– Me lo pensaré -dijo, porque se negaba a entrar en una discusión sobre la duración de la visita cuando ni siquiera había accedido a la petición de su madre. Si no se mantenía firme, Sheila la apretaría tanto con los detalles que los niños estarían en Seattle antes de que Cate se diera cuenta de que había dicho «Sí».
– Tu padre y yo pagaremos los billetes de avión, claro -continuó Sheila, en tono persuasivo.
– Me lo pensaré -repitió Cate.
– Necesitas un descanso. Ocuparte de este lugar y de esos dos monstruos apenas te deja tiempo para ti. Podrías ir a la peluquería, hacerte la manicura, la pedicura…
– Me lo pensaré.
Sheila resopló.
– Tenemos que pulir los detalles.
– Ya habrá tiempo para eso más adelante… si decido que puedes llevártelos. Y no insistas más porque no voy a tomar una decisión hasta que me lo haya pensado durante más de los dos minutos de tiempo que me has dejado -aunque, por un segundo, se acordó de la peluquería a la que iba en Seattle. Hacía tanto tiempo que no se cortaba el pelo que ya no tenía ningún estilo definido. Hoy, por ejemplo, llevaba la melena castaña y ondulada recogida en la nuca con un clip en forma de concha. Llevaba las uñas cortas y sin pintar, porque era la forma más práctica de llevarlas teniendo en cuenta que se pasaba el día en la cocina, y ya ni se acordaba de la última vez que se pintó las uñas de los pies. El único capricho que se daba era llevar las piernas y las axilas depiladas, y lo hacía porque… bueno, porque sí. Además, sólo implicaba salir de la ducha tres minutos más tarde.
Los chicos estaban tan contentos con la visita de su Mimi que bajaron trotando por las escaleras y en pijama media hora antes de su horario habitual. Sherry acababa de llegar y, con ella los tres primeros clientes, y Cate dejó a los niños con su madre para que los entretuviera y les diera el desayuno. Ella sólo desayunaba una magdalena, a la que iba dando bocados cuando podía.
Hacía buen día, con el aire de principios de septiembre frío y claro, y le pareció que, aquella mañana, vinieron todos los habitantes de Trail Stop. Incluso Neenah Dase, una mujer que había sido monja y que, por motivos personales, había abandonado la orden y ahora regentaba el colmado del pueblo, lo que significaba que era la casera del señor Harris, puesto que él dormía en la habitación que había encima de la tienda, vino a por una magdalena. Neenah era una mujer tranquila y serena, que debía de tener cuarenta y pico años, y era una de las vecinas preferidas de Cate. No tenían demasiadas ocasiones de hablar, y esta mañana no fue una excepción, porque ambas llevaban un negocio. Neenah la saludó con la mano, le gritó «¡Hola!» y salió por la puerta.
Y, entre una cosa y la otra, se hizo la una antes de que Cate tuviera la ocasión de subir a las habitaciones. Su madre seguía con los niños, así que ella podía encargarse de preparar las cosas para los huéspedes que llegaban por la tarde. El señor Layton no había vuelto ni llamado, y Cate ya estaba tan preocupada como enfadada. ¿Habría tenido un accidente? La carretera de gravilla podía ser muy peligrosa si un conductor que no la conocía tomaba una de las curvas demasiado deprisa. Ya hacía más de veinticuatro horas que había desaparecido y no había dado señales de vida.
Tomó una decisión y entró en su habitación, desde donde llamó a la oficina del sheriff del condado y, tras una breve pausa, la pusieron en contacto con un agente.
– Soy Cate Nightingale de Trail Stop. Tengo una pensión en el pueblo y uno de los huéspedes se marchó ayer por la mañana y todavía no ha vuelto. Sus cosas siguen aquí.
– ¿Sabe dónde iba? -le preguntó el policía.
– No -Cate recordó a la mañana anterior, cuando lo había visto volver a subir las escaleras justo después de asomarse al comedor-. Se marchó entre las ocho y las diez. No hablé con él. Pero no ha llamado y se suponía que tenía que marcharse ayer por la mañana. Temo que haya sufrido un accidente.
El agente anotó el nombre del señor Layton y su descripción y, cuando le pidió el número de la matrícula, Cate bajó a su despacho para buscarlo entre todos los papeles de la mesa. Igual que ella, el policía también creía que habría tenido un accidente y dijo que lo primero que haría sería llamar a los hospitales de la zona y que la informaría por la tarde.
Cate tenía que contentarse con eso. Cuando volvió a subir, entró en la habitación del señor Layton y miró a su alrededor para ver si había alguna pista sobre dónde podía haber ido. Encima de la cómoda de la habitación 3 sólo había unas monedas. En el armario, había colgados unos pantalones y una camisa y, en la maleta abierta había ropa interior, calcetines, una bolsa de plástico del Wal-Mart con las asas atadas, un bote de aspirinas y una corbata de seda enrollada. Cate quería saber qué había en la bolsa de plástico, pero tenía miedo de que el sheriff del condado se lo recriminara. ¿Y si el señor Layton había sido víctima de un crimen? Cate no quería que sus huellas aparecieran en la bolsa.
Entró en el baño de la habitación y, en el lavabo, vio una cuchilla desechable, un bote de espuma de afeitar y un desodorante en aerosol junto al grifo del agua fría. Encima de la cisterna había un neceser abierto y, dentro, Cate vio un peine, un tubo de pasta de dientes, el tapón de un cepillo de dientes y varias tiritas.
No había nada de valor que ella pudiera aprovechar pero, claro, la gente solía llevar encima los objetos que más apreciaba. Si se había dejado todo esto, seguro que pretendía volver. Aunque, por otro lado, había salido por la ventana, como si estuviera huyendo en lugar de simplemente marcharse.
Quizá era eso. Quizá no estaba loco. Quizá había huido.
Pero ahora la pregunta era: ¿De qué? ¿O de quién?
Capítulo 4
Yuell Faulkner se consideraba, por encima de todo, un hombre de negocios. Trabajaba por dinero y, como conseguía los clientes por recomendación de otros clientes, no podía permitirse ni un fracaso. Su reputación era que siempre hacía el trabajo, fuera el que fuera, con eficiencia y discreción.
Había algunas ofertas que rechazaba sin pensárselo, por varios motivos. El primero de la lista era que no aceptaba ningún trabajo que pudiera provocar que alertara a los federales. Eso significaba que, casi siempre, se mantenía lejos de los políticos e intentaba aceptar trabajos que no acabasen en los titulares de las noticias a escala nacional. El truco consistía en realizar un trabajo digno de ser noticia pero de forma tan discreta que fuera considerado un accidente.
Teniendo eso en mente, lo primero que hacía cuando recibía una oferta era analizar el trabajo desde todos los puntos de vista posibles. A veces, los clientes no eran totalmente sinceros cuando le proponían un trabajo. Aunque claro, no trataba con gente de reputación intachable. Así que siempre verificaba dos veces la información que le daban antes de decidir si aceptaba el encargo. Intentaba evitar que el ego participara en la toma de decisiones, que el subidón de adrenalina provocado por la posibilidad de superar una situación difícil lo cegara. Claro que podría aceptar los trabajos más arriesgados y poner a prueba su cerebro y su capacidad organizativa, pero el motivo por el que los casinos de Las Vegas no se la juegan basándose en las estadísticas es porque las apuestas arriesgadas casi nunca ganan. No estaba en ese negocio para alimentar su ego; sólo trabajaba para ganar dinero.
Y también quería seguir con vida.
Cuando entró en el despacho de Salazar Bandini sabía que tendría que aceptar el trabajo que le ofreciera, fuera el que fuera porque, si no, no saldría vivo de allí.
Conocía a Salazar Bandini o, al menos, sabía de él lo mismo que cualquiera. Sabía que aquel no era su nombre real. Sin embargo, saber de dónde salió antes de aparecer en la escena callejera de Chicago y adoptar ese nombre era una incógnita. Bandini era un nombre italiano, Salazar no. Y el hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa parecía eslavo, quizá alemán. Aunque, con esos pómulos tan cuadrados y las prominentes cejas, también podría ser ruso. Tenía el pelo rubio y tan fino que se le veía el cuero cabelludo rosado, y unos ojos marrones tan despiadados como los de un tiburón.
Bandini se reclinó en el sillón pero no invitó a Yuell a sentarse.
– Es usted muy caro -dijo-. Debe de tener muy buena opinión de usted mismo.
Era inútil responder a eso, porque era cierto. Y, fuera lo que fuera que Bandini quería, no podía esperar a conseguirlo porque, si no, no habría permitido que Yuell cruzara los múltiples anillos de protección, tanto humanos como electrónicos, que lo rodeaban. Teniendo eso en cuenta, Yuell tenía que asumir que el precio que pedía por sus servicios no era demasiado elevado; de hecho, quizá debería subir sus tarifas.
Al cabo de un largo minuto durante el que Yuell esperó a que Bandini le dijera para qué necesitaba sus servicios y Bandini esperó a que a Yuell lo traicionaran los nervios, cosa que no iba a suceder, este último continuó:
– Siéntese.
Sin embargo, Yuell se acercó a la mesa, cogió uno de los lujosos bolígrafos que había junto al teléfono y buscó una hoja de papel. La mesa estaba vacía. Arqueó las cejas hacia Bandini y, sin decir nada, el otro hombre abrió un cajón, sacó un bloc de papel y se lo acercó a Yuell.
Este arrancó una hoja y le devolvió el bloc a Bandini. En la hoja, escribió: «¿El despacho está limpio de micrófonos?»
Todavía no había dicho nada ni nadie lo había identificado por el nombre, pero nunca estaba de más ser precavido. Seguro que el FBI había intentado colar un micrófono en aquella sala y también intervenir los teléfonos. Quizá incluso había alguien acampado en una habitación al otro lado de la calle con un micrófono extremadamente sensitivo dirigido a esa ventana. Hasta donde estaban dispuestos a llegar los federales dependía de lo mucho que quisieran atrapar a Bandini. Si habían oído la mitad de lo que se comentaba en la calle, seguro que lo tenían entre los primeros de la lista.
– Lo he limpiado esta mañana -respondió Bandini, con una sonrisa-. Personalmente.
Lo que significaba que, a pesar de que tenía a su servicio a muchas personas que podrían haberlo hecho, no se fiaba de que ninguno de ellos no pudiera traicionarlo.
Muy listo.
Yuell dejó el bolígrafo en su sitio, dobló la hoja de papel, se la guardó en el bolsillo de la chaqueta y luego se sentó.
– Es un hombre precavido -comentó Bandini, con unos ojos fríos como el barro congelado-. ¿No confía en mí?
«Eso tiene que ser una broma», pensó Yuell.
– Ni siquiera confío en mí mismo. ¿Por qué iba a confiar en usted? -añadió.
Bandini se rió, aunque aquel sonido no encerraba humor.
– Creo que me cae bien.
¿Yuell tenía que estar contento por eso? Se quedó tranquilamente sentado mientras esperaba que Bandini lo mirara y fuera al grano.
Nadie que viera a Yuell creería que era un depredador. Se dedicaba a solucionarlo todo y luego volvía a dejarlo impecable. Y era muy, muy bueno.
Su aspecto le ayudaba mucho. Era muy normal: altura normal, peso normal, cara normal, pelo castaño, ojos marrones, edad indeterminada. Nadie se fijaba en él y, aunque alguien lo hiciera, esa persona ofrecería una descripción que encajaría con millones de hombres. No había ningún rasgo amenazante en su apariencia, así que no le costaba acercarse a alguien sin llamar la atención.
Básicamente, era un detective privado… muy caro. La experiencia se agradecía mucho cuando estaba persiguiendo a alguien. Incluso solía aceptar trabajos de investigador privado de forma regular que, habitualmente, consistían en conseguir pruebas de la infidelidad de una esposa, con lo que ganaba un dinero que declaraba a hacienda y se evitaba que el estado lo tuviera controlado. Declaraba cada penique que le pagaban a través de cheques. Por suerte para él, la mayor parte de los trabajos que aceptaba eran de los que nadie quería dejar ninguna pista por escrito, así que los cobraba en efectivo. Tenía que recurrir a blanqueadores de dinero para poder utilizarlo pero, la mayor parte, estaba en un plan de pensiones en un banco en el extranjero.
Yuell tenía a cinco hombres que trabajaban para él y a los que había escogido con sumo cuidado. Cada uno de ellos podía improvisar, no solía cometer errores y no se dejaba llevar por la emoción. Yuell no quería que ningún exaltado le arruinara la operación que llevaba años planeando. Una vez contrató al tipo equivocado y se vio obligado a enterrar su error. Y sólo los tontos tropiezan dos veces con la misma piedra.
– Necesito sus servicios -dijo Bandini, finalmente, al tiempo que volvía a abrir el cajón y sacaba una fotografía que deslizó por la impoluta superficie de la mesa hasta Yuell.
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