Huxley se arrodilló junto al hombre más corpulento, metió los dedos enguantados en el bolsillo correcto de los pantalones y sacó un juego de llaves. Tiró la pistola al suelo entre los dos cuerpos, salió de la tienda y se dirigió hacia una de las camionetas.
Cal lo observó alejarse, con la mirada entrecerrada y pensativa. Podría haberlo eliminado, pero Huxley había hecho el trabajo por él y, al mismo tiempo, lo había librado de cargar con las otras dos muertes, así que dejarlo marcharse parecía lo más lógico. Ya descubriría la policía lo que había pasado. En todo caso, en los planes de Huxley no estaban incluidos sus socios.
Cal entró en la tienda y cogió un juego de llaves del bolsillo del segundo cadáver. Miró la llave y vio que era de un Dodge así que, sin dudarlo, salió de la tienda y se subió al potente Dodge Ram. Estaría en la cabaña de Creed en quince minutos.
Neenah se pasó el día en el hospital junto a Creed mientras le hacían una radiografía de la pierna y evaluaban el trabajo manual de Cal. Cuando el doctor le preguntó quién le había suturado, Creed se limitó a decir que un antiguo amigo que había recibido clases de medicina en los marines. Bastó, porque el médico enseguida asumió que debió de ser otro médico y se quedó tranquilo.
Resulta que tenía una mínima fractura, como si Cal no se lo hubiera dicho ya, y le colocaron un vendaje blando en lugar de uno duro. Tenía que llevarlo durante dos semanas, hasta que volviera al hospital a que le hicieran más radiografías, pero el doctor creía que para entonces la fractura estaría curada. En resumen, todo buenas noticias. Le dieron un par de muletas; el médico le recomendó que las utilizara y que descansara la pierna lo máximo posible y le dijo que, si hacía lo que debía hacer, dentro de dos semanas volvería a caminar utilizando las dos piernas.
Neenah sonrió aliviada cuando escuchó el diagnóstico.
– Tenía miedo de que, cojeando de aquella forma, te hubieras hecho una lesión crónica -le dijo, mientras lo ayudaba a subir al coche que había alquilado. Creed no tenía ni idea de cómo había conseguido uno tan deprisa. Quizá la había ayudado alguien de la oficina del sheriff. Lo había aparcado a la puerta del hospital, para evitar que él caminara más de lo necesario.
– Es la única forma de cojear que sé -respondió él, y ella se echó a reír. Le encantaba su risa, cómo echaba la cabeza hacia atrás y le brillaban los ojos. La tensión y el sufrimiento de los últimos días le habían provocado unas oscuras ojeras y, en ocasiones, Creed había visto el dolor reflejado en su cara pero, por un momento, aquello desapareció. Le gustaría mantenerlo así siempre, alejar cualquier tipo de dolor de ella. Sabía que no podía, sabía que todos los que estaban en Trail Stop tendrían que enfrentarse a lo que había pasado, cada uno a su manera. Él no había salido indemne, pero no se refería a la pierna. A consecuencia de la violencia que les había tocado de cerca, había revivido viejos recuerdos. Ya se había enfrentado a ellos antes y ahora volvería a hacerlo; los recuerdos de todos aquellos hombres que habían ido a la guerra. Los detalles eran distintos, pero los muertos igualmente eran amigos.
La Masacre de Trail Stop, como la describía la prensa amarillista, estaba en todas las noticias. No dejaban de llegar periodistas a la ciudad, lo que provocó una considerable carencia de habitaciones de hotel, porque los habitantes de Trail Stop también estaban allí porque necesitaban dormir en algún sitio.
Al final, todo se calmaría pero, por ahora, la oficina del sheriff estaba tomando declaración a todo el mundo e intentando encontrar camas para tanta gente hasta que la comunidad recuperara la luz y el teléfono, que había quien decía que no sucedería hasta que reconstruyeran el puente. Los puentes no se levantaban de hoy para mañana, ni siquiera los más pequeños. Se decía que quizá no podrían volver a casa para Navidad. Pero Creed tenía más información. Ya había hecho algunas llamadas a gente que conocía a más gente y le habían dicho que la reconstrucción del puente de Trail Stop había pasado a ocupar la primera posición en la lista de proyectos del condado. Por lo tanto, Creed esperaba que el nuevo puente estaría listo dentro de un mes.
A pesar de todo, una vez reconstruido el puente, las cosas en el pueblo seguirían estando destrozadas. La comida en neveras y congeladores se habría estropeado, la lluvia habría entrado por las ventanas rotas y habría causado daños en suelos y paredes, aparte del pequeño asunto de los múltiples agujeros de bala en las paredes, las posesiones dañadas o destrozadas, vehículos irrecuperables… las compañías de seguros estarían ocupadas durante un buen tiempo.
Al menos, la policía parecía apuntar hacia la teoría de que había habido problemas en el bando de los malos y que uno de ellos había traicionado al resto. A menos que Cal dijera lo contrario, aquella era la teoría que Creed defendía en público.
En privado era otra cosa. Había compartido demasiadas misiones con ese escurridizo marine para no reconocer sus acciones. Cal siempre hacía el trabajo. Independientemente del trabajo que fuera, Cal siempre era el elegido de Creed en situaciones mucho más complicadas que aquella. Nunca era el tipo más corpulento, ni el más rápido, ni el más fuerte, pero siempre era el más duro.
– Sonríes como un lobo -le dijo Neenah, que quizá lo dijo para advertirle que podría haber gente mirando.
Aquella comparación lo sorprendió.
– ¿Los lobos sonríen?
– En realidad, no. Más bien enseñan los dientes.
Vale, la comparación era válida.
– Estaba pensando en Cal y Cate. Es muy bonito verlos juntos -sólo era una mentira a medias. Estaba pensando en Cal. Pero, qué demonios, era muy bonito cómo Cal había visto a Cate hacía tres años y había decidido quedarse en el pueblo, esperando a que ella se fijara en él y, mientras esperaba, fue estableciendo lazos con sus hijos y colándose en su vida hasta tal punto que ella ya no sabría qué hacer sin él. Típico de Cal. Decidía lo que quería y luego hacía que sucediera. De repente, Creed sintió una inmensa alegría de que Cal no se hubiera enamorado de Neenah, porque entonces habría tenido que matar al mejor amigo que tenía en el mundo.
Creed le indicó a Neenah el camino para llegar a su casa y, por primera vez en su vida, se preguntó si había dejado algún calzoncillo tirado por el suelo. Sabía que no, porque el entrenamiento militar todavía pesaba en su conducta pero, si alguna vez lo hubiera hecho, seguro que sería el día en que Neenah fuera a ver la casa por primera vez.
Se acercó a la puerta y metió la llave en la cerradura, pero entonces vio el cristal que Cal había roto para entrar, sonrió, metió la mano, abrió desde dentro y se apartó para que Neenah entrara.
A Creed le gustaba su casa. Era de estilo rústico, suficientemente pequeña para vivir solo, pero no demasiado pequeña, puesto que tenía dos dormitorios. La cocina era moderna, aunque no la usaba mucho, y los muebles eran los que necesitaba para vivir y dormir. Eran muy sencillos, estaban colocados donde él quería y la cama estaba hecha a medida. Lo que se veía allí era el resultado de sus habilidades, o inclinaciones, domésticas.
Se dio cuenta de que Neenah no tenía dónde vivir. Su casa estaba destrozada y, encima, todavía no podían acceder al pueblo. La oficina del sheriff llevó un helicóptero para que trasladara a los habitantes del pueblo hasta la ciudad, porque consideró que era la forma más segura y rápida.
– Se parece a ti -dijo Neenah con su serena sonrisa-. De verdad. Me gusta.
Creed le acarició la suave piel de la mejilla con un dedo.
– Podrías quedarte aquí conmigo -dijo él, yendo directamente al grano de lo que quería.
– ¿Quieres acostarte conmigo?
Creed estuvo a punto de caer porque, de repente, las muletas parecían incontrolables, pero descubrió que era incapaz de mentirle a esa mujer, de mirar esos ojos azules y decir algo que no fuera la verdad absoluta.
– Claro que sí, pero quiero hacerlo vivas donde vivas.
– ¿Sabes que fui monja?
¿Cómo podía estar tan tranquila cuando a él el corazón le latía tan deprisa que creía que iba a desmayarse?
– Lo he oído. ¿Eres virgen?
Ella sonrió ligeramente.
– No. ¿Cambia algo?
– Cambia en que ahora estoy mucho más tranquilo. Tengo cincuenta años; no podría soportar esa presión.
– ¿No quieres saber por qué ya no soy monja?
Él mordió el anzuelo y se lanzó con una posible respuesta:
– ¿Porque te gustaba demasiado el sexo para dejarlo?
Ella soltó una carcajada. Le pareció tan gracioso que, al final, se sentó en el sofá de Creed riendo tanto que acabó llorando. Creed empezó a sospechar que el sexo no le gustaba tanto. Aunque estaba seguro de que podía hacerla cambiar de opinión. Ahora todo iba más despacio y sabía muchas más cosas y, aplicado al sexo, aquello era maravilloso.
– Me hice monja porque tenía miedo de la vida, tenía miedo de vivir -dijo ella, al final-. Y dejé el convento porque me di cuenta de que aquellos eran los motivos equivocados para estar allí.
Él se acomodó junto a ella y dejó las muletas a un lado. Le rodeó los hombros con un brazo y le levantó la barbilla.
– ¿Recuerdas dónde lo dejamos cuando el puente explotó y alguien empezó a disparar contra tu casa?
– Vagamente -dijo, con un brillo en los ojos que decía que le estaba tomando el pelo.
– ¿Quieres que sigamos desde allí o quieres ir directamente a la cama y hacer el amor?
Neenah se sonrojó y lo miró muy seria.
– La cama.
«Gracias, Señor.»
– Vale, pero primero quiero dejar claras un par de cosas.
Ella asintió, con sus ojos azules clavados en los de él.
– Hace años que estoy enamorado de ti, te quiero y quiero casarme contigo.
Ella se quedó boquiabierta. Palideció, se sonrosó, Creed esperaba que de alegría, y dijo:
– Eso son tres cosas.
Creed se quedó pensativo una décima de segundo y se encogió de hombros antes de agarrarla y sentarla en sus rodillas para besarla.
– En realidad, creo que son partes separadas de una misma cosa.
– ¿Sabes qué? Creo que tienes razón -se contoneó contra él y acabó sentada a horcajadas encima de Creed con los brazos alrededor de su cuello mientras se besaban con locura.
Al cabo de un rato, Neenah estaba medio desnuda, la cremallera de los pantalones de Creed estaba abierta y ella respiraba de forma agitada contra el pecho sudoroso de él. Tenía la mano dentro de sus pantalones, subiendo y bajando y Creed tenía la espalda tan tiesa que parecía una tabla. La cama era lo último que tenía en la cabeza.
– Será mejor que esté bien -dijo ella con fiereza.
– Te lo aseguro -le prometió él mientras la colocaba en posición.
– Si después de tanto tiempo sin sexo esto resulta ser un petardo, yo…
– Cariño -dijo él muy despacio, expresando su último pensamiento lúcido en los siguientes veinte minutos-. Los marines no tiramos petardos.
– ¡Cate! -Sheila salió corriendo de casa, llorando como una magdalena a pesar de que Cate la había llamado hacía dos días, en cuanto había podido tener acceso a un teléfono. Quería hablar con su madre antes de que todo aquello llegara a las noticias, y quería hablar con los niños. Estaban dormidos, pero Cate insistió en que Sheila los despertara para oír sus adormecidos lamentos hasta que supieron que mamá estaba al teléfono.
Con todas las preguntas de la policía que Cal había tenido que responder, no habían podido salir hasta esa mañana. Hasta que restablecieran la luz y reconstruyeran el puente, no podían ir a casa, así que los padres de Cate los invitaron a quedarse con ellos en Seattle hasta que pudieran volver a su casa.
Sheila abrazó a su hija con mucha fuerza, luego la besó, y luego volvió a abrazarla. Su padre salió de casa y también la abrazó con fuerza y, detrás de él, salieron dos pequeños saltarines, gritones y sucios que no acababan de decidirse si gritar «¡Mamá!» o «¡Señor Hawwis!», así que gritaron las dos cosas.
Cal le dio la mano al padre de Cate, luego se arrodilló y los niños se le echaron encima. Después de tres años de lo mismo, Cate ya estaba acostumbrada a que sus hijos la abandonaran por Cal que, a fin de cuentas, les había enseñado palabrotas. ¿Qué madre podía competir con eso? Empezó a reír como una tonta viéndolo atrapado entre dos pares de diminutos brazos mientras los niños le explicaban las novedades de su visita a casa de Mimi. Parecía que Cal se iba a quedar sin aire, porque los niños lo abrazaban con mucha fuerza y entusiasmo.
– Veo que tenía razón -dijo Sheila, mirándolo con satisfacción.
– ¿En qué? -consiguió responder Cal.
– En que había algo entre Cate y tú.
– Sí, señora, tenía razón. Llevo tres años detrás de ella.
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