Él pensó en Rudy Casaccio en la reunión y se sintió más irritado aún.

– Ya te lo contaré. Sólo dime qué está pasando con tu cliente.

– Kim vino a verme a causa de una herencia, y me pareció que estaba muy asustadiza, que actuaba como si fuera maltratada frecuentemente. De hecho, me dio la impresión de que si pretendiera conservar la herencia para sí misma, se armaría una buena.

– Mencionaste un hematoma -dijo él.

Se sacó una libreta del bolsillo y comenzó a tomar notas.

– Tenía uno bastante grande en el hombro, con la forma de una mano. No sé, quizá esté imaginándomelo todo.

– Y quizá no. Lo comprobaré. Enviaré a unos agentes para que hablen con los vecinos. Y puede que envíe a Wilma a hablar con él. Todo el mundo se abre a Wilma. Pero si Kim no presenta una denuncia, no podremos hacer nada, a menos que pillemos a ese tío con las manos en la masa.

– Lo sé. Por eso no me especialicé en derecho de familia. Hay demasiadas ambigüedades y demasiado dolor. Prefiero una empresa fría, sin cara.

Él entendía aquello, pero también sabía que era imposible conseguirlo.

– No puedes escaparte de la gente -le dijo-. Créeme, yo lo he intentado.

Ella inclinó la cabeza.

– ¿Quieres contármelo?

– No.

– Ya me lo imaginaba. ¿Quieres un pez, en vez de eso? Estoy pensando en regalar una cuidada selección. Tú puedes elegir el primero.

Él miró alrededor, por las paredes.

– No, gracias. No me gustan mucho los peces.

– A mí tampoco, y mira dónde he terminado.


– ¿Qué quieres decir con eso de que tienes planes para la cena? -le preguntó Jill a su tía, mientras Bev terminaba de arreglarse.

– Creía que serías lo suficientemente inteligente como para entenderlo de una vez. Rudy me ha invitado a cenar, yo le he dicho que sí y vamos a salir los dos.

– ¿Con Rudy? ¿Qué es lo que sabes de él? -le preguntó, aunque con cuidado, porque Emily estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la cama de su tía, muy interesada en la conversación.

– Sé que es un hombre encantador que sabe hacer que una mujer se sienta como una diosa.

– Pero… pero… tú no tienes citas. Tienes que cuidar de tu don.

– Una cita está permitida -dijo Bev-. Bueno, creo que ya estoy.

Se había puesto un vestido negro sin mangas, un chal de color rojo anaranjado y unos pendientes negros. Llevaba la melena suelta y estaba sensual, bella y muy parecida a una diosa.

– Bueno, espero tener tus genes -dijo Jill, resignada.

– Los tienes -le dijo Bev con una sonrisa. Se dio la vuelta y se detuvo frente a Emily-. ¿Qué te parece?

– Muy bien. Estás tan guapa como mi madre.

– Gracias. Ése es un buen cumplido, verdaderamente. Está bien, me voy.

Bev tomó un pequeño bolso negro de mano y salió hacia las escaleras.

Jill la siguió.

– ¿No va a recogerte?

– No. Pensé que quizá tuviera que llevar a Emily a tu despacho porque tú no llegarías a tiempo, y no creí que ni a ti ni a Mac os gustara que la niña fuera en el coche de Rudy. Adiós.

Jill oyó los pasos en la madera del suelo, y después el sonido de la puerta cerrándose.

– Creía que la vida sería más fácil aquí -murmuró, y volvió a la habitación de Bev-. Nos ha abandonado -le dijo a Emily, que se rió-. Entonces, ¿qué hacemos?

– Tenemos que cenar -informó la niña.

– ¿Quieres salir?

Emily asintió vehementemente.

– ¿Podemos cenar hamburguesas?

– Por supuesto. Estoy pensando en un sitio que tiene unos batidos buenísimos. Podemos ir al centro en el coche, dejarlo allí aparcado y después volver dando un paseo -pese a los días que el coche había pasado en el aparcamiento de la playa, todavía no tenía ni un solo rasguño, y a Jill estaba empezando a molestarle de verdad todo aquel asunto.

Jill se quitó el traje, se puso unos pantalones cortos y una camiseta, y después Emily y ella fueron a cenar al centro.

– Me han dicho que el señor Bass ha ido a comer a casa hoy -le dijo a la niña, mientras iban en el coche.

– Sí. Es el asistente social, y dice que cuida de los niños. Yo le dije que no necesitaba que nadie cuidara de mí, porque tengo a mi madre, a mi padre, a Bev y a ti.

A Jill le gustó estar incluida en aquella lista.

– Me gusta mucho que tengas a tanta gente que cuida de ti.

– A mí también.

Jill estaba a punto de decir algo más cuando vio una dirección en una señal que le resultó muy familiar. La había reconocido por los documentos con los que había estado trabajando aquella misma tarde. El señor Harrison había insistido en continuar con la demanda.

– Tengo que parar aquí durante un segundo -le dijo, mientras paraba junto a la acera y aparcaba.

Había dos casas casi idénticas, una junto a la otra. Las dos eran de estilo Victoriano, con molduras decorativas y rejas muy trabajadas. No eran las preferidas de Jill, pero ella sabía que eran muy apreciadas. Los jardines tenían enormes árboles, y en medio de los dos, había un enorme muro de piedra. El muro estaba perfectamente centrado entre los dos jardines, y Jill entendió por qué se había construido allí. Era una pena que no hubieran mirado las escrituras primero.

Vio a un hombre cambiando un aspersor de sitio en el jardín, e impulsivamente, salió del coche y esperó a que Emily se uniera a ella.

– ¿Quién es ese hombre? -le preguntó la niña.

– Es Juan Reyes.

– ¿Es amigo tuyo?

– No exactamente.

Jill sabía que hablar con Juan Reyes era coquetear con el peligro, pero tenía que saber algo sobre la gente a la que iba a demandar en nombre del señor Harrison.

– Buenas tardes -dijo Jill. Juan la saludó con la mano.

– Buenas tardes -dijo. Era un hombre de mediana estatura y muy guapo, quizá de unos treinta años.

– Tiene usted una casa preciosa -dijo Jill.

Juan sonrió.

– Gracias. Mi mujer y yo nos enamoramos de ella hace unos cinco años. No habríamos podido comprarla solos, pero lo hicimos junto con mi suegra.

– ¿De veras? ¿Vive con ustedes?

Juan sonrió.

– Sí, sé lo que está pensando, pero es una señora estupenda. A mí me gusta estar con ella. Además, es una gran cocinera.

Jill estaba impresionada. Ella quería mucho a su padre, pero si tuvieran que compartir una casa, se volvería loca lentamente. O quizá, no tan lentamente.

– Conozco a su vecino -comentó, señalando la casa del señor Harrison.

La sonrisa de Juan se desvaneció.

– Él no está muy contento de tenernos de vecinos.

– ¿De verdad?

– Sí. Dice que el muro abarca muchos metros de su tierra, pero lleva ahí muchos años, y nosotros no podemos permitirnos el gasto de derribarlo y volver a levantarlo. Le dije que estaba dispuesto a pedir una segunda hipoteca sobre la casa y a pagarle esa tierra, pero no quiere.

Jill miró hacia la otra casa y vio que todas las luces estaban apagadas, excepto una, muy tenue, en la parte de atrás.

– ¿Él vive ahí solo? -preguntó.

– Sí. No tiene familia. Creo que la situación es muy triste, porque sólo tiene energía para enfadarse por el muro.

– ¿Alguna vez lo ha invitado a comer?

Juan se quedó mirándola sorprendido.

– ¿A qué se refiere?

– Si su suegra es tan buena cocinera como usted dice, y el señor Harrison, está tan solo, quizá una comida en familia pudiera ayudar en las negociaciones.

Jill notó que Juan sopesaba aquella sugerencia. Estaba segura de que el anciano les estaba haciendo la vida imposible y de que Juan no quería a aquel viejo cascarrabias en casa, pero si aquello ayudaba…

– Se lo comentaré a mi mujer -dijo Juan-. ¿Quién es usted?

Jill cerró los ojos.

– Por favor, no se tome esto como algo personal, pero soy Jill Strathern, la abogada del señor Harrison.

Juan dio un paso hacia atrás y su expresión se endureció.

– ¿Está intentando engañarme?

– En absoluto. Es sólo que no me gusta nada que ustedes estén enemistados por ese muro. Si pudieran ser amigos en vez de enemigos, ninguno de los dos necesitaría mis servicios.

– Ella es muy buena -dijo Emily, lealmente.

Juan sonrió a la niña.

– Gracias por decírmelo. Entonces, debe de ser cierto -dijo, y miró a Jill-. Hablaré con mi mujer -dijo él, y después titubeó-. Pero, si no hay juicio, no habrá dinero para usted.

– En este caso, estaría encantada de que me despidieran.


– ¿Estás segura de que es así? -le preguntó Jill a Emily, mientras la niña continuaba poniéndole rulos en el pelo.

– Sí. Lo he visto en la tele.

– Pero yo ya tengo el pelo rizado. No estoy muy segura de que los rulos…

Emily caminó hasta ponerse frente a ella y arqueó las cejas.

– Yo soy la encargada -le dijo, con una seguridad que, en otra situación, hubiera hecho reír a Jill.

– Sí, señora.

Emily volvió a rodear la silla y siguió con su tarea, primero cepillándole un mechón de pelo a Jill y después enrollándolo en el rulo. Jill estaba agradecida de que el nivel de humedad fuera bajo y el pelo se le mantuviera más bien liso. Si lo tuviera rizado en aquel momento, era muy posible que hubiera tenido que cortarse la melena para quitarse los rulos.

– Mmm… Tenemos que comernos una tarta -le dijo, intentando sobornarla.

– ¿Podemos tomarla mientras vemos la película?

– Claro -dijo Jill, aceptando la derrota.

Habían acordado ver la película después de jugar a las peluquerías, así que se resignó e intentó relajarse.

– La cena estaba muy buena -dijo Emily-. Me ha gustado mucho la hamburguesa.

– Sí, en Treats'n Eats las hacen muy buenas -respondió Jill. No sabía si mencionar algo que era evidente, pero decidió hacerlo-. Ya no te importa mucho que la comida no sea del mismo color que la ropa que llevas puesta. ¿Eso significa que no vas a hacerlo más?

Las manos de Emily se quedaron inmóviles, y a la niña se le cayó un rulo al suelo.

Jill se volvió y vio a Emily, mirándola con los ojos abiertos como platos.

– ¿Emily?

– Algunas veces todavía quiero que sean del mismo color.

No era difícil saber cuándo.

– ¿Cuando estás con tu padre?

Emily asintió.

Jill notó que estaban entrando en terreno peligroso. ¿Debería dejarlo? Sin embargo, algo le dijo que a Emily le serviría de ayuda hablar.

– ¿Estás enfadada con tu padre? -le preguntó suavemente.

Emily tomó aire y metió las manos tras la espalda. Después, asintió lentamente.

Jill se giró en la silla, tomó a la niña por los brazos y la atrajo hacia sí. Después la abrazó.

– No es malo estar enfadada -le dijo, con la esperanza de que fuera cierto. Si los adultos no eran capaces de dominar sus emociones, ¿cómo iba a hacerlo una niña de ocho años?-. ¿Es por algo que está haciendo ahora, o algo que hizo antes?

– Antes.

Jill se puso a Emily en el regazo y le apartó el pelo de la frente.

– ¿Quieres contarme lo que pasó, o no?

Emily se encogió de hombros.

– Antes, mi padre era policía. Él cuidaba a la gente buena y detenía a los malos. Pero después de un tiempo se quedó muy callado. Se sentaba en el sofá y no hablaba, ni jugaba. Algunas veces, yo lo miraba porque tenía miedo de que desapareciera. Ya sabes, como un fantasma.

– Entiendo que eso te asustara mucho. Pero él no se convirtió en un fantasma.

– No, pero mamá se enfadaba mucho, y gritaba, y papá también. Elvis y yo nos escondíamos en el armario, pero estaba oscuro, y eso tampoco nos gustaba.

A Jill le hizo daño imaginarse a la niña sin tener dónde ir.

– Pero ellos no se peleaban por ti -le dijo-. Tú no tenías la culpa de que discutieran.

Emily no parecía muy convencida.

– Un día, mamá y yo nos fuimos. Yo esperé y esperé a que papá volviera aquella noche, pero él no vino. Mamá me dijo que no iba a venir durante un tiempo. Yo no sabía si se habría perdido, y rezaba todas las noches. Y le escribía cartas.

Se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló la barbilla.

– Después de mucho tiempo, mamá me dijo que iba a venir a verme, y que pasaría el fin de semana con él, y que sería muy divertido. Pero él no vino.

Se le derramaron las lágrimas por las mejillas. Jill la abrazó y la meció suavemente.

– Lo siento -susurró.

Sabía que, aunque Mac debía de estar atravesando un momento muy difícil en aquellos tiempos, no tenía excusa por haber hecho sufrir a su hija.

– Estuvo mucho tiempo sin venir, y yo dejé de preguntar por él. Después, un día, mamá me dijo que tenía que pasar el verano aquí.

Jill no sabía qué decir.

– ¿Habéis hablado tu padre y tú sobre esto? -le preguntó.

Quería ayudar, pero no sabía cómo.

– Sí -respondió Emily-. Me dijo que lo sentía y que nunca volvería a hacerlo.

– Pero tú no lo crees.