A continuación, dobló las ramas jóvenes en forma de U, junto los extremos y los ató con una cuerda. Colocó las ramas con muescas en el interior de la U de forma intercalada y las ató. La raqueta de nieve resultante era primitiva pero duradera. Cortó más cuerda y le ató la raqueta al pie derecho. En cuestión de minutos, había construido la raqueta izquierda e hizo caminar a Cate para que se la probara.

Cate nunca había llevado raquetas de nieve y enseguida descubrió que impedían dar un paso normal. No caminabas con raquetas de nieve, sólo ibas balanceándote de un lado a otro porque, o mantenías las piernas rectas todo el rato como los esquiadores de fondo o tenías que levantar la raqueta hasta la altura del rodilla para evitar que la parte delantera se quedara enganchada en la nieve. Sin embargo, sus raquetas improvisadas funcionaban. En lugar de hundirse, se mantenía encima de la nieve.

Como pudo, entró en la cueva y vio que Cal estaba sentado fabricándose un par para él. Con los ojos entrecerrados, Cal revisó las raquetas de Cate para comprobar que las ramas y las cuerdas aguantaban.

– Cuando ya no haya nieve -le dijo-, desátatelas cortando la cuerda. Tienes una navaja, ¿verdad?

– En el bolsillo.

– Vuelve hasta casa de los Richardson por el mismo camino por donde vinimos. La ruta está totalmente protegida. Dile a Creed lo que hemos descubierto; tendrá que saberlo, porque la situación podría cambiar en cualquier momento.

– De acuerdo -estaba temblorosa, tanto por el miedo como por el clima, y echó otro tronco al fuego. No estaba asustada por ella, a pesar de que tenía que volver sola y bajar la cara de una montaña haciendo rápel. Podían pasarle cientos de cosas, pero todas esas posibilidades eran accidentes. Cal iba a exponerse de forma deliberada a una situación en la que intentarían matarlo. Cate jamás había estado tan aterrada, y no podía proteger a Cal más de lo que había podido proteger a Derek contra la bacteria que acabó quitándole la vida.

Si le pasaba algo, ella se quedaría emocionalmente destrozada. No podía volver a pasar por eso, no podía volver a perder al hombre que quería y volver entera a la superficie. Nadie más volvería a entrar en su corazón. Lo sabía, pero no lo dijo, porque no quería colgarle esa responsabilidad a la espalda. Era un héroe, pensó muy triste; un auténtico héroe que arriesgaba su vida para salvar el mundo. Bueno, el mundo entero no, pero sí a las personas que le importaban. ¡Qué ojo que tenía para los hombres! ¿Por qué no se habría podido enamorar de un profesor de matemáticas?

– Eh -dijo él con mucha suavidad y, cuando Cate lo miró, sorprendida, descubrió que la estaba mirando con tanta ternura que estuvo a punto de echarse a llorar-. Sé lo que hago, y ellos no. Son buenos tiradores, puede que incluso sean buenos cazadores, pero yo soy mejor. Pregúntaselo a Creed. Estaré bien. Te prometo que celebraremos esa boda, tendremos ese hijo nuevo del que hemos hablado y disfrutaremos de muchos años juntos. Te lo prometo. Ten en mí la misma fe que yo tengo en ti.

Cate consiguió mirarlo a través de la capa de lágrimas que le nublaban la vista.

– No puedo creerme que juegues tan sucio cuando discutes. Decirme eso justo ahora.

– Yo no discuto -dijo él.

– Claro.

Pronto, demasiado pronto, Cal apagó el fuego con un puñado de nieve y luego repartió las cenizas por el suelo. Cuando vio cómo el fuego moría, Cate estuvo a punto de echarse a llorar otra vez. Cal iba a dejar allí gran parte de material de escalada, para ir más ligero. Únicamente cogió su cuerda y la pala. Cate se tranquilizó un poco al ver la pistola automática y la funda que se enganchó al cinturón y el cuchillo en su respetiva funda. Cal se metió algo de comida en los bolsillos y cogió una botella de agua. Luego, con el cuchillo cortó un agujero en medio de la manta, para envolverse con ella y asomar la cabeza por dicho agujero.

Cortó varias tiras de la parte inferior de la manta y le indicó a Cate que se acercara. Con suavidad, le envolvió las manos con las cintas, a modo de guantes. Luego, cortó dos troncos para que le sirvieran de bastones para mantener el equilibrio encima de las raquetas. Hasta que no se agarró a los palos, Cate no supo lo mucho que necesitaba la protección para las manos.

– Te quiero -dijo él, mientras se inclinaba para darle un beso. Tenía los labios fríos y suaves, y las mejillas cubiertas de barba-. Y ahora vete.

– Yo también te quiero -respondió ella, y se marchó. Tuvo que obligarse a caminar aunque, cuando hubo recorrido cincuenta metros, se detuvo y se volvió.

Cal ya no estaba.

Capítulo 30

En cuanto perdió a Cate de vista, Cal cogió los troncos que había cortado para que le sirvieran de bastones, los clavó en la nieve y se empujó casi como si estuviera esquiando, buscando toda la velocidad que pudiera adquirir. No tenía que caminar durante kilómetros por un terreno montañoso y perdiendo un tiempo precioso; iba montaña abajo en la línea más recta posible y todo lo deprisa que podía sin desequilibrarse, caer al suelo ni golpearse la cabeza contra una roca. Quería llegar al valle mientras todavía quedaran horas de luz de día.

Él también había utilizado visores térmicos. Pesaban mucho y, durante el día, las imágenes que daban eran bastante borrosas, perdían efectividad. Apostaría su vida, de hecho la estaba apostando, a que esos tipos dejaban de lado los visores térmicos durante el día y utilizaban visores normales y prismáticos. En una situación como esa, si tuviera delante a personas normales y básicamente de mediana edad, hombres que cazaban de vez en cuando pero que, en general, se dedicaban a la agricultura o a trabajar en comercios, es lo que él haría. Con gente así, bastaría con una vigilancia normal.

Sin embargo, no sabían de la existencia de Cal. Él no era normal, y era imposible que lo vieran con un par de prismáticos, y mucho menos con un visor magnificado, que tenía tan poco campo de visión. Cal no se había esperado a estar bajo el amparo de la noche. En cuanto anocheciera y esos tipos encendieran los visores térmicos, ya lo tendrían encima, prácticamente bajo sus narices, y no se enterarían de nada hasta que fuera demasiado tarde.

El objetivo de esos hombres era Cate, ¡Cate! Pero a Cal no le importaba lo que quisieran; en lo que a él respetaba, ya habían firmado su sentencia de muerte.


Cate llegó al valle a mediodía, con los músculos temblorosos de la fatiga. La forma de caminar obligada por las raquetas de nieve le había dejado los muslos doloridos y temblando. El primer rápel que tuvo que hacer todavía estaba en la zona nevada, de modo que tuvo que dejarse esas malditas raquetas puestas, cosa que lo convirtió en una aventura muy interesante. No le gustaba demasiado hacer rápel, y nunca lo había hecho sola. Para cualquier observador, un rápel podía parecer divertido y fácil, pero no era así. Era una maniobra de gran exigencia física y, si resbalaba o si se equivocaba, podría hacerse mucho daño o incluso matarse. Y encima, para colmo, tenía doloridos los brazos y los hombros de tantas horas de escalada.

Cuando por fin alcanzó la zona sin nieve, cortó las improvisadas raquetas de nieve y cayó rodando varios metros hasta que, al final, se golpeó la rodilla derecha contra una roca.

– ¡Joder!

Maldiciendo entre dientes, se sentó en el suelo mojado y se meció adelante y atrás un rato, sujetándose la rodilla y preguntándose si podría seguir caminando. Si no podía, estaba perdida.

Cuando el dolor disminuyó de categoría agónica a simplemente severa, intentó arremangarse la pernera del chándal y del pijama para ver qué aspecto tenía la herida, pero los pantalones del pijama eran demasiado estrechos. Intentó levantarse y la rodilla se dobló en mitad del primer esfuerzo. Mierda. Tenía que poder caminar. La articulación tenía que resistir, porque todavía le quedaba otro rápel, más largo que el anterior.

Cogió uno de los troncos que le había servido de bastón para caminar y lo clavó en el suelo a modo de palanca para arrastrarse hasta un árbol joven. Se agarró a una de las ramas bajas, se levantó y se quedó allí de pie un minuto; sin soltar la rama, fue pasando el peso gradualmente a la pierna herida. Dolía, pero no tanto como se temía.

La única forma de ver lo dañada que estaba la pierna era bajarse los pantalones, y así lo hizo. La piel estaba desgarrada y le estaba saliendo un bulto oscuro debajo de la rótula. Al menos, no era en la rótula.

Por ahora, estaría bien poder atarse una venda con hielo. Se volvió, miró la nieve y meneó la cabeza. Era imposible que volviera a subir esa pendiente, ni siquiera para conseguir un poco de nieve para calmar el dolor.

Todavía agarrada a la rama, intentó dar un paso. Sí, dolía, pero la articulación resistía y parecía estable. Por lo tanto, no había ligamentos rotos; sólo era un golpe fuerte. Cuando pudo apoyar todo el peso en la rodilla mala y caminar con normalidad, siguió bajando la montaña, maldiciendo a cada paso porque al bajar las rodillas sufrían mucho.

El último rápel, el más largo, fue una pesadilla. Tenía que apoyar el peso del cuerpo sobre las piernas porque, si no, caería de lado. La rodilla derecha no quería soportar ningún peso, no quería absorber ningún impacto. La tenía tan hinchada que apenas podía doblarla. Cuando llegó abajo, estaba empapada en sudor.

El aire del valle era fresco, pero lo agradeció. Miró a las montañas que la rodeaban, con las cimas cubiertas de nieve hasta media pendiente. Allí había estado ella, allí arriba.

Cal seguía allí arriba, aunque más al oeste, más cerca de la grieta. Cate rezó una breve pero intensa plegaria para que estuviera bien y emprendió el largo calvario alrededor de la lengua de terreno donde Cal y ella habían descendido por el acantilado. Recordó que la base de la colina eran rocas y estuvo a punto de echarse a llorar. No podía apoyarse en la rodilla mala en ese terreno y tampoco podía gatear, porque no podía apoyar peso en esa rodilla. La única forma de avanzar sobre esas rocas era sentarse y deslizarse de roca en roca. ¡Qué bien!

Sin embargo, no tuvo que hacerlo, al menos no todo el trayecto. En los dos días y medio que hacía que se habían marchado, los habitantes del pueblo se habían organizado para hacer guardia y que nadie los pillara por sorpresa. Roland Gettys la vio y bajó la pendiente para ayudarla. Tardó bastante en dejar las rocas atrás y llegar a lo alto de la pendiente, y tuvo que esforzarse de lo lindo. Tardó más de lo que esperaba; casi tanto como en bajar de la montaña.

Roland la llevó hasta casa de los Richardson, porque era la más cercana. La dejó en la puerta y volvió a su posición de guardia. Para sorpresa de Cate, el sótano estaba casi vacío; al menos, en comparación con cómo estaba cuando Cal y ella se fueron. Gena y Angelina seguían allí, porque Gena seguía sin poder caminar con el tobillo torcido; apenas podía cojear. También estaban Neenah y Creed, él tampoco podía caminar, y Perry y Maureen. Alguien había colocado una serie de cuerdas en el techo del sótano y había colgado sábanas para ofrecer un poco de intimidad.

Cuando entró sola y tambaleándose, Creed le lanzó una mirada de preocupación.

– ¿Dónde está Cal?

– Ha ido a por ellos -dijo ella, casi sin respiración, mientras se sentaba en una silla que Maureen le acercó-. Va a intentar… Dijo que no lo buscarían en esa dirección.

– ¿Quieres un poco de agua? -le preguntó Maureen, preocupada-. ¿Algo de comer?

– Agua -respondió Cate-. Por favor.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Creed con un tono de acero-. ¿Qué ha cambiado?

– Joshua -dijo Neenah, reprendiéndole un poco.

– No pasa nada -dijo Cate-. Cal recordó… Él subió las cosas al desván por mí, las cosas de Layton. Y había un neceser. Cuando esos hombres… Mellor… Cuando Mellor dijo que quería la maleta, yo la cogí y se la di, y nunca más me acordé del neceser. Todavía está en el desván. Lo que quieren debe de estar allí. Por eso han vuelto.

– Iré a buscarlo -dijo Perry, después de mirar a Creed-. ¿Cómo es?

– Normal. Marrón. Está en el suelo -Cate cerró los ojos y visualizó el desván-. Cuando llegues arriba, gira a la derecha. Verás los cascos de escalar colgados en la pared. El neceser tiene que estar por el suelo en esa zona, a menos que Cal lo apartara cuando subió a recoger el material de escalada.

Perry se fue y Cate aceptó el vaso de agua que Maureen le ofreció, bebiéndoselo de un trago.

– ¿Qué te ha pasado en la pierna? -le preguntó Maureen, que parecía preocupada.

– Me caí y me di con la rodilla contra una roca. No creo que tenga nada roto, pero está hinchada y dolorida. Daría lo que fuera por una bolsa de hielo y dos aspirinas.