– Sí. Traer el juego ilegal y las drogas, por ejemplo.
– El señor Casaccio es un hombre de negocios de reputación intachable. Quiere ayudar a nuestro pueblo.
Mac entendió que era ayudar al mismo Franklin.
– No lo entiendo. ¿Por qué iba a querer un hombre como él ayudar a nuestro pueblo?
– Es un hombre con una visión muy amplia.
– Ya. ¿Con cuánto dinero ha contribuido a su reelección? -le preguntó Mac.
– Quizá debiera usted preocuparse menos de cómo voy a seguir yo en mi puesto. Tiene que enfrentarse dentro de muy poco a unas elecciones para elegir al sheriff, y sin mi ayuda, no tendrá nada que hacer.
Mac sabía que tenía razón, pero aquello no le gustaba.
– Supongo que Rudy Casaccio les dio dinero para la restauración del muelle.
– Sí. Veinte mil dólares.
– Estupendo.
– Siga con el programa -le dijo Franklin-. Todos queremos que el señor Casaccio se sienta como en casa. Usted lleva poco tiempo aquí, pero todo el mundo piensa que está haciendo un buen trabajo. Sería una pena perder todo ese apoyo porque tenga algo personal e infundado contra uno de nuestros ciudadanos más importantes.
– Que yo sepa, él no es uno de los residentes del pueblo.
El alcalde se encogió de hombros.
– Todos tenemos la esperanza de que eso cambie. Y si usted causa problemas, es posible que sólo haya sitio para uno de los dos.
Jill sonrió a la joven que estaba sentada frente a ella. Tenía unos veintitantos años y estaba embarazada. Kim Murphy la miró a los ojos, le devolvió una tímida sonrisa y apartó la mirada de nuevo.
– Me sorprendió tu llamada -le dijo la chica-. No había visto a mi abuela desde hacía años. Creía que ya no se acordaba de mí.
– Pues parece que sí.
Kim se mordió el labio inferior y le lanzó a Jill una mirada de cautela.
– Yo quería verla más a menudo, por supuesto, pero… no podía.
Jill se preguntó por qué.
– ¿Estaba enferma?
– Eh, no, no creo. Es sólo que… las cosas se complicaron. Hacía seis años que no la veía, desde que me casé.
Jill sacó unos papeles de una carpeta, y cuando vio la fecha de nacimiento de Kim, arqueó las cejas.
– Llevas seis años casada… caramba, debiste de prometerte el día en que cumpliste dieciocho años.
Kim asintió tímidamente.
– En realidad, me prometí a los tres días. Andy y yo empezamos a salir cuando yo tenía catorce. Él era mayor que yo, claro, pero me esperó.
Kim lo decía como si fuera una buena cosa, pero Jill tuvo que hacer un esfuerzo para no decir nada sarcástico.
– Es estupendo -comentó.
– Andy es maravilloso -murmuró Kim, y volvió a sonreír.
– Me alegro de saber que todavía quedan buenos chicos por ahí -al contrario que Lyle, la comadreja-. Bueno, todo esto es muy sencillo. Tu abuela te ha dejado ochenta mil dólares. Vas a heredar la cantidad completa. Mi minuta se cobrará del resto de la herencia. Me llevará un par de semanas completar todo el proceso. Tú tendrás que firmar algunos papeles, y después te entregaré el dinero. Mientras, tendrás que pensar en lo que quieres hacer con la herencia.
Kim frunció el ceño.
– No entiendo.
– Te estoy sugiriendo que abras una cuenta separada en el banco para ese dinero. Puedes meterlo en un fondo de inversión, por ejemplo, para empezar a ahorrar para el dinero de la Universidad de tu hijo -sugirió Jill, y sonrió.
– Oh, no. Andy quiere comprar un camión nuevo.
A Jill no le gustó cómo le temblaba la voz.
– Pero, ¿qué es lo que quieres tú? -le preguntó suavemente.
Kim tragó saliva.
– ¿Hemos terminado ya? Porque tengo que irme. Tengo una cita.
– Claro. Será sólo un segundo.
Jill le tendió varios papeles para que los firmara. Kim se inclinó hacia el escritorio, y al hacerlo, el vestido se le resbaló del hombro. Jill vio un hematoma grande y feo, que tenía la forma de una mano.
Jill maldijo en silencio. «Por favor, Dios, no dejes que estén maltratando a esta pobre mujer», pensó con angustia.
– ¿Algo más? -le preguntó Kim, mientras se subía la manga del vestido.
– Esto es todo, por ahora -respondió Jill, y se levantó-. Te llamaré cuando reciba el cheque. Una vez que termine con los documentos, podrás llevártelo a tu banco.
Kim todavía la miraba con cautela. Se despidió apresuradamente y salió de la habitación.
Jill la siguió lentamente, hasta que se marchó, y se acercó al mostrador de Tina. Era miércoles, y a su secretaria todavía no se le había pasado el mal humor. Sin embargo, Jill no se dejó amedrentar.
– ¿Conoces a Kim Murphy? -le preguntó.
– Un poco. Dave y ella son primos segundos, creo, pero no nos vemos mucho. ¿Por qué?
– Estoy intentando decidir si me involucro en algo o no.
– ¿Para qué te vas a molestar, si te marchas?
Jill suspiró. Como siempre, Tina consiguió que se sintiera especial.
– ¿Qué sabes de su matrimonio?
– ¿Andy y ella? Son muy reservados. No salen apenas.
– ¿Cómo es él?
Tina frunció el ceño.
– Es un tipo grande, tranquilo, a menos que lo molestes. Trabaja de albañil. ¿Por qué me haces tantas preguntas?
– Por curiosidad. Tengo que salir durante un rato. Volveré en un par de horas.
Tina inclinó la cabeza sobre el trabajo.
– No estaré aquí para entonces.
¿Por qué a Jill no le sorprendió aquello?
Jill entró en la comisaría y se acercó al mostrador de recepción.
– Hola, buenas.
– Hola -respondió una mujer de pelo gris, muy bajita-. ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó, y entonces la miró fijamente-. Espera. Te conozco. Eres Jill.
– Sí, en efecto.
– Entonces, ¿has venido en visita oficial?
– He venido a ver a Mac.
– Está en su despacho -le dijo la mujer, señalándole el camino con la cabeza-. Entra. Está al teléfono, pero no tardará.
– Gracias.
Jill recorrió el pasillo hasta la oficina de Mac y entró sin llamar, porque la puerta estaba abierta. En aquel momento, él estaba colgando el teléfono, y no tenía aspecto de estar muy contento.
– ¿Algún problema?
– ¿Qué? No. Nada de trabajo. Estaba hablando con tu tía Bev por teléfono. Hollis Bass se pasó por su casa para hacer la visita sorpresa. Esa sanguijuela…
Jill tuvo la tentación de decirle que Hollis sólo estaba haciendo su trabajo. Al mismo tiempo, también quiso preguntarle por qué estaba bajo aquella supervisión tan estricta en cuanto a su hija. Ya se había hecho aquella pregunta, por supuesto, pero no se la había hecho a Mac, y teniendo en cuenta lo irritado que estaba, aquél no era el mejor momento.
– ¿Vas a ir?
– No -dijo él. Tomó un bolígrafo y volvió a dejarlo en el escritorio. Después miró el reloj-. No debería durar más de media hora, ¿verdad?
– No lo sé.
– Es cierto. Perdona -dijo él, y la miró. Después le señaló una silla-. Siéntate.
– Gracias.
– ¿Has venido en visita oficial?
– Sí y no.
– Bueno, siempre y cuando seas clara…
– Hoy ha venido una clienta a mi despacho, Kim Murphy. Su marido se llama Andy. Ella tiene veinticuatro años, y está embarazada. ¿Los conoces?
– No, ¿por qué?
– Creo que la pega.
Mac soltó una imprecación.
– No puedes hablar en serio…
– Le vi un hematoma en el hombro. Parecía una mano. No sé… ella estaba asustada y nerviosa. O quizá yo me haya vuelto loca.
– O quizá no -dijo él, y tomó una libreta justo cuando sonó de nuevo el teléfono-. ¿Diga? -escuchó durante unos segundos, y después exclamó-: ¡No puede ser! Sí, lo sé. Tienes razón. ¿Estás segura?
Después, colgó el teléfono y se quedó mirando a Jill.
– Era Bev de nuevo. Hollis se acaba de invitar a comer a sí mismo. No puedo creerlo -dijo. Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro-. ¿Y si Emily está en uno de sus días malos? ¿Y si se pone caprichosa con la comida? Hollis puede pensar que no estoy haciendo lo suficiente.
Jill quiso decirle que todo iba a salir bien, pero no lo sabía a ciencia cierta.
– ¿Quieres ir? -le preguntó.
– Sí, quiero ir. Dejemos esto para más tarde.
– Claro.
Él salió de la oficina rápidamente. Jill salió un poco después. Cuando llegó al mostrador de entrada, se detuvo.
– Wilma, tú has vivido aquí mucho tiempo, ¿verdad?
– Sí -respondió la mujer-. De toda la vida.
– ¿Conoces a Andy Murphy?
– Oh, sé de él.
A Jill no le gustó cómo sonaba aquello.
– ¿Qué quieres decir?
– Ese chico tiene muy malas pulgas.
– ¿Y crees que las tiene también con su mujer?
– Nadie ha visto nada, si es lo que me estás preguntando.
Jill asintió.
– Entiendo que no puedas acusarle de nada. ¿Ha habido alguna denuncia por maltrato doméstico?
– No, pero yo creo que debería haberlas.
Capítulo 10
Mac condujo hasta la casa de Bev y vio un coche desconocido, de unos cuantos años, aparcado en su calle.
Hollis, pensó Mac. Tuvo ganas de entrar en la casa y sacar al muchacho a empujones, pero si lo hacía, sabía que no volvería a ver a Emily. Aparcó y entró en su propia casa. Metió un plato congelado en el microondas y se lo comió de pie, mirando por la ventana hasta que vio que el coche de Hollis se marchaba. Entonces, fue a casa de Bev.
Llamó a la puerta.
– ¡Pasa! Está abierto -dijo Bev.
– Deberías cerrar con llave la puerta de entrada. Podría haber sido cualquiera -dijo Mac.
– Pero yo sabía que eras tú.
Emily y Bev estaban en la sala de estar, jugando al Monopoly de Disney. Había libros y películas infantiles por todas partes, y en medio de todo, las dos lo miraron y sonrieron. Mac se acercó a besar a su hija, y después Bev y él fueron a la cocina. Bev cerró la puerta.
– Estamos bien -le dijo.
– Pero él se ha quedado a comer -dijo Mac, intentando no hablar en tono de acusación.
– Era mediodía y teníamos hambre. ¿Habría sido mejor que lo hubiera echado?
– Sí.
Ella no dejó de mirarlo a la cara ni un instante. Finalmente, Mac suspiró y se apoyó contra la encimera.
– Lo sé, lo sé. Es mejor mantener cerca a tus enemigos.
– O no tener enemigos. Sé que Hollis es una amenaza para ti, pero no tenéis por qué ser adversarios en esto. A mí me parece que él está más que dispuesto a llegar a un compromiso contigo.
– Claro. Siempre y cuando yo cambie de trabajo.
– ¿Qué?
– Hollis piensa que los policías somos malos padres.
Bev apretó los labios.
– Eso es una completa tontería. Ahora me cae mucho peor. De todas formas, la visita ya ha terminado y salió muy bien. Él ha estado hablando con Emily. Le preguntó por el colegio, por sus amigas y por su vida aquí. Tú apenas apareciste en la conversación -le dijo, y le apretó suavemente el brazo-. Él no estaba intentando tenderte una trampa.
– Me alegro de saberlo.
– Ese chico no es el demonio.
– Siempre y cuando esté en posición de quitarme a mi hija, es el demonio, exactamente.
Bev asintió.
– Te entiendo. ¿Y qué va a hacer ahora?
– No lo sé. Supongo que hará un informe y volverá a trabajar.
– Si te sirve de algo, yo he sentido que las cosas iban bien.
– ¿Es un mensaje del más allá? Porque si te están dando información, podrías preguntarles los números de la lotería.
– Mi don no funciona así, y lo sabes.
Él se rió suavemente.
– Es una pena. Por lo menos, así habría sido práctico.
– Es bastante práctico ahora.
– Si tú lo dices… -él se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Gracias, Bev. Por todo.
Ella sacudió la mano.
– Vamos, ve a decirle adiós a tu hija.
Mac se despidió de Emily, y después fue al centro del pueblo en coche. Tenía que hacer una parada antes de volver a la comisaría.
La puerta principal de Dixon & Son estaba abierta. Mac entró en el imperio de los peces disecados, pero Tina no estaba en el mostrador.
– ¿Has vuelto? -dijo en voz alta.
– Sí. ¿Mac? ¿Eres tú?
– En carne y hueso.
Mac entró al despacho y se sentó frente a Jill.
– Siento muchísimo haberme marchado así -le dijo-, pero no podía quitarme a Hollis de la cabeza.
– Es lógico. No tienes por qué disculparte.
– Claro que sí. Me estabas intentando contar algo acerca de un tipo que maltrata a su mujer. Deberías haber tenido toda mi atención.
Jill arqueó las cejas.
– Hablas en serio.
– Desde luego. Esta ciudad es muy importante para mí. Todavía estoy intentando averiguar cómo cuidar de Emily y de ella a la vez, y hacer que todo el mundo esté contento -luego añadió, con un gesto de desagrado -: Todo el mundo, excepto el comité del muelle.
– ¿Qué han hecho para molestarte?
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