A su lado, de rodillas, Cal se desabrochó los pantalones y se los bajó. El pene salió disparado, con las venas marcadas y el prepucio de color rojo intenso. Ella alargó una mano para tocarlo, pero él le cogió la mano en un movimiento tan rápido que Cate apenas vio nada.

– No -Cal tenía los ojos entrecerrados mientras apartaba la manta y se colocaba encima de Cate, separándole las piernas con los muslos y colocando su cadera entre ellas-. He esperado todo este tiempo para hacerte el amor; no quiero correrme en tus manos.

Y Cate lo sabía, vaya si lo sabía. Quería relajarse pero no podía, su cuerpo entero estaba tenso. Lo tenía agarrado con las piernas, y sólo quería atraerlo hacia ella. Alzó las caderas, salió a buscarlo, pero el ángulo no era el bueno y la erección de Cal sólo se interponía entre ellos, alejándola y haciéndola gritar de dolor. Él intentó detenerla y se separó lo suficiente como para interponer su mano entre los dos cuerpos mientras ella intentaba acercarlo desesperadamente.

– Por favor -dijo Cal con los dientes apretados-. Cate… ¡Por Dios! Déjame que… -cogió la punta del pene, lo colocó en posición y la penetró.

Cate se oyó respirar de forma entrecortada, casi llorando. Le dolía. La sorprendió lo mucho que dolía. Estaba húmeda y excitada, pero con los músculos muy tensos. Quería llorar. Quería gritar. Quería que saliera y olvidarse de aquella sensación cálida y tensa pero, al mismo tiempo, quería que Cal se moviera deprisa hasta que aquella horrible tensión desapareciera y pudiera relajarse. Clavó los dedos en la espalda de Cal y descubrió que estaba tan tenso como ella.

Cal estaba respirando hondo, con el cuerpo tembloroso como si estuviera luchando contra una fuerza irresistible. Cate giró la cabeza y vio los dedos de Cal hundidos en las ramas de debajo de la colchoneta y los músculos de los antebrazos estirados y temblorosos.

Él emitió un gruñido y apoyó la frente en la de Cate:

– Si me muevo, me correré.

Y si no lo hacía, ella se moriría.

Se frotaron el uno contra el otro, intentando desesperadamente controlar la salvaje urgencia que los tenía atrapados. Ella gimoteó, con la sensación de que estaba atrapada en un torbellino que estaba a punto de romperla en mil pedazos, acercándola cada vez más a una destrucción insoportable. Gritó y sus músculos internos se tensaron alrededor de Cal. Perdió el mundo de vista y llegó al orgasmo.

Cal también perdió el control, levantó el tronco y empezó a moverse, a doblarse, a penetrarla y a empujar con tanta fuerza que ella volvió a gritar. Cal tembló con la fuerza del orgasmo, se agitó y maldijo y gruñó con tanta desesperación que parecía que las palabras le salían directamente del pecho.

Luego, muy despacio, se dejó caer encima de ella.

Cate se dio cuenta de que, para alguien que parecía tan delgado, era increíblemente fuerte. Y estaba caliente, y el calor de su cuerpo contrarrestaba el aire frío de su pequeño refugio. Cate todavía seguía agarrada a su espalda y obligó a sus manos a relajarse. Se deslizaron por su espalda y acariciaron la suavidad de sus nalgas desnudas.

Tenía las mejillas húmedas. No sabía por qué estaba llorando, y en realidad no lloraba; estaba intentando respirar y ralentizar el ritmo de su corazón, pero las lágrimas siguieron resbalándole por las mejillas. Cal se las secó con un beso, le acarició las sienes, la mandíbula y, al final, llegó a la boca. Cate notó como el semen resbalaba de su interior, pero Cal no salió de su interior a pesar de que Cate sabía que ya no estaba erecto. Quedarse dentro de ella les ahorró tiempo.

La segunda vez fue mucho más lenta. Ella volvió a alcanzar el orgasmo pero, aunque Cal se excitó, no pudo llegar, aunque no pareció preocuparle demasiado. Él siguió moviéndose contra ella como el viento contra un lago, elevándola hasta un tercer orgasmo antes de que ella le pidiera que parara. Cate sabía que estaría dolorida, y él también pero, a pesar de eso, detestó el momento en que sus cuerpos se separaron y tuvo que morderse el labio para reprimir un sonoro quejido.

Se limpiaron con un poco del agua embotellada, luego Cal se puso los pantalones y, con un gruñido, se colocó encima de la colchoneta y atrajo a Cate encima de él. Tapados con las dos mantas y compartiendo su calor corporal, ella estaba mucho más caliente y se durmió enseguida, aunque se despertó al cabo de unas horas cuando él se movió debajo de ella.

Le acarició la cara; le encantaba la barba de tres días que llevaba y cómo le plantó un beso en la palma de la mano antes de cerrar los ojos.

– Dejaste de sonrojarte -murmuró ella mientras le dibujaba la curva del labio superior con el dedo. De repente, aquel asunto parecía muy importante-. ¿Por qué dejaste de sonrojarte?

Él abrió los ojos y la miró fijamente.

– Porque empezaste a hacerlo tú.

Era cierto, se había sonrojado en su presencia varias veces, últimamente; el abrupto cambio en sus sentimientos hacia él la había confundido tanto que se había quedado totalmente desconcertada.

– Cuando te instalaste aquí -dijo él-, supe que no estabas preparada -su dulce voz la envolvió como una caricia. La nieve de fuera había silenciado cualquier ruido, menos el crujir del fuego y su voz-. Todavía estabas dolida por la pérdida de tu marido, todavía estabas de luto. Tenías un muro a tu alrededor que ni siquiera te permitía verme como hombre.

– Te veía -respondió ella-. Pero es que parecías tan tímido…

Cal dibujó una sonrisa.

– Ya. Todo el pueblo se partía de risa al ver cómo me sonrojaba y tartamudeaba como un adolescente siempre que estabas cerca.

– Pero, ¿eso fue… desde el principio? ¿Hace tres años? -estaba sorprendida. No, estaba atónita, y completamente horrorizada. Era imposible que hubiera estado tan ajena a todo, tan ciega ante algo que incluso un niño de trece años sabría.

– Desde la primera vez que te vi.

– ¿Y por qué no dijiste nada? -estaba indignada de que todo el mundo lo supiera y ella no.

– No estabas preparada -repitió él-. Sólo había dos hombres a los que te dirigías como «Señor»: Creed y yo. Piénsalo.

No tenía que pensarlo. La verdad estaba allí delante como un panel luminoso de la autopista. Ellos dos eran los únicos hombres realmente candidatos a robarle el corazón, porque Gordon Moon no contaba, y ella los había mantenido a distancia.

– Cuando me llamaste por mi nombre propio, supe que el muro había caído -dijo él, mientras levantaba la cabeza para besarla.

– Pero todos lo sabían -Cate no acababa de creérselo.

– Eh… Y no sólo eso. Me parece que tengo que confesarte otra cosa. Tu casa no necesitaba tantas reparaciones. Ellos la saboteaban; cortaban un cable o aflojaban una tuerca, para que tuvieras un escape y tuviera que ir a tu casa. Les parecía gracioso ver cómo me venía abajo cuando me hablabas.

Ella lo miró mientras intentaba decidir si debería reír o enfadarse.

– Pero… Pero… -tartamudeó.

– No pasa nada -él le sonrió-. Soy un hombre paciente. Y hacían lo que podían para juntarnos. No querían perder a un buen manitas.

Vale, ahora sí que estaba completamente perdida.

– ¿Por qué iban a perderte?

– Cuando llegaste a Trail Stop, hacía un mes que había dejado los marines. Estaba viajando por el país y, como no estaba seguro de lo que quería hacer, vine a visitar a Creed. Él era mi comandante en el cuerpo y nos hicimos amigos. Él se licenció hará… unos ocho años, creo, y no lo había visto desde entonces, así que vine a buscarlo. Llevaba un par de semanas aquí y me estaba preparando para marcharme cuando llegaste. Te vi y me quedé. Tan sencillo como eso.

¿Qué tenía eso de sencillo?

– ¡Pensaba que vivías aquí! ¡Pensaba que llevabas años aquí! -Cate casi gritaba, pero no sabía por qué. Seguramente, porque se sentía imbécil.

– No. Llevo en el pueblo quince días más que tú.

Ella miró la tierna expresión de sus ojos, vio la dureza y la plenitud de él como hombre, su fuerza, y le vinieron ganas de llorar. Abrió la boca para intentar decir algo importante y profundo, pero las palabras que salieron no eran ni una cosa ni la otra:

– ¡Pero si tengo boca de pato!

Él parpadeó y, muy serio, respondió:

– Me gustan los patos.

Capítulo 29

Estaban recostados de lado, uno frente al otro, hablando y besándose y acostumbrándose al recién descubierto sentido de la familiaridad. En esos momentos, no podían hacer nada respecto a la situación en Trail Stop ni podían ir a ningún sitio. Seguía nevando pero allí, en aquel agujero de la tierra, había luz, calidez y satisfacción. No podían dejar de tocarse, cada uno dejándose llevar por sus ansias de saber más del otro. Los dedos de Cal encontraron una cicatriz en el bajo abdomen de Cate y se detuvo para acariciarla.

– ¿Qué es esto?

Puede que otras cicatrices la avergonzaran, pero aquella no, porque significaba que tenía dos hijos. Cate colocó la mano encima de la de Cal al tiempo que adoraba la ruda fuerza que podía acariciarla con tanto amor.

– Cesárea. No me puse de parto hasta dieciocho días antes de la fecha en que salía de cuentas, cosa que está muy bien cuando llevas gemelos pero, a medida que el parto iba avanzando, el primer gemelo, Tucker, entró en sufrimiento fetal. Tenía el cordón enrollado en el cuello. La cesárea le salvó la vida.

Cal parecía asustado, a pesar de que esos hechos habían sucedido hacía más de cuatro años.

– Pero, ¿le pasó algo? ¿Y a ti?

– No a las dos preguntas -Cate chasqueó la lengua-. Conoces a Tucker desde que tenía un año. Ha sido igual de revoltoso desde el día que nació.

– Ya -asintió Cal e imitó la voz de pito de Tucker-. «Mimi debería haberme vigilado mejor».

Cate se rió.

– No fue uno de sus mejores momentos, lo admito. Desde el día en que murió Derek, he vivido tan aterrada, con mucho miedo de no hacerlo bien, de no poder sacarlos adelante. De hecho, después de que nuestros amables vecinos «sabotearan» mi casa tantas veces, estaba planteándome reducir gastos y ofrecerte pensión y comida a cambio de las reparaciones.

Él se rió y meneó la cabeza.

– Es el mismo acuerdo que tengo con Neenah. Bueno, sin la comida. La comida formaba parte de tu oferta, ¿verdad?

– Sí, pero ahora ya sé la verdad -lo besó, disfrutando de la libertad para hacerlo-. En cualquier caso, ahora me arreglarás las cosas gratis, ¿no?

– Depende. Prefiero los canjes -deslizó la mano hasta las nalgas de Cate y se las apretó para demostrarle qué quería a cambio de arreglarle los desperfectos de la casa.

A Cate se le ocurrió una curiosidad.

– ¿Cómo aprendiste a hacer todos esos arreglos? Acababas de salir de los marines.

Él se encogió de hombros.

– Supongo que se me da bien trabajar con las manos. Me alisté el día que cumplía diecisiete años…

– ¡¿Diecisiete?! -Cate estaba horrorizada. Diecisiete… Pero si todavía era un crío.

– Bueno, terminé el instituto a los dieciséis y nadie quería contratar a un chaval de dieciséis años a jornada completa. No quería ir a la universidad, porque era demasiado joven para encajar. El único lugar donde encajaba era en los marines. Mientras estuve en el cuerpo, conseguí un título en ingeniería eléctrica, aparte estudié mecánica automotriz y, además, cualquier puede clavar cuatro clavos y pintar una pared. No le veo la dificultad. Ahora estoy leyendo cómo pulir una bañera. ¿Qué?

No lo entendía, pensó ella. Realmente, no lo entendía. Volvió a besarlo.

– Nada. Es que eres el mejor manitas que he conocido.

– No es que en Trail Stop escaseen los trabajos y, además, sabía que si me iba a trabajar a otro sitio y venía por la noche no te vería. Además, me gusta ser mi propio jefe.

Cate sabía a qué se refería. Por estresante que fuera estar sola y, al mismo tiempo, encargarse de la pensión y vivir de su propio esfuerzo, la recompensa era muy grande.

Cal levantó la cabeza, algo preocupado.

– ¿Te importaría estar casada con un manitas?

«Casada.» Ahí estaba, la gran palabra. Apenas acababa de hacerse a la idea de estar enamorada de él, y él ya estaba listo para dar el siguiente paso. Sin embargo, para él aquello no era nuevo; se había pasado los últimos tres años acostumbrándose a la idea.

– ¿Quieres casarte conmigo? -chilló.

– No te he esperado tres años sólo por el sexo -respondió él sorprendentemente práctico-. Lo quiero todo. Tú, los gemelos, boda, al menos otro niño nuestro y el sexo.

– No podemos olvidarnos del sexo -dijo ella, en voz baja.

– No. No podemos -se mostró firme en ese punto.

– Bueno. En ese caso, en sentido inverso, y a pesar de que no me has hecho una segunda pregunta, las respuestas serían: sí y no.