Los últimos. Atónita más allá de su tristeza, miró a su alrededor y vio a los que estaban allí y los que no. Todos estaban haciendo lo mismo, porque sabían que no llegarían más vecinos a los que recibir entre gritos de alivio y bienvenida. Mario Contreras. Norman Box. Maery Last. Andy Cahpman. Jim Beasley. Lanora Corbett. Ratón Williams. Habían perdido a siete personas. ¡Siete!

En silencio, Creed subió las escaleras. Neenah lo siguió, con lágrimas resbalándole por las mejillas, para evitar que se hiciera más daño.

– No podemos dejarlos ahí fuera -dijo Roy Edward, con una nota de rabia en su vieja voz-. Son nuestra gente. Tenemos que hacer lo correcto por ellos.

Otra vez se hizo el silencio mientras cada uno de ellos se daba cuenta de la gran responsabilidad que tenían. Recuperar los cuerpos sería una tarea complicada y, aunque lo hicieran, sin luz no tenían forma de conservarlos. Pero tenían que hacer algo. Hoy hacía calor, lo que significaba que tenían que decidir algo con cierta urgencia.

– Yo tengo el generador -dijo Walter, al final-. Y todos tenemos congeladores. Ya nos las arreglaremos.

Sin embargo, el generador de Walter estaba en la parte del pueblo más cercana a los tiradores, y mover congeladores por el pueblo implicaba dos personas por máquina y tener que salir al aire libre.

Gena no pudo soportarlo más, ni siquiera por Angelina. Hundió la cara entre las manos y empezó a llorar, sacudiendo el cuerpo. Cate recordó cundo ella también había llorado así y se acercó a ella, se sentó a su lado y la abrazó. No había palabras en el mundo que pudieran curar ese dolor, así que no dijo nada. Angelina arrugó la frente y sus enormes ojos negros empezaron a llenarse de lágrimas.

– ¡Mamá, no llores! -acercó sus manos a las piernas de Gena, dando y buscando apoyo-. ¡Mamá!

Cate también abrazó a Angelina. Sus hijos eran demasiado pequeños cuando Derek murió, demasiado pequeños para echarlo de menos y llorar su ausencia, pero Angelina no. Cuando entendiera que su padre se había marchado para siempre y que no volvería, solamente el tiempo le curaría las heridas.

– ¿Cómo lo haces? -dijo Gena entre sollozos, de forma tan entrecortada que Cate casi no la entendió-. ¿Cómo se sale adelante?

¿Cómo funcionas cuando tu cuerpo está partido por la mitad por un dolor emocional? ¿Cómo te levantas día tras día con un enorme agujero en tu vida? ¿Cómo consigues volver a sonreír, a reír, a volver a sentir alegría?

– Lo haces -respondió Cate muy tranquila-. Porque no tienes otra opción. Yo tenía a mis hijos. Tú tienes a Angelina. Tienes que hacerlo por ella.

La puerta se abrió y apareció Cal.

Se había cambiado de ropa. Llevaba lo que a Cate le pareció ropa de caza: un par de pantalones multibolsillos de camuflaje, una camiseta de color verde aceituna y una camisa desabotonada de la misma tela de camuflaje que los pantalones. Llevaba botas Goretex flexibles, un cuchillo de caza en una funda colgada del cinturón, la escopeta colgada del hombro izquierdo y un rifle con un visor adicional acoplado en la mano derecha. Sin embargo, si fuera de caza, llevaría una gorra o un chaleco de color naranja fosforito.

Cuando lo entendió todo se le hizo un nudo en el estómago. Aquella ropa hablaba por sí misma y decía que tenía la intención de ir a cazar a los hombres que les estaban disparando. Soltó a Gena y se levantó, impulsada por el terror que se había apoderado de ella. Quería gritar; quería enfrentarse a él y atarlo a algún sitio para que no pudiera marcharse. Se negaba a dejar que lo hiciera; no podía ver cómo se iba cuando había muchas posibilidades de que no volviera…

La mirada de Cal la encontró. Ella vio que se fijaba en su expresión pálida y asustada. Con cuidado, Cal dejó las dos armas en un rincón donde nadie pudiera tirarlas al suelo y luego empezó a abrirse camino entre el gentío para llegar a ella. La gente le decía cosas y le daba palmaditas en el hombro, y él asentía y los saludaba, pero no se paró ni un segundo, no se apartó de su camino ni un centímetro.

Cuando llegó hasta ella, le rozó la mano y dijo:

– ¿Estás bien?

Cate tenía la sensación de que, si intentaba decir algo, se echaría a llorar, así que meneó la cabeza de forma breve.

Cal miró a su alrededor y vio que allí no tenían ningún tipo de intimidad.

– Sígueme.

Ella lo hizo, ajena a todo lo que la rodeaba y sin ver nada excepto la espalda de Cal. La acompañó fuera, bajo la intensa luz del sol, pero se detuvo donde el pequeño montículo de tierra todavía los protegía, Se volvió para observarla con su pálida y calmada mirada y dijo:

– ¿Qué pasa?

¿Qué pasaba?

– Tu ropa -soltó ella, incapaz de formular un motivo más coherente.

Extrañado, Cal miró su ropa.

– ¿Mi ropa?

– Vas a ir tras ellos, ¿no?

Entonces lo entendió todo.

– No podemos quedarnos aquí sentados -respondió, calmado-. Alguien tiene que hacer algo.

– ¡Pero no tú! ¿Por qué tienes que hacerlo tú?

– No sé quién más podría hacerlo. Mira a tu alrededor. Mario era el más joven, y está muerto. Josh podría haberlo hecho, pero tiene un hueso de la pierna roto. Los demás son muy mayores y no están en forma. Soy la opción más lógica.

– ¡A la mierda la lógica! -exclamó ella, con fiereza, mientras lo agarraba por la camisa-. Sé que no tengo derecho a decirte nada porque no somos… no hemos… -meneó la cabeza para intentar contener las lágrimas que se le acumulaban en los ojos-. No puedo perder… Otra vez no…

Cal interrumpió su discurso incoherente cuando agachó la cabeza y la besó.

Tenía unos labios muy suaves. El beso fue dulce, explorador. Los labios de Cal se movieron sobre los de Cate, aprendiendo y pidiendo, y ella echó la cabeza atrás a modo de respuesta.

– Sí que tienes derecho -murmuró él mientras le tomaba la cara entre las manos, deslizaba los dedos por su pelo y le empezaba a dar una serie de besos tiernos y hambrientos, como si le estuviera comiendo la boca. Ella se agarró a sus antebrazos, le clavó los dedos en los poderosos músculos y tendones, agarrándose a él como si le fuera la vida en ello.

La lengua de Cal hizo lentas incursiones, entrando y saliendo, provocando como si tuviera todo el tiempo del mundo y esa fuera la mejor manera de pasarlo.

Jamás la habían besado con tanta… satisfacción.

Estaba excitado; Cate notaba la protuberancia de su pene en los pantalones. Esperaba notar cómo movía las caderas, pero lo único que movió fueron la lengua y esos deliciosos labios. En el interior de Cate nació una sensación de calidez que alejaba todo el miedo y la rabia porque Cal estuviera a punto de dar ese paso tan peligroso cuando estaban a las puertas de algo que parecía tan maravilloso que Cate casi no se lo creía.

Cal abandonó la boca y empezó a besarla en las mejillas, en las sienes, en los ojos, hasta que regresó a la boca.

Si hacía el amor tan despacio como besaba… ¡Dios mío!

– Deberíamos volver -le susurró pegado a su boca, y luego apoyó la frente en la de ella-. Tengo muchas cosas que hacer.

Ella se separó y lo miró a los ojos azules. Estaban tan tranquilos como siempre, pero ahora Cate veía en ellos la naturaleza de acero de ese hombre. No era estridente; no le gustaba llamar la atención… porque no lo necesitaba. Estaba increíblemente seguro de él mismo y de sus habilidades. Estaba dispuesto a arriesgar su vida por ellos sin ningún titubeo.

Ella se habría quedado allí y habrían discutido hasta que ambos hubieran extraído los cheques de la seguridad social, pero Cal le dio la vuelta y la hizo bajar al sótano. Vio muchas sonrisas y miradas cómplices, pero no era ninguna sorpresa teniendo en cuenta el comportamiento de Cal de la noche anterior y el hecho de que acababan de besarse en la puerta. Lo que la sorprendió fue que nadie, absolutamente nadie, pareció sorprendido. Por lo visto, ella era la única a quien le costaba hacerse a la idea de estar juntos pero, claro, también era la única que no se había planteado en ningún momento aquella posibilidad.

De la misma irritante forma que demostraban todos los hombres, Cal ya se había concentrado en los negocios y estaba reunido con Creed y los demás hombres. Creed incluso tenía una libreta en la mano y estaba señalando algo con un bolígrafo. Los demás se congregaron a su alrededor para escuchar lo que estaban diciendo.

– El puente está inutilizable -dijo Cal-. De ahí la gran explosión. La luz se fue justo antes, lo que significa que han cortado las líneas. El teléfono tampoco funciona. Por la forma en que se han posicionado, su intención es evitar que alguien vaya a pedir ayuda a través de la grieta en la montaña. Querían aislarnos y retenernos aquí.

– Pero, ¿por qué diablos lo hacen? ¿Y quiénes son? -gruñó Walter mientras la frustración lo hacía pasarse la mano entre el poco pelo que le quedaba.

– No he visto a nadie, pero apostaría que los dos tipos de la semana pasada han vuelto, y con refuerzos. En cuanto a lo que quieren… -Cal se encogió de hombros-. Diría que es a mí.

– ¿Porque te enfrentaste a ellos?

– Y golpeó a uno en la cabeza -añadió Neenah. Estaba sentada en el frío suelo de cemento, al lado de Creed. No se había apartado de su lado desde la noche anterior.

– No he dicho que fuera razonable -dijo Cal-. Algunas personas se dejan llevar por el ego y se convierten en seres despiadados.

– Pero esto… Esto ya pasa de castaño oscuro, es una locura -se quejó Sherry. Habían muerto siete personas. Aquello tenía que ser por algo más que un par de egos heridos-. Si están tan locos, ¿por qué no te han cogido aparte y te han dado una buena paliza?

– No es tan fácil darme una paliza -dijo, muy despacio-. Quizá es la forma que tiene la mafia de decir: «Métete en tus asuntos». No lo sé.

– ¿La mafia? ¿Crees que son de la mafia? -preguntó Milly.

Una pregunta que provocó otro encogimiento de hombros.

– Es una posibilidad.

– La geografía juega en contra nuestro -intervino Creed, para recuperar el hilo inicial. Señaló el mapa que había dibujado-. El río nos impide por completo operar por este lado. La corriente es demasiado fuerte y las rocas romperían en mil pedazos cualquier barca. Por encima del río hay una pared vertical que no se puede rodear, o sea que no es una opción.

– Trail Stop está situado en una meseta con forma de paramecio -continuó Cal-. El puente estaba en un extremo y a este lado del extremo está el río. Aquí no tenemos tierra para poder operar y el río supone una barricada natural. Y aquí-señaló en el mapa de Creed-, tenemos montañas que sólo suben las cabras de monte. Así que eso sólo nos deja este lado del paramecio, hacia la grieta en la montaña, y la han asegurado con los tiradores. Tienen visores infrarrojos, que funcionan mejor durante la noche pero, durante el día, no los necesitan. Tendré que esperar hasta esta noche y meterme en el agua para no desprender calor.

– ¿Cuánto tiempo tardarías en atravesar la grieta? -preguntó Sherry.

– No tengo que atravesarla. Sólo tengo que llegar hasta uno de los tiradores y, después, ya estaré tras ellos y podré seguir la carretera.

Cate contuvo la respiración de forma sonora. No era una estratega, pero sabía el frío que había pasado la noche anterior, lo cerca que había estado de la hipotermia. Y el agua no estaría más caliente hoy. ¿Quién sabe cuánto tiempo tendría que pasarse en el agua mientras esperaba el momento idóneo? Y después tendría que caminar varios kilómetros con esa ropa helada encima, y cada vez se iría enfriando más. Y si alguno de ellos lo veía mientras cruzaba el río, irían en su caza como si fuera un animal y él tendría demasiado frío para esquivarlos. ¿Por qué nadie se oponía? Era demasiado peligroso. ¿Por qué estaban todos dispuestos a dejar que arriesgara su vida?

Porque, como él había dicho, no había nadie más. Creed estaba herido. Mario estaba muerto. Los demás eran de mediana edad y no estaban en forma, e incluso había algunos de la tercera edad que ya ni se acordaban de su forma.

Excepto ella.

– No -dijo, porque vio que nadie lo hacía-. No. Es demasiado peligroso, y no intentes decirme que no lo es -añadió cuando Cal abrió la boca para decirle exactamente eso-. ¿Acaso crees que no estarán esperando que alguien intente salir por allí? Anoche casi no podías andar del frío que tenías después de haberte metido en el agua. Además, ¿qué será de nosotros si te matan?

– Me imagino que, puesto que sólo me quieren a mí, se marcharán.

Su tranquilidad hizo que Cate quisiera gritar, cogerlo y sacudirlo por tomarse su vida tan a la ligera. Se quedó allí de pie con los puños cerrados mientras toda esa banda de hombres la miraban como si no entendiera nada. Pero sí que lo entendía, ¿vale?, y no iba a pasar por lo mismo otra vez.