El señor Harris se levantó con mucho cuidado y la miró mientras mentalmente evaluaba si ya era seguro hablar. Decidió que sí y se aclaró la garganta:
– La fuga ya está solucionada; era una tuerca que se había aflojado -mientras hablaba, se fue sonrojando y, al final, agachó la cabeza y se quedó mirando la llave inglesa que tenía en las manos.
Ella suspiró aliviada y empezó a caminar hacia la puerta.
– Gracias a Dios. Voy a buscar el monedero para pagarle.
– No ha sido nada -murmuró él-. Sólo la he apretado.
Sorprendida, Cate se detuvo en seco.
– Pero tendré que pagarle algo por su tiempo.
– He tardado un minuto.
– Un abogado cobraría una hora entera por ese minuto -comentó Sherry, que parecía divertirse con aquella situación.
El señor Harris dijo algo en voz baja que Cate no entendió, pero Sherry sí que lo hizo, porque enseguida sonrió. Cate se preguntó qué era eso tan divertido, pero no tenía tiempo para averiguarlo.
– Por lo menos deje que le sirva una taza de café. Invita la casa.
Él dijo algo parecido a «gracias», aunque también podría haber sido «no se moleste». Cate prefirió pensar que había dicho lo primero; fue al comedor, llenó un vaso de papel grande para llevar y le colocó una tapa de plástico. Se acercaron dos hombres más para pagar; a uno lo conocía pero al otro no, aunque en temporada de caza no era extraño. Les cobró, echó un vistazo a los pocos clientes que quedaban, que parecían tener todo lo que necesitaban, y se llevó el café a la cocina.
El señor Harris estaba de rodillas, ordenando la caja de herramientas. Cate se sintió culpable.
– Lo siento mucho. Les dije que no se acercaran a las herramientas pero… -levantó un hombro, un gesto de frustración, y le ofreció el café.
– No pasa nada -respondió él mientras cogía el vaso con la mano rugosa y sucia de grasa. Ladeó la cabeza-. Me gusta su compañía.
– Y a ellos la suya -replicó ella, algo seca-. Voy a subir a ver qué hacen. Gracias otra vez, señor Harris.
– Todavía no han pasado los quince minutos -dijo Sherry, mirando el reloj.
Cate sonrió.
– Ya lo sé, pero no saben calcular el tiempo así que, ¿qué importan unos minutos menos? ¿Puedes vigilar la caja un rato? En el comedor todo estaba en orden, nadie necesitaba café; así que no hay nada que hacer hasta que se marchen todos.
– Yo me encargo -dijo Sherry, y Cate salió de la cocina por la puerta lateral y subió el largo y empinado tramo de escaleras. Para ella y los niños había elegido las dos habitaciones de delante y había dejado las que gozaban de mejores vistas para los huéspedes. Tanto las escaleras como el pasillo estaban enmoquetados, así que llegó arriba sin hacer ruido. La puerta de la habitación de los niños estaba abierta, pero no los oyó. Sonrió; buena señal.
Se detuvo en la puerta y se los quedó mirando un minuto. Tucker estaba sentado en la silla de castigo, con la cabeza agachada mientras se mordía las uñas. Tanner estaba sentado en el suelo, subiendo uno de sus coches de juguete por la pendiente que había fabricado apoyando uno de sus cuentos en la pierna al tiempo que imitaba el sonido de un motor con la boca cerrada.
Un recuerdo le asaltó la memoria y se le encogió el corazón. Su primer cumpleaños, a los pocos meses de la muerte de Derek, les había traído una avalancha de juguetes. Ella jamás les había enseñado a hacer ruidos de motor; apenas empezaban a caminar y sus juguetes eran blandos, como animales de peluche, o juegos educativos con los que ella les enseñaba palabras y coordinación. Cuando Derek murió, ellos eran demasiado jóvenes y no les pudo enseñar a jugar a cartas y Cate sabía que su padre tampoco lo había hecho. Su hermano, que quizá lo habría hecho, vivía en Sacramento y sólo lo había visto una vez desde la muerte de Derek. Sin nadie que les hubiera enseñado a hacer ruido de motor, cada uno de ellos había cogido uno de sus coloridos coches de plástico y los movían adelante y atrás, al tiempo que hacían un ruido parecido a «wroomm, wroomm», e incluso hacían la pausa del cambio de marchas. Cate se los quedó mirando embobada porque, por primera vez, se dio cuenta de que gran parte de su personalidad estaba ya formada; puede que ella supiera satisfacer sus instintos más básicos, pero no tenía la capacidad de moldear sus mentes. Eran quienes eran y adoraba cada centímetro y cada molécula de su ser.
– Hora de cambiar -dijo, y Tucker saltó de la silla de castigo con un gran suspiro de alivio. Tanner soltó el coche de plástico y bajó la cabeza hasta que la barbilla le tocó el pecho, la imagen perfecta de penoso abatimiento. Se levantó del suelo y parecía que llevaba unos pesos invisibles colgados de las piernas, porque apenas podía avanzar. Se movía tan despacio que Cate llegó a pensar que tendría edad para ir al colegio antes de llegar a esa silla. Sin embargo, al final llegó y se dejó caer en el asiento.
– Diez minutos -dijo ella, reprimiendo otra vez las ganas de reír. Estaba claro que Tanner creía que era un desdichado; su lenguaje corporal gritaba que no tenía ninguna esperanza de que le levantaran el castigo hasta el día de su muerte.
– Me he portado bien -dijo Tucker, mientras se abrazaba a la pierna de su madre-. No he dicho nada.
– Has sido muy valiente -dijo Cate mientras le acariciaba el oscuro pelo-. Has cumplido el castigo como un hombre.
El niño la miró, con aquellos ojos azules muy abiertos.
– ¿De veras?
– Sí. Estoy muy orgullosa.
Irguió la espalda y miró de forma pensativa a Tanner, que parecía que fuera a expirar en cualquier momento.
– ¿Soy más vaguiente que Tannel?
– Valiente -lo corrigió Cate.
– Vallliente.
– Muy bien. Y es Tanner.
– Tannerrr -repitió el niño, haciendo especial hincapié en la última consonante.
– Recuerda: tómate tu tiempo para pensar y te saldrá de un tirón.
El niño, extrañado, ladeó la cabeza.
– Quién es el cabrón.
– ¡Tucker! -horrorizada, Cate se quedó de una pieza y boquiabierta-. ¿Dónde has oído esa palabra? El niño la miró todavía más extrañado.
– La acabas de decir tú, mami. Has dicho: «Te saldrá el cabrón».
– ¡De tirón, no el cabrón!
– Ah -el niño frunció el ceño-. De tirón. ¿Y quién es el tirón?
– Da igual -quizá había sido una coincidencia; quizá el pequeño ni siquiera había oído la palabra «cabrón» en ningún sitio. Después de todo, el alfabeto sólo tenía veintiocho letras, por lo que no debía de extrañarle que confundiera unas con otras. Si ella no le hubiera dicho nada, quizá el crío lo habría olvidado al cabo de unos segundos. Sí, claro. Lo perfeccionaría en privado y lo soltaría en el peor momento, sólo para avergonzarla, seguramente delante de su madre.
– Siéntate y juega mientras Tanner está en la silla de castigo -le dijo, dándole una palmadita en el hombro-. Volveré dentro de diez minutos.
– Ocho -dijo Tanner, que revivió lo suficiente como para lanzarle una mirada de rabia.
Cate miró el reloj; tenía razón, le faltaban ocho minutos. Ya llevaba dos minutos en la silla de castigo.
Sí, a veces sus hijos le daban miedo. Podían contar hasta veinte, pero todavía no les había enseñado a restar; además, su concepto del tiempo se limitaba al «ahora mismo» y al «dentro de mucho, mucho tiempo». En algún momento, mientras escuchaba en lugar de hablar, Tanner había aprendido algunas operaciones matemáticas.
Divertida, pensó que quizá el próximo año su hijo podría hacerle la declaración de la renta.
Cuando se volvió, se fijó en el 3 que estaba colgado de la puerta que quedaba al otro lado del pasillo. ¡El señor Layton! Entre la avería y el castigo de los niños, se había olvidado de subirle una bandeja con el desayuno.
Se acercó a la puerta; estaba entreabierta, así que golpeó el marco.
– Señor Layton, soy Cate Nightingale. ¿Quiere que le suba el desayuno?
Esperó, pero no obtuvo respuesta. ¿Acaso había salido y bajado mientras ella estaba en el cuarto de los gemelos? La puerta chirriaba, así que si la hubiera abierto lo habría oído.
– ¿Señor Layton?
Nada. Con cuidado, empujó la puerta y esta chirrió.
Las sábanas y la colcha estaban arrugadas a un lado de la cama y la puerta del armario estaba abierta, con lo que Cate pudo ver varias piezas de ropa colgadas de la barra. Cada habitación tenía su propio baño y, en este caso, la puerta del baño también estaba abierta. En la banqueta, había una maleta de piel abierta, con la parte superior apoyada en la pared. Sin embargo, el señor Layton no estaba. Seguro que había bajado mientras ella estaba con los niños y no había oído el chirrido de la puerta.
Dio media vuelta para salir, porque no quería que el huésped regresara y pensara que estaba husmeando entre sus cosas, pero entonces vio que la ventana estaba abierta y la cortina ligeramente torcida. Extrañada, cruzó la habitación, colocó bien la cortina y la fijó. ¿Cómo demonios se había soltado? ¿Acaso los niños habían estado jugando allí dentro, intentando saltar por la ventana? La idea le congeló la sangre y se asomó para comprobar la distancia hasta el tejado del porche. Una caída así les rompería todos los huesos del cuerpo; seguramente los mataría.
Estaba tan horrorizada ante aquella posibilidad que tardó unos segundos en darse cuenta de que el aparcamiento estaba vacío. El coche de alquiler del señor Layton no estaba allí. O no había subido antes o bien… o bien había saltado por la ventana hasta el tejado del porche, se había deslizado hasta el suelo y se había marchado. La idea era ridícula, pero preferible a pensar que los gemelos habían intentado saltar por la ventana.
Salió de la habitación número 3 y volvió a la de los niños. Tanner seguía sentado en la silla de castigo y todavía parecía que esperaba su inminente final. Tucker estaba dibujando en la pizarra con una tiza de color.
– Niños, ¿alguno de vosotros ha abierto alguna ventana?
– No, mamá -dijo Tucker sin dejar de dibujar.
Tanner levantó la cabeza y la agitó con fuerza.
Decían la verdad. Cuando mentían, abrían mucho los ojos y la miraban como si fuera una cobra y los estuviera hipnotizando con el movimiento de su cabeza. Cate esperaba que siguieran haciéndolo cuando fueran adolescentes.
La única explicación para aquella ventana abierta era que, realmente, el señor Layton había saltado y se había marchado.
¿Por qué diantre haría una cosa así?
Además, si se hubiera hecho daño, ¿el seguro de la pensión lo cubriría?
Capítulo 2
Cate bajó corriendo las escaleras esperando que Sherry no hubiera tenido que hacer frente a una avalancha de clientes mientras ella estaba arriba con los gemelos. Cuando se acercó a la puerta de la cocina, oyó la voz de Sherry, muy divertida.
– Me preguntaba cuánto tiempo ibas a quedarte debajo del fregadero.
– Tenía miedo de que, si me movía, también me pegaría un cachete en el culo.
Cate se detuvo en seco y con los ojos abiertos como platos. ¿Lo había dicho el señor Harris? ¿El señor Harris? ¿Y a Sherry? Podía imaginárselo diciéndoselo a otro hombre, pero cuando hablaba con una mujer apenas podía decir dos palabras seguidas sin sonrojarse. Además, lo había dicho en un tono relajado que ella desconocía, un tono que le hacía dudar de si realmente lo había oído.
¿El señor Harris… y Sherry? ¿Acaso se había perdido algo? Era imposible; la idea de que esos dos fueran más que amigos era demasiado descabellada para ser real, era como… como Lisa Marie Presley y Michael Jackson juntos.
Aunque eso le enseñó que todo era posible.
Sherry era mayor que el señor Harris, tendría unos cincuenta y pico, aunque la edad no importaba. También era una mujer atractiva, robusta pero con curvas, pelirroja, cariñosa y amigable. El señor Harris tenía… bueno, Cate no tenía ni idea de cuántos años tenía. Supuso que debía estar entre los cuarenta y los cincuenta. Intentó imaginárselo en su cabeza: parecía mayor de lo que debía ser en realidad, y no es que estuviera arrugado ni nada de eso, sencillamente era una de esas personas que nacían mayores, que desprendían una actitud de haberlo visto todo. De hecho, ahora que se paraba a pensarlo, puede que ni siquiera tuviera cuarenta años. Siempre llevaba el anodino pelo, de un indefinido color entre el castaño y el rubio, despeinado y nunca lo había visto sin un par de pantalones manchados de grasa. Era tan desgarbado que las chaquetas le colgaban por todas partes, más ligeras que la moral de una prostituta.
Cate se avergonzó; era tan tímido que ella evitaba mirarlo o hablar con él, porque no quería ponerlo nervioso, y ahora se sentía culpable porque mostrarse tan poco comunicativa era más fácil que conocerlo y tranquilizarlo, como estaba claro que había hecho Sherry. Cate también debería haberse aplicado, debería haber hecho el esfuerzo de ser su amiga, igual que todos habían hecho con ella cuando llegó y se hizo cargo de la pensión. ¡Menuda vecina había sido!
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