Y si no eran esos dos tipos, entonces sí que nada tenía sentido y Cal no sabía a qué atenerse.

Capítulo 23

Cal consiguió arrastrarse por debajo de la casa de los Contreras, con la barriga pegada al suelo y atravesando barro, basura y telas de araña. A los bichos les encantan los espacios oscuros y húmedos de debajo de las casas y esta no era distinta de las demás: ofrecía mucha oscuridad y humedad. Menos mal que los bichos y las arañas no le daban asco.

Se detuvo en cada rejilla de ventilación, asomándose con cuidado y con movimientos muy rápidos, por si alguno de los tiradores estaba vigilando la zona con un visor térmico y se daba cuenta de que una de las rejillas del sótano brillaba más que las demás. Descubrirlo buscando por la casa sería un golpe de suerte; malo para él y bueno para ellos. Los visores no tenían un rango de visión muy amplio, de modo que no ofrecían una visión general buena; los tiradores estarían moviendo continuamente el objetivo, buscando algún movimiento, lo que aumentaba las posibilidades de Cal. Una cámara de infrarrojos fija sería más difícil de evitar.

Los tiradores seguían disparando de vez en cuando para que los habitantes del pueblo se agacharan y no se movieran de donde estaban. Jugaban con la mente de las víctimas. Sin embargo, en algún momento tendrían que dejar de disparar e intentar establecer contacto, determinar qué querían porque, si no, todo aquello no tenía ningún sentido.

Al llegar a la parte de atrás de la casa, vio el cuerpo de Mario Contreras en el lado izquierdo del porche. Sin embargo, no vio ni rastro de Gena ni de Angelina, y tampoco respondieron cuando las llamó. Ahora estaba intentando asomarse para ver si ellas también estaban en el porche y antes no las había visto.

Estaba asqueado, asqueado y furioso. Mario había elevado el número de cadáveres que Cal había podido ver a siete. Norman Box estaba muerto, y también Lanora Corbett. Ratón Williams ya no parlotearía más con la voz de pito que le había valido el sobrenombre. Jim Beasley había muerto con un rifle en las manos, intentando defenderse. Igual que Andy Chapman. Maery Last, una encantadora anciana de más de setenta años, estaba en el suelo, frente a su casa. La artritis le había impedido ir tan deprisa como los demás. Amigos, todos ellos, y tenía miedo de encontrarse más. ¿Dónde estaban Gena y Angelina? Dios mío, si esa preciosa niña estaba muerta…

Apartó esa idea de la cabeza porque no quería imaginarse lo peor. Gracias a Dios que los gemelos se habían ido con la madre de Cate. Si hubieran estado allí, si les llega a pasar algo a esos dos niños, Cal se habría vuelto loco.

Siguió arrastrándose de rejilla en rejilla, pero no vio a nadie más en el jardín. Ni a Gena ni a Angelina. Eso no significaba que estuvieran bien; podían estar en casa, muertas, o tiradas en algún punto del porche que él no había alcanzado a ver.

Había encontrado a varias personas vivas; aterradas y furiosas, pero vivas. Dos aquí, cuatro allá, algunas solas… no se había molestado en contarlas, porque eso vendría después. Los había enviado a todos a casa de los Richardson; les había dicho la forma más segura de llegar y cómo cruzar las zonas abiertas. Tenían que estar todos en un mismo lugar para así poder organizarse mejor. A él ya se le habían ocurrido varios planes y sabía que Creed estaba trabajando en algo; cuando supieran exactamente en qué situación estaban, decidirían qué hacer.

Salió de debajo de la casa e intentó sacudirse el barro de la ropa. Volvía a ir mojado y tenía frío, aunque el sol empezaba a calentar y el día prometía ser más cálido que el anterior. Todavía llevaba las botas mojadas por haberse metido en el riachuelo la noche anterior, y tenía los pies congelados. La ropa no era problema, podía llevar lo que los Richardson le dejaran pero, si podía, tenía que ir a su casa a buscar un par de botas secas. Pero primero tenía que terminar de localizar a todo el mundo.

Cogió la escopeta, que había dejado apoyada junto a la puerta de entrada a los bajos de la casa y subió las escaleras de la parte trasera, con cuidado de agacharse por si alguno de aquellos tiros ocasionales iba en aquella dirección. Intentó girar el pomo de la puerta y no le sorprendió que la puerta estuviera abierta; casi todos los habitantes de Trail Stop dejaban la puerta abierta por la noche. Cate era una de las pocas que la cerraba, pero ella tenía dos niños pequeños y su madre tenía que evitar que decidieran salir a dar una vuelta en plena noche.

Estaba en la cocina, una sala que conocía perfectamente porque había ayudado a Mario a instalar los nuevos armarios y la encimera. Gena estaba emocionada como una niña pequeña porque ahora tendría más espacio para guardar cosas y porque la cocina quedaría más bonita.

– Gena -dijo-. Soy Cal -otra vez, no obtuvo respuesta.

Arrastrarse era lo más seguro, así que se tiró al suelo, con la escopeta en una mano y entró en el salón. Esperaba encontrar allí los cuerpos, pero estaba vacío. Los cristales de la ventana estaban rotos, y Cal tenía que tener cuidado de no cortarse mientras buscaba marcas de sangre por el suelo. Nada. Miró en el porche delantero. Vacío.

Después, fue a las habitaciones. Mario y Gena dormían en la de delante y Angelina en la más pequeña de atrás. Las dos estaban vacías. La ventana de la habitación de matrimonio estaba rota. Entre las dos habitaciones estaba el baño, y Cal rezó para encontrarlas acurrucadas en la bañera. Pero tampoco hubo suerte.

¿Dónde diantre podían estar? El único lugar que no había mirado era el desván. Esperó que no estuvieran allí, porque era muy peligroso pero había personas que, cuando se enfrentaban a un peligro, lo primero que hacían era ir lo máximo arriba que podían. Miró el techo y allí estaba, justo encima de su cabeza, en el pequeño distribuidor que había entre las dos habitaciones: la cuerda para bajar las escaleras del desván. Si estaban allí arriba, Gena habría vuelto a recogerlas.

El techo no llegaba a los dos metros y medio, así que Cal cogió la cuerda sin ningún problema y bajó las escaleras.

– ¿Gena? -gritó hacia la oscuridad-. ¿Angelina? ¿Estáis ahí? Soy Cal.

Una pequeña voz temblorosa rompió el silencio.

– ¿Papi?

Respiró tranquilo. Al menos, Angelina estaba viva. Se aclaró la garganta.

– No, cariño, no soy papi. Soy Cal. ¿Está mamá ahí contigo?

– Sí -dijo. Cal oyó ruidos y, al cabo de unos segundos, la llorosa cara de la niña apareció en lo alto de las escaleras-. Pero mami está herida y yo tengo miedo.

Mierda. Cal empezó a subir las escaleras imaginándose que se encontraría a Gena en medio de un charco de sangre. Si le habían disparado, había sido allí arriba, porque abajo no había ni una gota de sangre.

Cuando Cal asomó por la escalera, Angelina retrocedió para dejarlo pasar. Iba con el pijama y descalza, cosa que alarmó a Cal, hasta que vio un montón de ropa que habían sacado de una caja y que la niña había utilizado de manta.

El desván no estaba terminado; sólo la mitad de las vigas estaban cubiertas con contrachapado de madera, mientras que el resto del espacio eran las vigas a la vista con el material aislante entre ellas. La parte con suelo estaba llena de cosas: una caja con el árbol de Navidad perfectamente embalada, juguetes viejos, una cuna desmontada, cajas de trastos viejos. Con la espalda doblada, se dirigió hacia donde Gena estaba sentada con la espalda apoyada en una vieja cajonera. Angelina gateó hasta su madre, quien la abrazó con fuerza.

Gena estaba muy pálida pero, en cuanto Cal se arrodilló a su lado, empezó a buscar sangre y no vio nada. El desván estaba prácticamente a oscuras, puesto que la única luz que entraba era la que se filtraba por las grietas del techo y las rejillas de ventilación; demasiado oscuro para ver bien. Le tomó la muñeca y comprobó el pulso; iba muy deprisa, pero con fuerza, de modo que no estaba en shock.

– ¿Dónde te has hecho daño?

– En el tobillo -dijo, con un hilo de voz-. Me lo he torcido -respiró hondo, temblorosa-. ¿Mario…?

Cal meneó la cabeza y Gena arrugó la frente al ver confirmadas sus sospechas.

– Nos… Nos dijo que nos escondiéramos aquí mientras averiguaba que estaba pasando. He esperado toda la noche a que volviera pero…

– ¿Qué tobillo? -la interrumpió Cal. Tenía toda la vida para llorar a su marido, pero él tenía que hacer muchas cosas y disponía de poco tiempo.

Ella se quedó callada, con los ojos llenos de lágrimas, y luego se señaló el tobillo derecho. Cal le arremangó la pernera del vaquero para ver cómo estaba. Y la respuesta era: mal. Lo tenía tan hinchado que el calcetín ya no daba más de sí y el moretón asomaba por encima del algodón. Cuando empezaron los disparos, todavía no se había cambiado para acostarse, así que llevaba vaqueros y zapatillas deportivas y, como por la noche hacía frío, no se había descalzado. Mejor porque, si lo hubiera hecho, no se habría podido volver a calzar. Eso la haría caminar mucho más despacio.

– Hacía frío -dio Angelina, con sus enormes ojos oscuros muy serios mientras apoyaba la espalda contra su madre-. Y estaba oscuro. Mamá tenía una linterna, pero se ha apagado.

– Nos duró lo suficiente para encontrar esa caja de ropa vieja con la que nos hemos tapado -dijo Gena, que inspiró temblorosa mientras hacía un gran esfuerzo por no derrumbarse delante de su hija.

Cal estaba asombrado. ¿Había encendido una linterna y la había dejado encendida? Pues tenían mucha suerte de estar vivas porque, si la luz del sol entraba por las grietas, la luz de la linterna salía por el mismo sitio. El hecho de que el desván no estuviera como un colador le confirmaba que los tiradores tenían visores infrarrojos en lugar de visores nocturnos; la visión nocturna hubiera magnificado la débil luz que pudiera salir por las grietas y habría sido como un enorme cartel con luces de neón que decía: «¡Dispara aquí!»

Lo habían hecho todo mal pero, por caprichos del destino, estaban vivas. A veces, las cosas iban así.

– Estamos todos en casa de los Richardson -dijo-. El sótano está totalmente protegido. Es demasiado pequeño para todos, pero servirá hasta que Creed y yo inventemos algo.

– ¿Inventar algo? ¡Llamad a la policía! ¡Eso es lo que tenéis que hacer!

– No hay teléfono. Ni luz. Estamos aislados -mientras hablaba, miró a su alrededor intentando encontrar algo que Gena pudiera utilizar como muleta. Nada. Tendría que pensar en algo, pero lo primero era lo primero-. Muy bien, tenemos que salir de este desván; aquí no hay ningún tipo de protección. Angelina tiene que ponerse ropa cálida y zapatos…

– No puedo caminar -dijo Gena-. Ya lo he intentado.

– ¿Tienes algún vendaje elástico con el que pueda reforzarte el tobillo? Ya encontraré algo para que te apoyes, pero tienes que caminar. No tienes otra opción. Te dolerá muchísimo, pero tienes que hacerlo -no dejó de mirarla ni un segundo para explicarle sin palabras lo seria que era la situación.

– ¿Un vendaje elástico? Ah… creo que sí. En el baño.

– Iré a buscarlo -a los pocos segundos, ya estaba abajo, abriendo todos los cajones del tocador del baño hasta que encontró el vendaje. Ya que estaba en el baño, miró en el botiquín, encontró un bote de aspirinas y se lo metió en el bolsillo; luego, volvió al desván.

– Tómate un par de aspirinas -le dijo mientras le daba el bote-. No tengo agua así que, si no puedes tragártelas enteras, mastícalas.

Gena masticó las pastillas, con una cara horrible, mientras Cal le vendaba el tobillo.

– Haremos lo siguiente: primero bajaré a Angelina y la dejaré en la cocina para que se cambie…

– ¿Por qué en la cocina?

– Para mayor protección. Sólo escúchame y haz lo que te diga, porque quizá no tenga tiempo de explicarte cada detalle. Luego subiré a por ti y, cuando estés abajo, buscaré algo que te sirva de apoyo.

– Mario tiene el bastón de su padre -le temblaron los labios en cuanto pronunció el nombre de su marido, pero respiró hondo y continuó-. En el armario del salón.

– Muy bien, perfecto -no era una muleta, pero era mejor que nada, y Cal no tendría que gastar un tiempo maravilloso buscando algo imaginativo para que pudiera usar. Se puso de cuclillas y le ofreció la mano a Angelina.

– Venga, garbanzo, vamos a bajar la escalera.

– ¿Garbanzo? -dijo la niña, entretenida-. Mami, me ha llamado garbanzo.

– Lo sé, cariño -acarició el pelo de la niña-. Ve con Cal y haz lo que él te diga. Cámbiate de ropa en la cocina mientras me ayuda a bajar por la escalera, ¿vale?

– Vale.

Cal colocó a la niña entre la escalera y él, para que no tuviera miedo de caer y la ayudó a bajar por la inestable escalera. Cuando la niña vio que los cristales del salón estaban rotos, muy indignada dijo: