabían disparar con las dos manos, para casos como ese.
– ¡No puede andar! -exclamó Neenah, alarmada.
– Claro que puede -respondió Cal-. Todavía tiene una pierna. Neenah, ponte mi chaqueta sobre la cabeza. Sé que será incómodo pero bloqueará gran parte de tu calor corporal… no todo, pero quizá lo suficiente para desconcertar momentáneamente a cualquier tirador.
– Venga, marine -dijo Creed, preparándose para lo que sabía que sería un trayecto largo, frío y doloroso-. En marcha.
Cate y los demás habían conseguido llegar a casa de los Richardson sin que nadie resultara herido o muerto, aunque las ráfagas de balas los habían hecho tirarse al suelo varias veces. Tambaleándose, corriendo, cayéndose y levantándose enseguida para volver a correr, eran como refugiados de guerra presos del pánico… aunque aquella descripción no se alejaba demasiado de la realidad. Se llevaron lo que pudieron, como las mantas y los abrigos que Cate había sacado de casa y el equipo de primeros auxilios que Cal se había dejado. Lo llevaba Cate, a pesar de lo mucho que pesaba y de que no dejaba de darse golpes en las piernas con él. Esperaba que no tuviera que servir para salvarle la vida a nadie, pero era plenamente consciente de que podían necesitarlo para eso, así que se lo llevó consigo.
La casa de los Richardson se levantaba en un terreno que descendía hacia el río, con lo cual era la única casa de Trail Stop que tenía un solano grande. Algunas de las casas más antiguas, tenían agujeros cavados en la tierra para guardar verduras, pero aquello no se consideraba un sótano porque, si se apretaban mucho, allí cabrían unas cinco personas, y no las veinte que habían ido a casa de los Richardson. La casa se levantaba ante ellos en la oscuridad, las paredes pálidas y las ventanas oscuras.
– ¡Perry! -gritó Walter con todas sus fuerzas mientras se acercaban a la casa-. ¡Soy Walter! ¿Maureen y tú estáis bien?
– ¿Walter? -la voz provenía de la parte trasera de la casa, y todos se dirigieron hacia allí. Una linterna los enfocó y se desplazó de uno a otro, como si Perry quisiera identificarlos-. Estamos en el sótano. ¿Qué diantre está pasando? ¿Quién está disparando y por qué no tenemos luz? He intentado llamar a la oficina del sheriff, pero el teléfono tampoco funciona.
Cate se dio cuenta de que debían de haber cortado las líneas mientras se estremecía al descubrir hasta qué punto estaban dispuestos a llegar Mellor y Huxley en busca de venganza. Todo aquello parecía irreal; desproporcionado ante la provocación. Esos hombres tenían que estar locos.
– Entrad -dijo Perry, mientras iluminaba el camino con la linterna-. Protegeros del frío. He encendido la estufa de queroseno y está empezando a caldear el ambiente.
El grupo entró en el sótano de buena gana, agolpándose en la puerta del sótano. Como la mayoría de sótanos, estaba lleno de muebles viejos, ropa y bolsas de cosas. Olía a humedad y el suelo era de cemento, pero la estufa de queroseno desprendía un calor maravilloso y los Richardson también tenían encendida una lámpara de aceite. La luz amarilla era débil y reflejaba unas enormes sombras contra la pared pero, después de la fría oscuridad, la luz parecía milagrosa. Maureen salió a recibirlos; era una mujer pequeña, rellenita y con el pelo blanco, y los saludó cálidamente.
– Dios mío, ¿qué vamos a hacer con esto? -le preguntó a nadie en concreto-. Tengo velas arriba, y otra lámpara. Iré a buscarlas, y también traeré más mantas…
– Ya lo haré yo -la interrumpió su marido-. Tú quédate aquí y encárgate de que todos estén cómodos. ¿Sabes dónde está la vieja tetera? Puede que tardemos un poco, pero podemos hacer café en la estufa de queroseno.
– Debajo del fregadero. Lávala bien… no, espera, no tenemos agua. No podemos hacer café -como todo el mundo en Trail Stop los Richardson tenían un pozo y un motor eléctrico bombeaba agua. Sin electricidad, no había agua. Walter Earl tenía un generador que le servía cuando se iba la luz y, generosamente, dejaba que sus vecinos cogieran agua de su pozo, pero su casa estaba en el lado que quedaba más cerca de los tiradores, así que ir allí a buscar agua era demasiado peligroso.
Sin embargo, Perry Richardson no se quedó quieto mucho rato.
– Tenemos un cubo -dijo-, y por aquí tiene que haber una cuerda. Si no recuerdo mal, todavía sé sacar agua del pozo manualmente. Si alguien quiere ayudarme, tendremos el café listo en un periquete.
Walter y él salieron a buscar agua mientras Maureen cogió una linterna y entró en casa. Cate se quedó dubitativa un momento, y luego la siguió.
– La ayudaré a bajar cosas, señora Richardson -dijo, cuando llegó a lo alto de las escaleras y entró en la cocina.
– Gracias, y llámame Maureen. ¿Qué está pasando? ¿Qué ha sido ese estruendo? Ha sacudido toda la casa -dejó la linterna en un armario de la cocina y la apoyó de modo que quedara enfocada hacia el techo e iluminara toda la cocina, y luego entró en una sala contigua y cogió una cesta de la colada vacía.
– Una explosión, pero no sé que habrán hecho volar por los aires.
– ¿«Habrán»? ¿Sabes quién lo está haciendo? -preguntó Maureen muy directa mientras iba de un lado a otro de la cocina metiendo cosas en la cesta.
– Creo que son esos hombres que nos atacaron a Neenah y a mí el miércoles. Se enteró, ¿verdad? -Cate intentó recordar si Maureen estaba entre los vecinos que se congregaron en su comedor esa tarde. Si estaba, Cate no se acordaba.
– Dios mío, todo el mundo se enteró. Ese día, Perry tenía que ir a hacerse unas pruebas en el hospital de Boise…
– Espero que esté bien.
– Perfectamente, sólo son problemas de estómago por comer demasiado picante y luego meterse directamente en la cama. Nunca escucha nada de lo que le digo. El médico le dijo lo que yo llevo años diciéndole y, de repente, pareció encontrar el remedio mágico. A veces, me vienen ganas de darle una patada pero, claro, los hombres son así -sacó un paquete de vasos de plástico de un armario y lo metió en la cesta-. Ahora vamos a buscar unas mantas y unos cojines. También podemos bajar las sillas del comedor, pero dejaré que lo hagan los hombres. ¿Por qué iban a querer volver esos hombres?
Cate tardó un momento en darse cuenta de que Maureen había mezclado dos temas.
– No lo sé, a menos que estuvieran furiosos porque Cal los echó a patadas. No sé qué podrían querer.
– Es lo que tienen las personas malas y locas que, a menos que tú también seas malo y estés loco, no los entiendes.
A pesar de todo, mientras la seguía por la casa e iba recogiendo mantas, toallas, cojines y lo que fuera para mejorar la comodidad en el sótano, Cate se sintió más tranquila con la filosofía de aquella mujer sobre las personas, la vida, las circunstancias actuales y todo lo demás. Recordó que no debían ponerse de pie, y se lo dijo a Maureen, con lo que caminar cargadas con cosas fue casi una misión imposible, pero Cate sabía que las balas tenían un gran alcance y no sabía si aquella casa estaba totalmente a salvo.
Hicieron muchos viajes hasta las escaleras del sótano, donde varios voluntarios se encargaban de bajar lo que ellas les iban dando.
– Perfecto -dijo Maureen-, ahora sólo nos quedan los cojines del sofá -y empezó a caminar hacia el salón.
Cate notó una sensación de pánico muy extraña en el estómago y agarró a Maureen del brazo.
– No, no vayas al salón -era más alta y más fuerte que la mujer, y empezó a arrastrarla hacia las escaleras-. Está demasiado expuesto y ya nos hemos arriesgado demasiado paseándonos por aquí tanto tiempo con la linterna encendida -de repente, estaba desesperada por volver bajo tierra, con la piel de gallina como si una bala acabara de pasarle rozando, atravesando el aire y las paredes más deprisa que la velocidad del sonido, dirigiéndose hacia ella como si pudiera pensar, de modo que por mucho que se revolviera y moviera la bala la seguía.
Con un agudo grito, se lanzó encima de Maureen, la cogió de los hombros y las piernas y la tiró al suelo justo cuando la ventana del salón se rompió y oyó el débil silbido de una furiosa bala un segundo antes de que se clavara en la pared con un golpe seco.
Después, oyeron el fuerte crujido del rifle.
Maureen se estremeció.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Han disparado por la ventana!
– ¡Maureen! -gritó Perry desde el sótano, muy asustado, y luego se oyeron sus pasos por las escaleras.
– ¡Estamos bien! -gritó Cate-. No subáis, ahora bajamos.
Sin pensárselo dos veces, se levantó y agarró la parte de atrás de la camiseta de Maureen, levantándola y empujándola hacia delante al mismo tiempo; el miedo le hizo sacar una fuerza que ni sabía que tenía. Casi lanzó a Maureen contra Perry que, por supuesto, no se había detenido y había ido a buscar a su mujer; los dos estuvieron a punto de caer rodando por las escaleras, pero los aguantó el grupo de personas que habían seguido a Perry para ir a buscarlas. Cate se lanzó hacia la puerta y bajó varias escalones de golpe, y luego se quedó allí agachada con la certeza de que su cabeza estaba por debajo del nivel de tierra. Temblaba con fuerza, con los nervios de punta por lo cerca que habían estado.
– Cate no me ha dejado ir al salón -dijo Maureen, llorando contra el hombro de su marido-. Me ha salvado la vida. No sé cómo lo sabía, pero lo sabía…
Cate tampoco lo sabía. Se sentó en un escalón y hundió la cara entre las manos, temblando con tanta fuerza que le castañeaban los dientes. Parecía no poder parar, ni siquiera cuando alguien, supuso que sería Sherry, la envolvió en una manta y la obligó con suavidad a bajar al sótano y sentarse en un cojín.
Después de aquello, la mente se le quedó casi en blanco, fruto de la sorpresa y el cansancio. Oía el murmullo de las conversaciones a su alrededor, pero no las escuchaba, observó la llama azul de la estufa de queroseno, esperó a que la cafetera que habían colocado encima del fuego empezara a hervir y pudieran hacer café, y esperó a Cal. Ya debería haber vuelto, pensó, con la mirada clavada en la puerta y deseando que se abriera.
Una hora después, como mínimo, a ella le parecía que tenía que haber pasado una hora, a menos que algo hubiera ido realmente mal en la progresión del tiempo, la puerta finalmente se abrió y entraron tres personas. Vio un pelo rubio y despeinado, una cara dolorida y azul del frío; vio al señor Creed con los brazos apoyados en Cal y en Neenah…
Cate se quitó la manta de encima y se levantó de un salto, uniéndose a los demás, que corrieron a evitar que los tres cayeran al suelo. Se produjo una confusión de exclamaciones y preguntas mientras varias personas cogían al señor Creed y lo dejaban encima de varios cojines; entonces Cal empezó a tambalearse y Cate se agarró a él con desesperación, colocó su hombro bajo su axila e intentó soportar su peso.
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