A unos tres metros delante de él, a la derecha, vio un destello metálico y luego una pequeña luz verde que enseguida se apagó. Ese estúpido había encendido la esfera del reloj para mirar la hora. «Imbécil.» No llevabas un reloj con la esfera iluminada; llevabas uno con las manecillas iluminadas y la esfera cubierta con una tapa. La perdición estaba en los detalles, y ese pequeño detalle acababa de traicionar al tirador. Por todo lo demás, la posición era buena; el tipo estaba estirado, cosa que aportaba mayor estabilidad a la hora de disparar y las rocas lo cubrían. La cabeza no sobresalía de las piedras y por eso Cal no lo había visto desde abajo.

El tipo estaba totalmente concentrado en mover el visor de un lado a otro del pueblo muy despacio, incluso después de tantas horas. No percibió la presencia de Cal, ni siquiera cuando lo tenía a escasos centímetros. Murió sin saber que la Muerte estaba llamando a su puerta, con la columna vertebral partida a la altura de la segunda vértebra.

Era una maniobra que costaba perfeccionar. Requería pericia, técnica y mucha fuerza. Otro obstáculo para llegar a dominarla era que no había demasiada gente tan estúpida como para dejar que practicaras con ellos. Por eso, se solía practicar sólo en situaciones reales, donde un error podía salir muy caro.

El tipo no se movió y Cal confirmó que estaba muerto, aunque el chasquido de la vértebra fracturada había sido prueba suficiente para él. Cacheó el cuerpo hasta que encontró el cuchillo de caza colgado del cinturón, donde Cal sabía que estaría. Lo sacó de la funda y lo inspeccionó todo lo que pudo en la oscuridad de la noche. Serviría. Se lo metió entre el cinturón y los pantalones y rezó para no clavárselo de forma accidental. Luego, levantó al tipo y lo tiró por las rocas, como si hubiera resbalado. Esas cosas pasaban. Mala suerte.

Cogió el rifle del hombre y se lo colgó del hombro, acercó el ojo al visor térmico y empezó a buscar figuras brillantes en las montañas. ¡Ajá! La siguiente posición estaba a unos cien metros, algo más abajo, para un disparo más plano y exacto. Y más lejos, donde suponía que estaba el puente, localizó otra silueta. Perfecto. Tres, como se imaginaba. Buscó arriba y abajo, para asegurarse de que ya estaban todos. Nada, excepto por algún animal pequeño y un par de reses.

El rifle era muy bonito; en sus manos, era como magia, un equilibrio perfecto. Lamentablemente, tuvo que lanzarlo por las rocas para que acompañara a su dueño. Ahora sí que parecía un accidente, como si el tipo se hubiera levantado a mear, se hubiera resbalado y hubiera caído por las rocas, llevándose consigo el rifle.

En silencio, empezó a acercarse al segundo tirador.


Goss sabía que aquello se iba a pique. Estaba en la tienda jugando a cartas con Teague y su primo Troy Gunnell, pero no tenía la cabeza en el juego y siempre perdía.

Toxtel estaba al borde de un ataque de nervios. Después de decirle al anciano ese lo que querían, no habían vuelto a saber nada más. Ni una palabra. No podías negociar con gente que no quería hablar. Tampoco habían visto ningún movimiento, pero Goss sabía perfectamente que se estaban moviendo detrás de aquellas barricadas que habían construido. Habían conseguido recuperar los cuerpos de los muertos. Teague dijo que o bien se habían empapado en agua congelada o habían conseguido construir una especie de barricada móvil detrás de la cual esconderse, cosa que parecía sacada de una película de guerras medievales, así que Goss se quedó con la explicación más sencilla: agua.

Teague estaba muy orgulloso de sus visores térmicos, y resulta que podían anularse con agua. Genial.

Teague también se estaba poniendo nervioso. Tenía una pinta horrible y se tomaba pastillas de ibuprofeno como si fueran caramelos. Sin embargo, seguía funcionando y, aparte de esa obsesión suya con el tal Creed, lo que decía tenía sentido. Sus tres amigos no parecían notarlo extraño, así que igual todavía estaba acostumbrándose a los efectos de la conmoción. Goss, que había sufrido lo mismo hacía justo una semana, lo entendía perfectamente.

Esta mañana, dos chicos se habían acercado al puente tan alegremente, como si no hubieran visto la señal. Sí, la habían visto pero creían que quizá estaba allí por error. ¿Alguien sabía cuándo lo arreglarían? ¿En un par de días, quizá?

Goss se dijo que eran el tipo de tarados que irían a quejarse airadamente y a gritos ante cualquiera que creyeran que podía arreglar el puente. En cualquier momento, aparecería un camión del servicio de carreteras.

Quizá existía una especie de ley cósmica por la cual todos pensaban lo mismo porque, justo en ese momento, Teague dijo:

– Tu amigo parece a punto de perder los nervios.

Goss se encogió de hombros.

– Está bajo mucha presión. Jamás ha fallado en un trabajo y, además, el jefe y él hace mucho tiempo que trabajan juntos.

– Se ha dejado llevar por el ego.

– Lo sé -él había contribuido a eso alentando a Toxtel siempre que había podido, apoyándolo en las ideas más descabelladas, adoptando el punto de vista más extremo en cada cosa que se le ocurría a Toxtel. Su compañero no era idiota, ni mucho menos, pero se estaba jugando su orgullo y no sabía retirarse a tiempo porque nunca había tenido que hacerlo. Una racha de éxitos ininterrumpida podía llegar a ser un hándicap si duraba demasiado, porque la persona en cuestión perdía la perspectiva.

Y Toxtel la había perdido.

Quizá ya era hora de terminar con aquello y seguir adelante, pensó Goss, animado por aquella idea. Era imposible esconder ese fiasco. Había muerto demasiada gente y se habían provocado demasiados daños. Sólo tenía que asegurarse de que aquello salpicaba a Faulkner y, sinceramente, hacerlo era lo más fácil del mundo.

– Yo me planto -dijo, bostezando, cuando terminaron esa partida-. Creo que iré a hablar con Hugh por si está cansado y quiere que le releve antes.

– Todavía faltan un par de horas para la medianoche. Te quedará un turno muy largo -dijo Teague.

– Ya, bueno, no le digas a Toxtel que he dicho esto, pero yo soy más joven -se levantó y se estiró, cogió el abrigo y se aseguró de llevar guantes y gorro. El tiempo aquí podía cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Había pasado de despejado y frío a nublado y cálido, y luego a nublado y frío, después a lluvioso y frío y ahora volvía a estar despejado y frío, y todo esto en unos pocos días. Esta mañana, las montañas habían amanecido nevadas. El invierno se acercaba y él no quería pasarlo en Idaho.

El bueno de Hugh. Iba a echarlo de menos. Bueno, en realidad no.

Tenía que asegurarse de que aquello salpicaba a Faulkner. Quizá podría esconder una nota en el cuerpo de Hugh donde pusiera: «Yuell Faulkner me pagó para hacer esto». Sí, claro. Tenía que ser algo que la policía encontrara, pero no tan obvio como para que lo descartaran como pista. Implicar a Bandini también estaría bien; garantizaría que tanto los buenos como los malos pondrían precio a la cabeza de Faulkner.

Se puso los guantes y se acercó al Tahoe, abrió la puerta y sacó el móvil de Toxtel de la guantera. Aquí no tenía cobertura, pero no quería llamar a nadie. Lo encendió y grabó el número de Faulkner en la agenda. Sin nombre, sólo un número. Los policías ya seguirían la pista. Apagó el móvil y lo dejó en la guantera, aunque luego se lo pensó mejor, lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Luego tuvo otra idea, sonrió, y volvió a dejar el móvil en la guantera. Sí. Eso sería mucho mejor.

El Tahoe estaba lleno de papeles, mapas, listas y planos. Una de las hojas de papel había caído al suelo del coche, alguien la había pisado y estaba sucia. Goss cogió un bolígrafo, escribió el nombre de Bandini en el papel, lo encerró entre signos de interrogación y luego lo tachó para que fuera prácticamente ilegible; prácticamente, pero no imposible. Tiró todos los papeles a la parte de atrás y lanzó el bolígrafo en algún punto entre el asiento del conductor y el volante.

Después, silbando, se dirigió por el oscuro camino hacia donde estaba Toxtel, sentado, haciendo guardia solo mientras esperaba que alguien del otro lado quisiera hablar con él.


Cal se camufló en la sombra de un árbol, confundiéndose con el suelo del bosque. Estaba a un escaso metro y medio del tercer tirador, al que reconoció como Mellor, cuando oyó que alguien se les acercaba… silbando.

Se quedó inmóvil, con la cabeza agachada y los ojos prácticamente cerrados. Se había impregnado la cara con barro para camuflar la piel pálida, porque camuflarse para salir de caza no le costaba, pero si el instinto le decía que tenía que agachar la cabeza y cerrar los ojos, lo hacía. Estaba tan cerca que el brillo de los ojos podría delatarlo.

El segundo tirador estaba en medio de un charco de sangre, con el cuchillo del primero clavado en el cuello. Dos menos; todavía le quedaban cuatro. Tuvo la tentación de eliminar a estos dos al mismo tiempo, pero no lo hizo. Sería demasiado complicado controlar el ruido y el movimiento. Se ceñiría al plan original y los eliminaría de uno en uno.

– Llegas temprano -dijo Mellor, mientras se levantaba de su posición protegida. Llevaba un abrigo muy grueso y, en lugar de rifle tenía una pistola. Cal meneó la cabeza al ver cómo se estaba exponiendo ese idiota a un posible disparo. Debía de sentirse a salvo en la noche pensando que nadie de Trail Stop podía verlo.

– He pensado que podía relevarte antes -dijo el otro tipo. Cal también lo reconoció. Era Huxley-. Teague y su primo están jugando a cartas en la tienda. Te lo digo por si quieres relajarte antes de acostarte -mientras hablaba, se inclinó, cogió una manta del suelo, la sacudió y empezó a doblarla.

– Yo no juego a cartas -respondió Mellor mientras se volvía hacia las siluetas oscuras de las casas-. ¿Qué le pasa a esa gente? -preguntó, de repente-. ¿Están locos? Yo ya habría intentado saber qué pasa, descubrir qué queremos, algo. Se han escondido y se han encerrado. Nada más.

– Teague dijo que están…

– A la mierda Teague. Si hubiera sabido lo que tenía entre manos, ya tendríamos ese lápiz de memoria y estaríamos en Chicago.

«Un lápiz de memoria.» Así que eso era lo que querían. Cate tenía ordenador; si hubiera encontrado alguna cosa electrónica entre las pertenencias de Layton, la habría reconocido y habría sabido que, seguramente, era lo que querían. Y no lo había encontrado porque no estaba allí. Layton se lo había llevado.

– Pensaba que habías dicho que te lo habían recomendado -Huxley había colocado la manta doblada encima de su brazo derecho. Curiosa forma de sostenerla, con la mano debajo de la manta.

– Llamé a un tipo que conocía -dijo Mellor mientras se volvía-. Confi…

Huxley disparó tres tiros y la manta amortiguó el ruido, de modo que era como si hubiera utilizado silenciador. Mellor retrocedió cuando los dos primeros tiros le impactaron en el pecho, y luego Huxley le dio el disparo de gracia en la frente. Mellor cayó como un saco de grano. Huxley no se molestó en comprobar si estaba muerto, ni siquiera le dedicó otra mirada. Se volvió y se marchó por donde había venido.

Vaya, vaya. ¿Una pelea o alguien tenía otros planes? Con mucho sigilo, Cal lo siguió camuflándose entre las sombras del bosque, integrándose en el paisaje nocturno. A Huxley parecía no importarle hacer ruido; subió por la carretera como si estuviera caminando por una acera de la gran ciudad. Después de una curva, dejó la carretera principal y tomó un camino recién abierto hacia la izquierda. Cal se dijo que los vehículos debían de estar aparcados allí detrás; los arbustos estaban chafados como si algo bastante grande les hubiera pasado por encima.

Había una tienda plantada en un claro del bosque, con cinco vehículos aparcados a su alrededor: cuatro camionetas y un Tahoe. Dentro de la tienda, había una linterna de gas encendida, enfocando a dos hombres que estaban jugando una intensa partida de póquer. Cal pudo ver, a través de la lona abierta, varios sacos de dormir enrollados en el suelo de la tienda.

– ¿Qué pasa? ¿A Toxtel le gusta hacer guardia o qué? -dijo un hombre corpulento y con un gran moretón en la cara mientras levantaba la cabeza-. ¿O acaso cree que empezarán a hablar esta noche, como por arte de magia?

– Supongo que es demasiado aplicado -dijo Huxley, que estiró el brazo y empezó a apretar el gatillo. O bien había pensado mucho cómo iba a eliminar a los dos hombres a la vez o bien lo había hecho tantas veces que aquello era casi natural en él. Sus movimientos eran mecánicos: no dudaba, no se alteraba, no mostraba ninguna emoción. Dos disparos al tipo corpulento, y luego dos más al otro, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Después, el cañón volvió al primer hombre, con un movimiento perfectamente controlado y le dio el disparo de gracia. Después se volvió hacia el otro hombre e hizo lo mismo, con frialdad. «Taptap, tapatap, tap, tap.» Casi como si fuera un baile.