– ¡Mira! -y empezó a caminar hacia allí. Pero Cal la detuvo. Lo último que quería era que se asomara a la ventana y viera el cuerpo de su padre ni que se cortara los pies con los cristales rotos.
– No puedes entrar al salón -le explicó, mientras la llevaba a su habitación-. Los cristales del suelo te cortarían los pies incluso si llevaras zapatos.
– ¿Atravesarían los zapatos?
– Sí. Son unos cristales especiales.
– Guau -dijo la niña, con los ojos como platos, mientras miraba los cristales en cuestión.
Cal descubrió que la ropa de niña pequeña era la misma que la de niño, pero en rosa. Encontró unos vaqueros y un jersey, unas zapatillas deportivas con cordones rosa, calcetines de flores y una chaqueta de lana rosa con capucha.
– ¿Sabes vestirte sola? -le preguntó Cal mientras la acompañaba a la cocina.
Ella asintió y lo miró confundida.
– Yo me visto en mi habitación, no en la cocina.
– Ya, pero hoy mami quiere que te vistas en la cocina -le repitió-. Te lo ha dicho arriba, ¿te acuerdas?
Ella asintió y luego preguntó:
– ¿Por qué?
Vaya, ¿y ahora qué le decía? Al recordar viejas experiencias con su madre, recurrió a una respuesta clásica:
– Porque lo ha dicho ella.
Evidentemente, Angelina ya había oído esa respuesta antes, así que suspiró y se sentó en el suelo de la cocina.
– Vale, pero no puedes mirar.
– No miraré. Voy a buscar a mamá al desván. No salgas de la cocina. Quédate donde estás.
Aceptó otro largo suspiro como respuesta afirmativa y volvió a la escalera, levantó la cabeza y vio que Gena se asomaba.
– Me he arrastrado -dijo mientras, de forma experimental, apoyaba el pie izquierdo en el segundo escalón y se apoyaba con las manos en el suelo del desván para darse la vuelta. Cal había pensado bajarla con una cuerda, pero ahora ya estaba en la escalera.
Era imposible que pudiera bajar sin apoyar el pie lesionado. La primera vez que lo hizo, no pudo reprimir un agudo grito de dolor que enseguida cortó. La segunda vez, se mordió el labio y se obligó a soportar el dolor durante los escasos momentos que tardaba en volver a apoyar el pie bueno. Hizo una pausa allí, esperando a que el dolor amainara y bajó un escalón más. Cal sujetó la escalera para que se moviera lo menos posible, pero no podía subir a ayudarla porque la escalera no soportaría el peso de los dos. Cuando pudo cogerla por la cintura, la levantó a peso y la llevó a la cocina, donde la dejó sentada en una de las sillas de la mesa.
Angelina se estaba calzando y se levantó para correr junto a su madre. Gena se agachó y su pelo rubio se mezcló con el negro de su hija.
– Voy a buscar el bastón -dijo, y se fue al salón. Estaba guardado al fondo del armario, pero lo encontró enseguida y se lo llevó a Gena.
– Saldremos por detrás. Yo llevaré a Angelina. Gena, sé que el tobillo te duele mucho, pero tienes que seguirme.
– Lo intentaré -dijo, con la cara tan pálida que parecía que iba a desmayarse en cualquier momento. No desvió la mirada hacia el salón ni un segundo, como si temiera ver a Mario, porque sabía que no podría soportarlo.
– A veces, tendremos que arrastrarnos por el suelo. Haz lo que yo haga -no tenía tiempo para explicarle los tortuosos ángulos que había descubierto para mantenerlos ajenos a visores infrarrojos casi todo el trayecto. De todos modos, en un día caluroso como hoy esos visores no funcionaban tan bien, porque la diferencia entre la temperatura ambiente y la del cuerpo no era tanta. Después de dos días inusualmente fríos, hoy era mucho más cálido. Eso, añadido al hecho de que el ojo humano no podía verlo todo al mismo tiempo mientras vigilaba un radio tan grande, les ayudaría a llegar a casa de los Richardson con una exposición mínima. Había un par de puntos donde, sencillamente, no había ninguna estructura tras la que esconderse y allí Gena tendría que ir lo más rápido posible. La segunda persona siempre corría más peligro que la primera.
Cal tenía muchas cosas que hacer, mucha gente que localizar, pero se olvidó de eso y se concentró en lo que tenía entre manos. Tardaron, y bastante, pero Gena hacía lo que podía. Al final, las dejó en un punto a partir del cual podían seguir sin él.
– ¿Nos dejas aquí? -exclamó Gena cuando Cal le dijo que él tenía que volver.
– Podéis llegar solas; está a unos doscientos metros. Todavía no he encontrado a los Starkey ni a los Young -a pesar de las protestas de Gena, Cal las envió a las dos solas y regresó sobre sus pasos.
Antes de continuar con la búsqueda, consiguió llegar al colmado. Con la espalda pegada a la parte trasera del edificio, asomó la cabeza rápidamente para ver las escaleras que subían hasta su casa y los ángulos que lo expondrían a los tiradores. Las escaleras eran demasiado arriesgadas y aquella era la única entrada; desde el colmado, no podía acceder arriba. Todavía.
Golpeó la cerradura de la puerta del almacén con la culata de la escopeta; puede que los habitantes del pueblo no cerraran sus casas por la noche, pero eso no significaba que dejaran sus negocios desprotegidos. En el almacén, vio la sierra que había utilizado para cortar troncos para el invierno, ya había una buena pila junto a la puerta, así como el hacha con que cortaba los trozos pequeños.
Cogió el hacha, entró en el colmado y miró el techo de la tienda, dibujando mentalmente la distribución de su piso.
No quería cortar ninguna tubería, así que tenía que centrarse en el lado derecho. El baño estaba justo encima del baño de la tienda, lógicamente. Su pequeña cocina, si es que algo de aquellas dimensiones podía calificarse como cocina, también estaba a la izquierda. Por desagracia, el mostrador, que era la plataforma más estable para subirse, también estaba a ese lado.
Miró el techo e hizo sus cálculos. El techo tendría unos tres metros y él medía casi metro ochenta. Eso significaba que necesitaba algo de unos setenta y cinco centímetros donde subirse para poder trabajar con el hacha. ¡Qué demonios! Todos esos sacos de grano podían servir de algo, aparte de estar ahí tirados en el suelo.
Empezó a trasladar los sacos de veinte kilos. Colocó cada capa de forma perpendicular a la anterior, para poder conseguir más estabilidad. Cuando terminó, estaba sudado y tenía sed, pero no se detuvo. Saltó encima de la improvisada plataforma, separó las piernas y empezó a golpear el techo con el hacha.
La pila de sacos no era totalmente estable y, como no podía mover los pies, lo que implicaba que no golpeaba con todas sus fuerzas, el equilibrio era precario. Con esas limitaciones, tardó media hora en abrir un agujero en el techo por donde cupiera una persona adulta. Cuando consideró que el tamaño era suficiente, se agachó para dejar el hacha apoyada en los sacos; luego, se levantó, dobló las rodillas y saltó.
Se agarró a los extremos del agujero y se quedó allí colgado varios segundos mientras controlaba el balanceo de su cuerpo, luego flexionó los músculos de los brazos y los hombros y empezó a subir. Con tanta presión, los cortes que Cate tan cuidadosamente le había curado la noche anterior, volvieron a abrirse y a sangrar.
Cuando ya estaba lo suficientemente arriba, se dio un último impulso y consiguió apoyar un brazo en el suelo de su piso. Apoyó el otro brazo, hizo fuerza y rodó por el suelo de su habitación.
Se desnudó en un abrir y cerrar de ojos y tiró la ropa sucia y mojada por ahí.
Cuando volvió a bajar al colmado, iba vestido para salir de caza.
Capítulo 24
Cada vez que la puerta del sótano se abría, a Cate se le encogía el estómago y el corazón le daba un vuelco cuando levantaba la cabeza, con la esperanza de ver a un hombre esbelto y despeinado. Cuando, después de una y otra vez, seguía sin aparecer, notó que los nervios se le empezaban a tensar hasta que se dijo que, si no se distraía, se volvería loca.
Intentó mantenerse ocupada pero, en un sótano lleno de gente hambrienta, con sed y con ganas de ir al baño, tampoco había tantas cosas que hacer. Al menos, Perry y su cubo se encargaban de saciar la sed de los allí congregados. Cate y Maureen hacían lo que podían con la comida, pero Maureen no tenía comida suficiente para tanta gente; ni siquiera tenía un paquete de pan para sándwiches. Calentaron un poco de caldo y sopa en la estufa de keroseno y untaron manteca de cacahuete en galletas saladas para darle proteínas al cuerpo. Aparte de eso, y sin luz, poco más podían hacer.
La situación del baño era más complicada, puesto que implicaba salir del sótano y subir a casa de los Richardson, donde la protección era menos pero, de vez en cuando, la desesperación hacía que uno a uno fueran saliendo. Además, sin luz para tirar de la cadena, cada uno tenía que llevarse un cubo de agua para hacerlo, cosa que obligaba a Perry a trabajar mucho más. Incluso Creed consiguió subir, para mayor preocupación de Neenah, sirviéndose del bastón de Gena.
– Lo de anoche fue suerte -dijo Creed, cuando Neenah le recordó que a Maureen estuvieron a punto de dispararle-. Estaban disparando para impresionarnos e inmovilizarnos. Hoy ya no han disparado tanto, porque tienen que plantearse cuánta munición quieren malgastar. Siempre pueden ir a por más, claro, y nosotros no. Supongo que han disparado cuando han visto a Cal.
Todo el mundo se quedó en silencio y Creed se dio la vuelta. Vio a Cate en los pies de la escalera, pálida y como si le acabaran de dar un puñetazo en el estómago.
Ella sabía que todos los que habían llegado esa mañana habían sido localizados, rescatados, cuidados y enviados por Cal. Se lo imaginaba como una especie de pastor recogiendo el rebaño. Pero no, en lugar de eso estaba ahí fuera con gente disparándole.
Creed hizo una mueca cuando vio la expresión de su cara y, en voz baja, dijo:
– Mierda -y luego añadió-. Cate, estará bien. Hombres mejores que esos dos han intentado matarlo.
Cate alargó una mano para aguantarse en algo, porque empezó a marearse. Creed hizo otra mueca, porque comprendió que aquel último comentario no la había tranquilizado. Intentó rectificar.
– Lo que quiero decir es que… Yo estuve en los Marines con él. Sabe lo que hace.
Cate no se sintió mejor. Se suponía que Creed también sabía lo que hacía, y le habían dado. Puede que, si no se hubiera quedado viuda ya una vez, lo vería de otra forma, pero había perdido a su marido de forma repentina muy joven. Las muertes repentinas existían, y los médicos habían hecho lo posible para salvar a Derek, pero es que ahora había gente disparando voluntariamente a Cal. ¿Cómo iba a tranquilizarse?
Era como si lo acabara de conocer y sabía que había nacido algo entre ellos. Todo era nuevo y emocionante y prometedor. No podía perderlo ahora.
Dejando atrás lo que había dicho hasta entonces, Creed volvió a bajar las escaleras y tomó la fría mano de Cate entre las suyas. Tenía el gesto amable y los ojos de color avellana llenos de comprensión mientras intentaba calentarle las manos.
– Estará bien. No sé quiénes son esos tipos que nos están disparando, pero te prometo que ninguno de ellos es, ni de cerca, tan bueno como él. Cal no era un marine normal, era del Equipo Especial. No sé si sabes lo que significa… -hizo una pausa y ella meneó la cabeza-. Pues significa que es un experto en muchas cosas pero la primera de la lista es evitar que le maten.
La emoción se apoderó de ella: miedo, rabia y hasta vergüenza por derrumbarse de aquella forma, pero no podía evitarlo; se agarró a él en busca de ayuda y lo miró para buscar seguridad.
– Señor Creed, yo…
– Llámame Josh -dijo él-. Creo que la situación obliga a tutearnos, ¿te parece?
– Josh -repitió ella, algo avergonzada porque se dio cuenta de que también lo había mantenido a cierta distancia-. Yo… Tú… -se calló porque estaba empezando a tartamudear y no tenía una idea definida de lo que quería decir. «¿Ve a buscarlo?» «¿Tráelo de vuelta sano y salvo?» Sí, eso es lo que quería. Quería que Cal entrara por esa puerta.
– Mira -él le apretó las manos y le dio unas palmaditas-. Está haciendo lo que mejor se le da, que es averiguar qué está pasando.
– Pero han pasado muchas horas…
– La gente sigue llegando, ¿no? Los envía él, o sea que sabes que está bien. Roy Edward -dijo, en voz alta. El viejo Starkey había sido el último en llegar-. ¿Cuándo viste a Cal por última vez?
Roy Edward apartó la mirada de Milly Earl, que le había estado limpiando la cara. Su mujer Judith y él tenían golpes y arañazos de las caídas. No se mantenían de pie demasiado bien; ambos habían caído pero, milagrosamente, ninguno se había roto ningún hueso.
– Hará menos de una hora -respondió el hombre. Estaba cansado y le costaba hablar-. Dijo que éramos los últimos. Iba a recoger unas cuantas cosas antes de volver.
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