Con un poquitín de persuasión, y después de prometerle solemnemente que no se lo dirían a su padre, Bev y Jill consiguieron que Emily accediera a comer sin tener en cuenta el color de su vestimenta. Le prepararon un buen plato con un sándwich, ensalada de col y patatas fritas. Después tomaría la macedonia y las galletas con azúcar glaseado rojo.
Emily se sentó en la arena, todavía vestida de rojo, y se comió una uva morada. Jill tuvo ganas de ponerse a saltar de alegría, aunque en el fondo, el hecho de no poder contarle aquello a Mac hizo que se sintiera un poco mal.
Sin embargo, ya se ocuparía de aquella emoción más tarde.
– Buenos días, señoras.
Jill se volvió hacia el hombre que había hablado y se puso la mano sobre los ojos para protegerse del sol. Cuando pudo enfocar la vista, no supo si echarse a reír o enterrarse a sí misma bajo unas cuantas toneladas de arena.
Allí estaba Rudy Casaccio, junto a sus toallas, en muy buena forma y vestido con unos pantalones cortos y un polo. Y a su lado, el señor Smith, vacilando a un par de metros de ellos, con un traje oscuro y con aspecto de estar incómodo.
– Rudy -dijo Jill, mientras se ponía de pie para saludarlo-, ¿Qué haces aquí? No pensé que te gustaran estas cosas -comentó, e hizo un gesto abarcando la playa y la multitud.
Rudy sonrió.
– Estábamos disfrutando del ambiente del pueblo, y visitando diferentes lugares -dijo, y entonces miró a Bev-. Y por ahora, me gusta lo que veo.
A Jill se le abrió la boca sin que pudiera evitarlo. ¿Acaso estaba su cliente coqueteando con su tía? ¿Y su tía, además, se había ruborizado?
Estaba tan asombrada que no sabía qué decir. Bev siempre había sido muy guapa. Tenía una melena pelirroja espléndida, un cutis perfecto y aunque estaba delgada, tenía curvas. Y Rudy tampoco estaba nada mal. Él tenía unos cincuenta y cinco años y Bev unos pocos menos, así que nada de lo que estaba ocurriendo debería dejar sin habla a Jill, pero aun así… guau.
Carraspeó para aclararse la garganta.
– Estábamos comiendo. ¿Queréis quedaros con nosotras?
– Si no os molesta la compañía. Hemos desayunado muy tarde, así que no tenemos hambre, pero todo tiene una pinta deliciosa -dijo Rudy.
Se sentó cerca de Bev y sonrió.
Jill le lanzó una mirada al señor Smith, pero el hombre se limitó a seguir vacilando a una distancia prudencial de las toallas. Entonces, Jill se sentó también.
– ¿Le conseguimos una silla al señor Smith?
Rudy se rió.
– No es necesario.
– Pero parece que está incómodo.
A Rudy le brillaron los ojos oscuros y volvió a reírse.
– Bien.
Como Jill no quería entender la relación que tenía Rudy con su socio, no siguió la conversación. Le ofreció un refresco a Rudy y después siguió comiendo. Emily se acercó a ella.
– ¿Quién es este señor? -le preguntó la niña, en un susurro.
Rudy sonrió a la niña.
– Soy un amigo de Jill. Me llamo Rudy. ¿Y tú?
– Emily Kendrick.
Rudy arqueó ligeramente las cejas al asociar el apellido de la niña.
– Me alegro de conocerte, Emily. ¿Te lo estás pasando bien en la fiesta?
– Sí -dijo ella, y le dio un mordisquito a su sándwich.
Bev carraspeó.
– ¿Y cuánto tiempo llevas en la ciudad, Rudy? -le preguntó.
– Un par de días. Hasta que sus circunstancias cambiaron, Jill era mi abogada. Cuando supe que se había mudado aquí, quise venir a ver qué tal le iba.
Bev lo abanicó con las pestañas.
– Eso es todo un detalle por tu parte. ¿Y dónde vives?
– En Las Vegas.
– Ah, una ciudad trepidante.
– Sí, es cierto, pero Los Lobos también tiene sus encantos -Rudy miró a Jill-. ¿Y quién es esa Gracie Landon de la que todo el mundo habla?
Jill estuvo a punto de atragantarse con un pedacito de fruta de la macedonia. Cuando consiguió tragar, tuvo que carraspear otra vez.
– ¿Cómo? ¿Has oído hablar de Gracie?
– Claro. A una señora muy agradable en la panadería, y después, a la camarera del desayuno, esta mañana. Estábamos charlando sobre la historia del pueblo y el nombre de Gracie surgió en la conversación. ¿Es cierto que Gracie le puso un somnífero a Riley en una bebida para que no pudiera ir a su cita?
Jill bajó la cabeza.
– A Gracie no le va a gustar nada esto.
– ¿Qué? ¿El hecho de ser una leyenda?
– No. El hecho de que nadie haya olvidado todo lo que hizo hace tantos años.
Bev se rió.
– Todos admiramos sus agallas para ir detrás de lo que realmente quería.
– En algunos círculos, lo que ella hizo pudo haberla llevado a la cárcel -matizó Jill.
– No -dijo Rudy-. Era amor verdadero. ¿Cuántos años tenía?
– Catorce.
Él miró a Bev.
– Los jóvenes saben cómo amar con todo el corazón. Yo admiro eso.
– Yo también -dijo Bev, suavemente.
– Convirtió la vida de Riley en un infierno -dijo Jill-. Por no mencionar la de su novia -remató.
Aunque, a decir verdad, no sentía compasión alguna por Pam. Siempre había sido una bruja.
– Espero llegar a conocer a Gracie -dijo Rudy.
– Lo siento, pero ella nunca viene a Los Lobos. De hecho, ha convencido a toda su familia de que es mucho más emocionante visitarla a ella en Los Angeles en vacaciones. No creo que haya vuelto a poner un pie en Los Lobos desde que tenía quince años.
Rudy se quedó desilusionado. Jill tomó un pedacito de sándwich. Qué raro le resultaba estar con él allí. Ella sólo había visto a Rudy en su despacho, cuando él estaba vestido de ejecutivo y rodeado de socios. Allí, en la playa, era casi humano. Aunque realmente, la vista del señor Smith allí, a cierta distancia, no era de lo más reconfortante.
Jill se volvió hacia Emily, que había estado escuchando con interés.
– He hablado con tu padre -le dijo a la niña-. Tengo una secretaria, en mi trabajo, que tiene hijos. Una de ellas es una niña de tu edad. Me pareció que te apetecería jugar con ellos un rato. ¿Qué te parece?
Emily asintió.
– Muy bien.
Jill le dio unos golpecitos en la espalda.
– Pobrecita, todo el tiempo tienes que estar con los adultos. Somos bastante aburridos, ¿verdad?
– No tanto.
– Guau. Qué cumplido. Me siento honrada. Y conmovida, de verdad.
Emily se rió y se metió otra fresa en la boca.
Jill terminó de comer y después se puso otra capa de crema protectora. Había pasado demasiados años en la Universidad y trabajando detrás de un escritorio, y aquello había terminado con su bronceado. A pesar de que tenía el pelo castaño oscuro y los ojos marrones, tenía la piel muy blanca y se quemaba si no tenía cuidado.
Bev todavía estaba conversando con Rudy, lo cual tenía asombrada a Jill. Incluso se le había pasado por la cabeza que no era seguro dejar a su tía sola con él, lo cual era una tontería. Bev era una adulta y estaban en un lugar público. Había familias por todas partes, y los ayudantes del sheriff pasaban cada poco tiempo por la playa. Además, ella no creía de verdad que Rudy fuera un mal tipo, ¿verdad?
Jill se dio cuenta de que no podía responder a aquella pregunta. Sus contactos con aquel hombre habían sido sólo profesionales, cuando ella había trabajado para él llevando los aspectos legales de sus negocios, siempre limpios. Él siempre había sido honrado con ella y le había pagado puntualmente. Cuando Emily le pidió a Bev otro batido de chocolate, Jill se inclinó hacia Rudy.
– Es mi tía -le dijo en voz baja, mirándolo a los ojos.
– Lo sé -le respondió Rudy, y le dio unos golpecitos en la mano-. Entiendo lo que es la familia. Ella estará a salvo conmigo.
– Estoy más preocupada por que esté a salvo de ti -murmuró, y después tuvo que cambiar de tema porque Bev ya había terminado con Emily.
Complicaciones, pensó Jill diez minutos más tarde, cuando Rudy invitó a Bev a ir con él a tomar un helado y ella aceptó. Él se puso de pie y le tendió la mano. La ayudó a levantarse como si fuera una flor delicada. Y peor aún, Bev se rió azoradamente y le sonrió.
Dios Santo, aquélla era su tía. Y Rudy. Jill nunca se habría imaginado que conectarían. Bev era muy estricta en lo que se refería a su energía psíquica y el hecho de mantenerse pura, o casi pura, por su don. Y Rudy era de la… Jill frunció el ceño cuando se dio cuenta de que tampoco estaba segura de aquello.
– ¿Conocías a Gracie? -le preguntó Emily mientras se terminaba el sándwich-. ¿La de la leyenda?
– Sí, la conozco. Somos amigas. Ella vive en Los Angeles.
– ¿Y le gustaba un chico?
El verbo gustar no servía para describirlo.
– Sí le gustaba, pero a él no le gustaba ella, y eso le causaba mucha tristeza a Gracie.
Emily arrugó la nariz.
– Los chicos no me gustan. Algunas veces se portan mal.
– Pero eso cambiará -le prometió Jill. Al menos, esperaba que fuera así para Emily-. Bueno, ¿estás preparada para conocer a los niños de Tina?
– Claro -dijo Emily.
Echó su plato de papel en la bolsa de la basura y se puso de pie.
Jill les pidió a sus vecinos de playa que le echaran un vistazo a sus cosas y después tomó a Emily de la mano para ir a buscar el sitio en el que Tina le había dicho que se pondrían, junto al punto de socorrismo número tres.
Emily se frotó las manos contra los pantalones.
– ¿Crees que…?-le preguntó a Jill, y entonces se interrumpió, sin saber qué decir.
Jill le tiró de un mechón de pelo con suavidad.
– ¿Qué? ¿Si vas a divertirte? ¿Si les vas a caer bien? Les vas a caer fenomenal. Aunque no estoy segura de que Tina comience a pensar que yo soy realmente una persona. Eso es menos probable.
Emily se rió. Estar con Jill siempre hacía que se sintiera bien.
– Ustedes dos, las de los pantalones cortos. Deténganse ahora mismo y levanten las manos.
Emily se dio la vuelta al oír la voz de su padre y lo vio corriendo hacia ellas. Durante un segundo se sintió muy feliz, y también quiso correr hacia él. Entonces se acordó de que estaba enfadada y se le encogió el estómago.
– Mac -dijo Jill, y se puso las manos en las caderas-. Lo siento, pero no tengo tiempo para que me arresten hoy. Vas a tener que esperar.
– ¡Ja! Ya tengo las esposas preparadas.
Jill sonrió.
– Muy interesante -dijo-. ¿Qué ocurre?
– Esto.
Emily vio que su padre tendía la mano y, sobre su palma, había un pequeño rinoceronte de peluche.
– Lo he ganado en una maquinita. Me costó tres dólares sacarlo, pero lo conseguí. Me imaginé que a Elvis le vendría bien un amigo.
Emily no sabía qué hacer. Quería tomar el juguete y darle las gracias a su padre, pero tenía miedo. Miró a su padre, después al rinoceronte y después a su padre de nuevo, y vio que su sonrisa comenzaba a esfumarse. Se le encogió aún más el estómago y notó que le ardía la cara.
– ¿En serio? -dijo Jill, y tomó el animalito. Lo sujetó en lo alto y comenzó a reír-. ¡Es tan precioso que no sé qué decir! -exclamó, y abrazó suavemente a Emily-. ¿No te parece precioso?
Emily notó que se le relajaba el estómago y sonrió un poco. Después se rió.
– Es mono.
– Más que mono. Es una preciosidad -le dijo Jill, y le tendió el rinoceronte-. Tu padre es genial.
Emily miró a su padre. Parecía que volvía a estar contento. Ella se metió el pequeño peluche en el bolsillo y le tomó la mano a su padre.
– Está bien -dijo suavemente.
Agotado, pero satisfecho, Mac caminó hacia su coche patrulla pasada la medianoche. El día había ido muy bien. No habían tenido más que una docena de arrestos, un accidente con un herido leve y un par de peleas. Aquello eran buenas noticias para un día de fiesta estival en Los Lobos.
Incluso Emily se lo había pasado muy bien. Bev se la había llevado a casa justo después de los fuegos artificiales y le había prometido a Mac que la acostaría y la cuidaría por la noche. Mac sabía que lo que le pagaba a aquella mujer no era suficiente ni por asomo.
La noche estaba clara y despejada, y la temperatura había descendido bastante. Corría una brisa muy agradable. Cuando se acercaba a su coche, vio a alguien sentado en el capó. Sólo se le ocurrió que pudiera ser una persona: Jill. Se le aceleró el pulso.
Ella sonrió cuando Mac se acercó.
– Pensé que quizá pudiera convencerte para que me acercaras a casa.
– ¿Dónde está el 545?
– Lo he dejado en el aparcamiento de la playa. Todavía tengo esperanzas de que alguien lo arañe o lo abolle, aunque también tengo la sensación de que lo están protegiendo las hadas, o algún conjuro gitano. No tiene ni un rasguño. Y tengo que decirte que eso no me gusta.
Mientras hablaba, la brisa le revolvía el pelo suavemente. La humedad del mar había estropeado sus esfuerzos de alisarlo, y los rizos se le movían en todas las direcciones. No llevaba maquillaje, tenía una mancha en la camisa y había dejado las sandalias en el asfalto, junto al coche. Estaba endemoniadamente sexy.
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