Después de beber un poco de agua y comer unos cuantos cereales y separarse para acudir a la llamada de la naturaleza en privado, recogieron las cuerdas, se las colgaron de los hombros y volvieron a emprender la marcha, esta vez con Cal abriendo vía. Cuando empezó a llover, se volvieron a poner los ponchos y siguieron caminando.


– ¡Tenemos que hablar! -gritó Toxtel, colocando las manos frente a la boca en forma de altavoz.

Lo peor, pensó Goss, era que no sabían si alguien estaba lo suficientemente cerca para oírlos. Esa gente había desaparecido, los habían perdido de vista como si nunca hubieran existido. Incluso los cadáveres habían desaparecido. Cuando Toxtel y él se habían dado cuenta por la mañana, se habían alterado un poco, porque Teague había depositado mucha fe en sus visores térmicos y ahora resulta que esos pueblerinos lo habían dejado en ridículo. Había llegado la hora de dar un paso más, antes de que esa gente tuviera tiempo de inventarse otra cosa.

Toxtel llevaba un cuarto de hora gritando, y todavía no habían visto ni un movimiento al otro lado del puente. Visto el éxito, bien podría ahorrarse los gritos.

Al cabo de media hora, Toxtel ya empezaba a estar afónico pero, al final, de la puerta principal de la primera casa salió una mano agitando un pañuelo blanco. Toxtel volvió a gritar, agitó su propia bandera blanca y un anciano salió al porche.

El hombre debía de tener noventa años, se dijo Goss algo incrédulo, mientras lo observaba acercarse, bajar las escaleras y cruzar los cien metros de terreno hasta los restos del puente con todas las dificultades del mundo. ¿Era lo mejor que tenían para enviar a negociar? Aunque, ¿por qué iban a enviar lo mejor? ¿Para qué arriesgarse? Pensándolo bien, el anciano era una elección perfecta.

– ¿Qué queréis? -preguntó, con voz quejumbrosa y algo contrariado por tener que realizar todo ese esfuerzo.

Toxtel fue directo al grano.

– La señora Nightingale tiene lo que queremos. Dígale que nos lo dé y nos marcharemos.

El anciano miró el barranco que los separaba mientras movía las mandíbulas como si masticara, como si se lo estuviera pensando.

– Trasladaré el mensaje -dijo, al final, y se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos como si no le interesara si esos hombres tenían algo más que añadir. Toxtel y Goss se pusieron a cubierto y observaron al hombre hasta que lo perdieron de vista.

– ¿Qué coño significa eso? -preguntó Toxtel retóricamente.

– Están cabreados -respondió Goss.

Capítulo 28

El primer copo de nieve cayó poco después de las cinco de la tarde. Cate se detuvo en seco, observándolo consternada. Varios copos siguieron al primero; y luego desaparecieron todos en una ráfaga de viento.

– ¿Lo has visto? -le preguntó a Cal.

– Sí.

Todavía era temprano para que empezara a nevar, aunque no imposible. Con un poco de suerte, esos copos serían los únicos que verían. Ya hacía horas que había empezado a llover con ganas. Sin embargo, teniendo en cuenta lo mucho que habían bajado las temperaturas, cada vez más a partir de primeras horas de la tarde, tenían que asumir que era posible que nevara.

La nieve no era buena por un par de motivos. El principal era que no podrían continuar. El camino ya era complicado cuando veían donde pisaban de modo que, si la nieve cubría el terreno, se estarían jugando el físico y la vida. Tampoco iban preparados para la nieve ni para un clima tan frío. Se habían dejado los ponchos puestos para cortar el viento y la lluvia, pero no llevaban las capas de ropa suficientes para mantenerse calientes. Cate ya llevaba un rato temblando, a pesar de que se había puesto la chaqueta del chándal y la capucha, así como la capucha del poncho.

Cal sacó el mapa que Roy Edward les había hecho de las minas abandonadas.

– ¿Estamos cerca de alguna de ellas? -preguntó Cate mientras se colocaba a su lado para mirar el mapa. Esperaba que sí; tenían que protegerse de ese tiempo antes de que anocheciera, para lo que faltaban apenas dos horas. Si tenían que pasar la noche al raso, se congelarían.

– Creo que no -dijo. Señaló una X-. Esta es la más cercana y calculo que debemos estar por aquí -señaló otro punto-. Si las estimaciones de Roy Edward eran correctas, estamos al menos a un kilómetro de la mina y a unos ciento cincuenta metros de desnivel. Al paso que vamos, no llegaríamos antes del anochecer. Y, aunque pudiéramos llegar, tenemos que parar, secarnos y calentarnos. Tienes las zapatillas empapadas.

Por desgracia, tenía razón. Tenía los pies tan fríos y doloridos que ya había empezado a cojear. Si para tener que llegar a algún sitio tenía que escalar, no podría hacerlo.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Tú vas a quedarte en algún lugar protegido del viento y de la lluvia mientras yo investigo. Así es como siempre me he ganado la vida.

Puesto que el viento soplaba en todas direcciones, Cate no sabía dónde esconderse. Sin embargo, Cal encontró un abeto enorme con unas ramas tan gruesas que el suelo de debajo estaba seco, de modo que Cate se sentó allí, con las rodillas pegadas al cuerpo debajo del poncho para mantener el calor corporal. Lo miró a través de la lluvia, vio que tenía la cara muy roja del frío y del viento y recordó que no iba más abrigado que ella. La única ventaja era que sus botas eran impermeables y, por lo tanto, tenía los pies secos.

– Ten cuidado -le dijo, porque fue lo único que se le ocurrió.

– Si no encuentro ningún saliente en la montaña, improvisaré un cobertizo -empezó a quitarse el material de escalada, lo dejó al lado de Cate y colocó la cuerda encima de todo. Le acarició suavemente la mejilla y se marchó. Sólo se llevó la pala. Cate lo vio alejarse bajo la lluvia con tanta energía como si tuviera las piernas de acero, mientras que a ella le dolían todos los músculos del cuerpo, y no sólo por el riguroso ejercicio al que los había sometido ese día, sino también por haber estado temblando tanto tiempo.

Agotada, se colocó la parte frontal del poncho por encima de la nariz, de modo que el aire que expulsara fuera más caliente. Al instante, se sintió más capacitada para soportar el frío, a pesar de que el viento seguía silbando entre los árboles y la lluvia no cesaba. Las ramas inclinadas del abeto formaban una especie de paraguas viviente sobre su cabeza.

Llevaban veinticuatro horas ausentes de Trail Stop. ¿Qué estaría pasando allí abajo? Cal y ella no habían podido hablar, porque se habían pasado el día escalando una roca o subiendo una montaña, actividades nada propicias para la conversación. Se habían parado únicamente cuando era necesario y luego habían retomado la marcha enseguida, conscientes de que el tiempo jugaba en su contra.

Al cabo de media hora, la lluvia empezó a mezclarse con nieve. Cate se quedó mirando los copos y deseando que desaparecieran. Las tormentas de nieve no le molestaban, pero hubiera preferido que el tiempo se hubiera mantenido cálido como el día anterior; lo único que no quería era nieve en el suelo. Seguro que en el valle no estaba nevando.

A medida que los copos eran más grandes y el suelo de la montaña empezaba a teñirse de blanco, Cate se preguntó dónde estaría Cal y qué estaría haciendo.


Cal había cogido una rama gruesa como su pulgar y la utilizaba para hundirla en cualquier terrón con posibilidades de esconder una cueva en su interior, un saliente o algo que pudiera ofrecerles cobijo suficiente para pasar la noche. Era consciente de que los osos todavía no habrían iniciado su periodo de hibernación, porque todavía era muy temprano, de modo que se había colgado la pala en el cinturón, habría desabrochado el bolsillo derecho de la chaqueta de camuflaje y había sacado la pistola de nueve milímetros automática. Normalmente, la habría llevado colgada del cinturón, o pegada al muslo si estuviera en una misión, pero no quería llevarla en un sitio del que pudiera desprenderse mientras escalaba la roca. Así pues, se la había metido en el bolsillo de la chaqueta y había abrochado la solapa. Cuando se había quitado la chaqueta, se la había enrollado de modo que la pistola le quedara pegada al cuerpo. Sabía que no era la mejor arma para enfrentarse a un oso, pero era cien veces mejor que la pala. Estudiaba cada lugar apenas unos segundos. Había varios salientes, pero eran demasiado abiertos, o la roca estaba agrietada, o el suelo parecía poco estable. De algunos salía un riachuelo pero, como una de las condiciones era que estuviera seco, esos quedaron descartados. Si no encontraba algo pronto, tendría que aprovechar el poco rato de escasa luz del sol que quedaba para construir un cobertizo. Sin embargo, como el suelo no estaba demasiado nivelado, esperaba no tener que llegar a ese extremo.

Al final, encontró algo que tenía posibilidades. Un saliente de granito en ángulo ascendente apoyado en otra losa enorme. Era imposible que el agua arrastrara esas rocas; seguramente, llevaban tanto tiempo allí que estaban prácticamente enterradas y había varios árboles que crecían encima de ellas. Otro árbol crecía en la entrada de la cueva, bloqueando casi toda la entrada. Cal apartó las ramas que llegaban al suelo, entró y estudió el interior. Tenía unos tres metros de ancho y metro y medio de profundidad, la misma altura que tenía el punto más elevado del techo. Era perfecto, porque costaría menos de calentar que un lugar más grande.

Cal llevaba una linterna pequeña, la encendió y la utilizó para enfocar todas las esquinas, buscando serpientes, ratas muertas, o vivas… cualquier cosa con la que no le gustaría pasar la noche. Lógicamente, había hojas y algunos insectos que huyeron ante el foco de luz. El fuego se encargaría de ellos.

Rompió una rama del árbol y, a modo de escoba, lo utilizó para limpiar un poco el refugio; luego utilizó la pala para recoger ramas de otros árboles, aunque no demasiadas del mismo, y las colocó en la entrada de la cueva en capas perpendiculares. La hierba fresca alejaría el olor a humedad y también servirían de cojín debajo de la colchoneta. Él podía dormir en el suelo, envuelto en una manta, pero Cate estaría más cómoda en la colchoneta.

Al menos, esa noche podrían encender un fuego. La pendiente donde estaban quedaba mirando al este, lejos de los tiradores. Los grandes árboles de la montaña retendrían el humo entre las ramas y así no formaría una estela; además, el tiempo lo disiparía. Un poco de luz y mucho calor y los dos estarían mucho más cómodos. También, tenía que conseguir que las zapatillas de Cate se secaran.

La lluvia se había convertido en nieve y ahora ya caía con la suficiente fuerza como para teñir el suelo de blanco. No le hacía ninguna gracia, y no sólo por la nieve, sino porque por la noche las temperaturas serían muy frías y cualquier superficie mojada se convertiría en una capa de hielo. Su única esperanza era que fuera un frente que se desplazara deprisa y que viniera seguido de un cálido chaparrón.

Tenía otras cosas que hacer, pero no quería dejar a Cate sentada sola en medio de la nieve más tiempo del necesario. Cuanto antes llegara a su pequeño refugio y él pudiera encender un fuego, antes podría quitarse las zapatillas y los calcetines húmedos y empezar a calentarse los pies. Él podía acabar de arreglar el refugio después.

Cuando consiguió llegar donde estaba Cate, apenas les quedaban unos veinte minutos de luz y la capa de nieve estaba cada vez más resbaladiza. Cal tuvo que clavar varias veces la pala para mantener el equilibrio. Las gotas de agua que estaban en las ramas de los árboles estaban empezando a congelarse, lo que hacía que el viento tintineara.

– He encontrado un sitio -le dijo Cal, y ella levantó la cabeza, que la tenía metida entre las rodillas. Tenía el poncho subido hasta la nariz para calentar el aire que respiraba y tenía los ojos muy abiertos; habían empezado a adquirir una expresión de sufrimiento, cosa que preocupó a Cal más de lo que permitió que su rostro expresara-. Está seco y podemos encender un fuego.

– Has dicho la palabra mágica -Cate se arrastró por debajo de las ramas con más energía que cuando había entrado. El descanso le había sentado bien. Estaría mucho mejor si Cal hubiera insistido en que se pusiera botas, pero no esperaba lluvia y nieve. Cal no sufría artritis que le advirtiera de los cambios de tiempo y no había podido mirar el canal del tiempo en los dos últimos días. Por lo que sabía, habían predicho una tormenta de nieve a principios de la estación que rompería muchos récords.

– La lluvia ha empezado a congelarse -dijo Cal-. Regresar va a ser difícil, porque el suelo está muy resbaladizo. No des un paso a menos que estés agarrada a alguna cosa.

– Vale -Cate sacó el pico y lo agarró con la mano izquierda mientras Cal cargaba con todo lo que antes había dejado en el suelo. Empezó a caminar, igual de ligero que sin el peso, y ella lo siguió.