Los recuerdos y los problemas económicos la alejaron de Seattle. Echaba de menos la ciudad, las actividades culturales, el bullicio de las calles, los canales y los barcos. Su familia y amigos estaban allí, pero la primera vez que pudo escaparse a visitarlos llevaba ya tanto tiempo en Trail Stop, trabajando en la casa, instalándose e intentando mejorar el negocio de cualquier forma posible, que ya era más de aquí que de allí. Ahora era una turista en su ciudad natal y su hogar estaba… aquí.
Por supuesto, para los niños Trail Stop siempre había sido su hogar. Eran tan pequeños cuando se instalaron aquí que ni siquiera tenían recuerdos de vivir en ningún otro sitio. Cuando fueran mayores y la pensión funcionara mejor (¡por favor, Señor!), tenía la intención de llevarlos a visitar a sus padres más a menudo, en lugar de obligarlos a ellos a viajar. En Seattle, podría llevarlos a conciertos, partidos de béisbol, al teatro y a museos y ampliar su abanico de experiencias para que supieran que la vida era mucho más que esta comunidad al final de la carretera.
No negaba las ventajas de vivir aquí. En un lugar tan pequeño donde todos se conocían, los niños podían jugar tranquilamente en la calle mientras ella los vigilaba desde la ventana. Todo el mundo los conocía, sabía dónde vivían y nadie dudaría en devolverlos a casa si se los encontraba jugando demasiado lejos. Los niños sólo tenían una tarea: recoger los juguetes al final del día, y su jornada constaba de horas y hora de juegos y culminaba con un cuento y breves y repetitivas lecciones sobre letras, números, colores y las pocas palabras cortas que podían leer. Los bañaba a las siete y media, los acostaba a las ocho y, cuando los arropaba, veía a unos niños cansados y satisfechos, y muy tranquilos. Cate había trabajado mucho para ofrecerles aquella tranquilidad y estaba feliz de que, por ahora, tuviesen todo lo que necesitaban.
La otra gran ventaja de vivir aquí era la belleza que los rodeaba. El paisaje era majestuoso y sobrecogedor y casi increíblemente escarpado. Trail Stop era, literalmente, el final de la carretera. Si querías seguir, tenías que hacerlo a pie, y el camino no era fácil.
Trail Stop se levantaba en una pequeña lengua de tierra que sobresalía del valle como un yunque. A la derecha quedaba el río, ancho, helado y peligroso, con rocas puntiagudas que asomaban entre la espuma. Ni siquiera los amantes del canoismo más extremo se atrevían a navegar por estos rápidos; empezaban la aventura unos quince kilómetros más abajo. A ambos lados se levantaban las montañas Bitterroot y las paredes verticales que Derek y ella habían escalado o habían intentado escalar y habían acabado desistiendo porque eran demasiado difíciles para ellos.
Básicamente, Trail Stop estaba en una caja con una carretera de gravilla que la unía al resto del mundo. Aquella geografía tan peculiar los protegía de los aludes pero, a veces, durante el invierno, Cate oía cómo se partían los bloques de nieve y caían por las colinas y se le estremecía el corazón. La vida aquí era complicada, pero la imponente belleza natural compensaba los inconvenientes y la ausencia de oportunidades culturales. Echaba de menos estar cerca de su familia, pero aquí su dinero daba para más cosas. Quizá no había tomado la mejor decisión pero, en general, estaba satisfecha con el paso que había dado.
Su madre entró bostezando en la cocina y, sin mediar palabra, se acercó al armario, sacó una taza y fue al comedor a servirse un café. Cate miró el reloj y suspiró. Las seis menos cuarto; esta mañana, sus dos horas de soledad se habían visto reducidas considerablemente, pero la recompensa era que pasaría un rato con su madre sin los niños alrededor reclamando la atención de su Mimi. Esto también estaba compensado. Echaba de menos a su madre y deseaba que pudieran verse más a menudo.
Con la cara prácticamente escondida tras el café, Sheila volvió a la cocina y, con un suspiro, se sentó a la mesa. No era muy madrugadora, así que Cate suponía que se había puesto el despertador tan temprano para poder estar un rato a solas con su hija.
– ¿Qué magdalenas haces hoy? -preguntó Sheila con una voz muy ronca.
– De mantequilla de manzana -respondió Cate con una sonrisa-. Encontré la receta en Internet.
– Apuesto a que la mantequilla de manzana no la encontraste en el colmado de mala muerte que hay al otro lado de la calle.
– No, lo pedí por Internet en una tienda de Sevierville, en Tennessee -Cate ignoró la indirecta, en primer lugar, porque era verdad y, en segundo lugar, porque si se hubiera ido a vivir a Nueva York, su madre también habría encontrado defectos a la ciudad de los rascacielos, porque su problema era que quería tener a su hija y a sus nietos cerca.
– Tanner ya habla un poco más -comentó Sheila a continuación mientras se apartaba un mechón rubio de la cara. Era una mujer muy guapa y Cate siempre quiso haber heredado la cara de su madre y no aquella mezcla de rasgos que lucía.
– Cuando quiere. He llegado a la conclusión de que calla para que Tucker hable y se meta en líos él sólito -con una sonrisa, le explicó lo que había pasado con las herramientas del señor Harris y cómo Tanner había aprendido, no sabía cómo, las reglas básicas de la aritmética y supo que sólo le quedaban ocho minutos en la silla de castigo.
– Eso nunca se sabe -Sheila bostezó-. Dios mío, no soportaría levantarme a esta hora cada día. Es una barbaridad… Uno nunca sabe cómo le saldrán los hijos. Tú eras un terremoto, siempre jugando a pelota y subiéndote a los árboles, y encima estabas en el club de escalada, y mírate ahora: sólo haces trabajos domésticos. Limpias, cocinas, sirves mesas.
– Llevo un negocio -la corrigió Cate-. Y me gusta cocinar. Se me da bien -casi siempre, cocinar era un placer. Y tampoco le importaba servir mesas, porque el contacto personal con los clientes era una buena forma de conseguir que regresaran. En cambio, detestaba limpiar y tenía que obligarse a hacerlo cada día.
– No lo niego -Sheila se quedó pensativa antes de añadir-. Cuando Derek vivía, no cocinabas demasiado.
– No. Nos dividíamos las tareas de casa por igual, y pedíamos la comida a domicilio. Y salíamos a comer fuera a menudo, al menos antes de que nacieran los niños -con cuidado, vertió leche en un vaso medidor y se agachó para ver mejor las marcas-. Pero, cuando murió, me pasaba todas las noches en casa con los niños y me aburrí de la comida a domicilio, así que compré varios libros de recetas y empecé a cocinar -era increíble que sólo hubieran pasado tres años de aquello; el proceso de medir alimentos y mezclarlos le resultaba tan familiar que le parecía que había cocinado desde siempre. Los primeros experimentos, cuando preparó diversos platos exóticos, también le sirvieron para mantener la mente ocupada. Aunque también hay que decir que acabó tirándolos a la basura porque no se podían comer.
– Cuando tu padre y yo nos casamos y vosotros erais pequeños, solía cocinar cada noche. No podíamos permitirnos salir a cenar fuera; una hamburguesa en una cadena de comida rápida era un lujo. Pero ahora ya no cocino tanto y no creas que lo echo de menos.
Cate miró a su madre:
– Pero si sigues preparando esas enormes comidas para Acción de Gracias y Navidad, y siempre has hecho nuestros pasteles de cumpleaños.
Sheila encogió los hombros.
– La tradición, la familia; ya sabes. Me encanta cuando nos reunimos todos pero, sinceramente, no me importaría ahorrarme las comidas.
– Entonces, ¿por qué no cocino yo para esas reuniones? Me gusta y papa y tú podéis encargaros de entretener a los niños.
A Sheila se le iluminó la mirada.
– ¿Seguro que no te importaría?
– ¿Importarme? -Cate la miró como si estuviera loca-. Pero si salgo ganando. Estos niños cada día encuentran una forma nueva de meterse en líos.
– Sólo son niños. Tú eras revoltosa, pero los primeros diez años de vida de Patrick casi acabaron conmigo, como aquella vez que hizo estallar una «bomba» en su habitación.
Cate se rió. Patrick había decidido que los petardos no hacían suficiente ruido de modo que, un cuatro de julio, consiguió reunir cien petardos. Con un cuchillo que sacó de la cocina a escondidas abrió los petardos y colocó toda la pólvora en una toallita de papel. Cuando tuvo toda la pólvora en una pila, pidió a su madre una lata vacía y Sheila, creyendo que la quería para fabricar un teléfono de lata y cuerda, se la dio encantada.
Había leído sobre el funcionamiento de los antiguos rifles de pólvora e imaginó que su bomba seguiría las mismas premisas, aunque no acertó demasiado dónde poner cada cosa. Llenó la lata con la toallita de papel, gravilla y la pólvora, luego introdujo un trozo de cuerda y lo impregnó con alcohol para que sirviera de mecha. Para evitar quemar el suelo, colocó la lata dentro de una caja de galletas y, como toque final, tapó la lata con su antigua pecera de cristal, de donde sólo salía la cuerda para poder prenderla desde fuera. Él creía que así podría disfrutar del ruido que quería sin tener que limpiar su habitación después.
Pero no fue así.
Lo único bueno que hizo fue esconderse detrás de la cama después de prender la mecha.
Con un gran estrépito, la pecera se rompió y por la habitación volaron trozos de cristal y gravilla. El papel, que había prendido fuego, empezó a desintegrarse en pequeñas llamas que iban cayendo encima de la cama, la moqueta e incluso dentro del armario, porque Patrick se había dejado la puerta abierta. Cuando sus padres entraron en la habitación, se lo encontraron intentando apagar las chispas del suelo con los pies mientras, a base de escupitajos, intentaba sofocar el pequeño incendio que se había producido con la colcha de la cama.
En aquel momento, a nadie le hizo mucha gracia, pero ahora Cate y Sheila se miraron y se echaron a reír.
– Me temo que a mí me espera lo mismo -dijo Cate, con una expresión de diversión y horror-. Multiplicado por dos.
– Quizá no -dijo Sheila, con recelo-. Si existe la justicia en este mundo, Patrick tendrá cuatro hijos como él. Rezo para que un día me llame llorando en plena noche porque sus hijos han hecho algo horrible y se disculpe conmigo desde lo más profundo de su ser.
– Pero la pobre Andie también tendrá que sufrirlo.
– Bueno, quiero mucho a Andie, pero estamos hablando de justicia. Y si ella también tiene que sufrirlo, mi conciencia estará tranquila y me alegraré en silencio.
Cate se rió mientras impregnaba el molde de las magdalenas con la mantequilla de manzana y luego empezó a llenarlos con la masa. Adoraba a su madre; era una mujer tozuda, algo irascible y que quería con locura a su familia a pesar de ser muy estricta con sus hijos. Una frase que Cate pretendía utilizar con sus hijos cuando fueran mayores era la que un día le oyó decir a Patrick después de que este se pasara una hora lloriqueando porque tenía que cortar el césped: «¿Acaso crees que te llevé dentro durante nueve meses y me pasé 36 agonizantes horas de parto para traerte al mundo para que luego te quedaras ahí sentado? ¡Sal fuera y corta el césped! ¡Para eso te tuve!»
Era genial.
Después de otro segundo de duda, Sheila dijo:
– Quiero comentarte algo para que puedas pensártelo mientras esté aquí.
Aquello no pintaba bien. Su madre estaba muy seria. Inmediatamente, Cate sintió un nudo en el estómago.
– ¿Algo va mal, mamá? ¿Papá está enfermo? ¿O tú? Dios mío, no me digas que os separáis.
Sheila se la quedó mirando, boquiabierta, y luego, sorprendida, añadió:
– Madre mía, he criado a una pesimista.
Cate se sonrojó.
– No soy pesimista, pero tal como lo has dicho, como si pasara algo…
– No pasa nada, te lo prometo -bebió un sorbo de café-. Pero es que, como tu padre no ha visto a los niños desde Navidad, nos gustaría que vinieran conmigo a hacernos una visita. Ahora ya son lo suficientemente mayores, ¿no crees?
Tocada y hundida. Cate puso los ojos en blanco.
– Lo has hecho a propósito.
– ¿El qué?
– Me has hecho creer que pasaba algo grave -levantó la mano para acallar las protestas de su madre-, no por lo que has dicho sino por cómo lo has dicho, y por tu expresión. Y luego, en comparación con la cantidad de cosas terribles que se me han ocurrido, la idea de que los niños se vayan contigo a casa tendría que parecerme menos grave. Incluso bien. Mamá, ya sé cómo funcionas. Tomé notas porque pretendo aplicar las mismas tácticas con los niños.
Respiró hondo.
– No era necesario. No estoy categóricamente en contra de la idea. Tampoco es que me apasione, pero me lo pensaré. ¿Cuánto tiempo habías pensado quedártelos?
– Teniendo en cuenta la dificultad del viaje, quince días me parecen razonables.
Que empiecen las negociaciones. Cate también reconocía aquella táctica. Seguramente, Sheila quería tenerlos una semana y, para asegurársela, pedía el doble. Si Cate aceptaba las dos semanas sin rechistar quizá su madre se arrepentiría de habérselo pedido. Quince días de constante cuidado de dos incansables gemelos de cuatro años podían destrozar incluso a la persona más fuerte.
"Al Amparo De La Noche" отзывы
Отзывы читателей о книге "Al Amparo De La Noche". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Al Amparo De La Noche" друзьям в соцсетях.