Alguien Como Tú
© 2004 Susan Macias Redmond.
Título original: Someone like you.
Traducido por María del Carmen Perea Peña
Capítulo 1
– Estoy hecha un monstruo -dijo Shelley. Se cubrió la cara con las manos y se hundió en una silla-. Tendré que moverme siempre en la oscuridad para no asustar a los niños pequeños.
Jill Strathern se sentó junto a su secretaria y le dio unos golpecitos en la espalda.
– No eres un monstruo.
– Tienes razón. Eso sería incluso mejor -dijo, con un sollozo ahogado.
– Todo esto tiene arreglo -le dijo Jill-. No te has quedado desfigurada para toda la vida.
– Mi psique sí.
– Creo que te recuperarás.
De hecho, Jill estaba segura. Shelley se había marchado de la oficina la noche anterior muy emocionada porque tenía cita para ir a una nueva peluquería de lujo. Había ido pensando que le darían unos reflejos sutiles y le harían un suave corte a capas, pero había salido de allí con un color naranja bronce y un corte que sólo podría describirse como… desafortunado.
– ¿Sabes? Tengo una idea -dijo Jill. Se puso de pie y rodeó su escritorio, donde buscó en su Rodolex electrónica-. Sé exactamente quién puede arreglarte el pelo.
Shelley miró hacia arriba.
– ¿Quién?
– Anton.
Shelley tomó aire bruscamente, y por primera vez aquella mañana, su mirada se llenó de esperanza.
– ¿Anton? ¿Lo conoces?
Anton, como Madonna, era lo suficientemente famoso como para no necesitar apellido. Reflejos a dos colores y un peinado costaban lo mismo que un pequeño coche de importación, pero los ricos y los famosos mataban por sus dedos mágicos.
– Soy su abogada -dijo Jill con una sonrisa-. Voy a llamarle y le explicaré que tenemos una emergencia. Estoy segura de que él podrá ocuparse de todo.
Quince minutos más tarde, Shelley tenía una cita para aquella tarde. Jill le dijo que podría recuperar el tiempo entrando un poco más temprano los dos días siguientes.
– Eres la mejor -le dijo Shelley al salir del despacho-. Si alguna vez necesitas que haga algo, dímelo. Lo digo en serio. Un riñón. Tener tu bebé, quizá.
– Quizá puedas mirar el expediente que te he dejado en el escritorio -le dijo Jill con una carcajada-. Es para mañana a primera hora.
– Claro. En este segundo. Gracias.
Jill siguió riéndose suavemente mientras volvía la vista hacia la pantalla de su monitor. Ojalá todos los problemas de la vida tuvieran una solución tan fácil.
Dos horas más tarde, levantó la vista de la investigación que estaba haciendo. Café, decidió. Un pequeño y agradable empujón para su cerebro. Se puso de pie y fue hacia la sala de personal, donde esperaban las máquinas de café y la energía líquida.
Por el camino, se dirigió hacia el otro lado del bufete, donde estaba el despacho de su marido, también un asociado de tercer año. Habían tenido tanto trabajo durante las últimas semanas que apenas se habían visto. Ella tenía libre la hora de la comida. Si Lyle también la tenía, quizá pudieran comer juntos.
Su secretaria no estaba, y la puerta de su despacho estaba cerrada. Jill llamó suavemente una vez, y después entró. Avanzó silenciosamente, porque no quería interrumpirle si estaba al teléfono.
Y estaba ocupado, sí, pero no con una llamada. Jill se quedó petrificada en mitad del despacho. Se le cortó la respiración y se le cayó el vaso de café de las manos. Sintió cómo el líquido ardiente le salpicaba las piernas.
Su marido, con el que llevaba tres años casada, el hombre con el que vivía, trabajaba y para el que cocinaba, estaba de pie junto al escritorio. Su chaqueta estaba en el respaldo de la butaca, y él tenía los pantalones y los calzoncillos por los tobillos mientras embestía fogosamente a su secretaria. Tan fogosamente, de hecho, que ni siquiera se dio cuenta de que Jill había entrado.
– Oh, sí, cariño -susurraba Lyle-. Así…
Pero la mujer vio a Jill. Palideció y empujó a Lyle para que se apartara de ella.
Más tarde, Jill recordaría el silencio, y cómo le pareció que el tiempo se detenía. Más tarde recordaría cómo se habían caído los papeles del escritorio cuando la secretaria se había incorporado y se había subido las medias. Más tarde, querría matar a Lyle. Pero en aquel momento, lo único que podía hacer era quedarse mirando sin poder dar crédito a sus ojos.
Aquello no estaba sucediendo, se dijo a sí misma. Él era su marido. Se suponía que la quería.
– La próxima vez, llama a la puerta -le dijo él, mientras se agachaba para subirse los pantalones.
«Lo he hecho», pensó ella. Demasiado estupefacta como para sentir nada, salió corriendo del despacho.
Cuarenta y cinco horas y dieciocho minutos más tarde, Jill decidió que ser enterrado vivo era algo demasiado suave para Lyle. Sin embargo, ella tenía que vengarse de alguna manera. Por desgracia, como no tenía ni idea de cómo llevar a cabo la venganza que necesitaba tan desesperadamente, por el momento tendría que conformarse con pensar en el divorcio.
– Asquerosa comadreja mentirosa -murmuró ella, mientras aminoraba la velocidad para tomar la salida hacia la autopista oeste.
La susodicha comadreja estaba en aquel momento en San Francisco, mudándose a lo que debería haber sido el nuevo despacho de socio adjunto de Jill. Sin duda, celebraría lo que debería haber sido el ascenso de su mujer llevando a su secretaria a cenar, seduciéndola con uno de los vinos de la bodega que Jill llevaba años reuniendo y después llevándosela a la cama de matrimonio que Jill había comprado.
Sí, era cierto. Aquel día había ido de mal en peor. No era suficiente con que hubiera sorprendido a su marido en el acto. Además, aquella tarde la habían despedido.
– Espero que Lyle se contagie de alguna enfermedad de transmisión sexual y se le caiga la hombría a pedazos -dijo en voz alta, aunque luego siguió razonando -: No es que vaya a perder mucho. De hecho, nada de lo que estar orgulloso. Tuve que fingir todos aquellos orgasmos, desgraciado mentiroso.
Y peor aún, había cocinado para él. Jill podía aceptar una mala vida sexual, pero el hecho de haber dejado de asistir a importantes reuniones de trabajo para que él tuviera la comida hecha cuando llegara a casa le dolía en el alma.
Ojalá nunca lo hubiera conocido, ojalá nunca se hubiera enamorado de él y ojalá no se hubiera casado con él.
Lo único positivo en aquella situación tan negra era que Shelley había vuelto a la oficina con un pelo impresionante. Por lo menos, algo de lo que alegrarse, pensó Jill mientras se detenía en un semáforo en rojo y echaba un vistazo a su alrededor por primera vez desde que había salido de San Francisco.
Demonios, acababa de volver a uno de aquellos sitios a los que no quería volver.
Los Lobos, California. Una pequeña ciudad turística de la costa, invadida por los veraneantes todos los años. Los residentes nunca cerraban con llave la puerta de casa, excepto durante el verano. El puerto era un tesoro nacional, y la festividad de Halloween Pumkin en la playa era uno de los grandes eventos anuales. Para algunos era el paraíso. Para Jill, era como una condena en el infierno. Y también era algo por lo que Lyle tendría que responder.
Al menos, la casa de su familia estaba en manos de la Conservancy Society, así que se había salvado de la humillación de tener que dormir en su habitación de niña. La casa donde ella había crecido estaba en proceso de restauración para que recuperara su aspecto Victoriano original, así que se quedaría temporalmente con su tía Beverly.
El recuerdo de la casa bohemia y de la dulce sonrisa de aquella mujer hizo que Jill pisara más a fondo el acelerador. Cuando llegó a la casa, un edificio de dos plantas construido en los años cuarenta, sólo tenía ganas de acurrucarse y lamerse las heridas. Pero aquello se le pasaría, y entonces agradecería sentarse tranquilamente en una mecedora en el porche, junto al columpio.
Aparcó frente a la casa y bajó del coche. La tía Bev debía de estar mirando por el ventanal de la casa mientras la esperaba, porque salió por la puerta y comenzó a descender por las escaleras.
Beverly Antoinette Cooper, conocida como Bev por sus amigos, había nacido en una familia adinerada. No multimillonaria, pero sí lo suficientemente rica como para no haber tenido que trabajar por obligación, aunque hubiera sido profesora de escuela durante dos años, después de licenciarse. Delgada, con el pelo pelirrojo y una gran sonrisa, era la más pequeña de las dos hermanas de su familia. Se había mudado a Los Lobos cuando su hermana se había casado con el padre de Jill y habían decidido quedarse allí.
Jill estaba muy agradecida a aquel parentesco. Su tía no juzgaba ni criticaba a la gente. La mayor parte de las veces, ofrecía abrazos, cariño y, rara vez, consejos.
Bev pensaba que tenía un don psíquico, aunque Jill no estaba completamente segura de ello. En aquel momento, comenzó a sentirse mejor que nunca desde que había sorprendido a Lyle y a su secretaria en el escritorio, Jill caminó hasta la acera y allí se detuvo y sonrió.
– Estoy aquí.
Su tía sonrió.
– Bonito coche.
Jill se dio la vuelta y miró el BMW 545 negro.
– Es sólo un medio de transporte -dijo, encogiéndose de hombros.
– Mmm. Es de Lyle, ¿verdad?
– California es un estado en el que los matrimonios son en gananciales -dijo Jill-. Como él adquirió el bien después de nuestro matrimonio, el coche es tan mío como suyo.
– Te lo llevaste porque sabías que le pondrías furioso.
– Exacto.
– Muy bien hecho -su tía miró la camisa de Jill y arqueó las cejas-. ¿Comida para llevar?
Jill se miró la mancha que tenía en la camisa de algodón egipcio, hecha a medida. La tenía totalmente arrugada, al igual que los vaqueros. Le colgaban las mangas más allá de los dedos estirados y cabrían en aquella prenda dos Jill y media, pero era una de las camisas especiales que Lyle había encargado al módico precio de quinientos dólares. Tenía cuatro. Las otras tres estaban en la maleta de Jill.
– Burrito -dijo ella, mientras frotaba la mancha rojiza que tenía justo bajo el pecho derecho-. Quizá sea salsa picante. Paré en un restaurante por el camino.
– Dime que te lo comiste en el coche -le pidió Bev, con picardía-. Lyle estaba rotundamente en contra de comer en el coche.
– Hasta el último bocado -dijo Jill.
– Bien.
Bev extendió los brazos, y sin dudarlo, Jill se acercó a ella para que la abrazara. Había estado conteniéndose durante dos días, pero necesitaba dar rienda suelta a sus emociones. Notó que se le enrojecía la cara, una opresión en el pecho y un escalofrío.
– Lo vi haciéndolo con otra -susurró, con la voz ronca de dolor y las lágrimas por las mejillas-. En su despacho. Fue tan repugnante. Ni siquiera se había quitado la ropa. Tenía los pantalones en los tobillos, y estaba ridículo. ¿Por qué ella no le obligó a desnudarse?
– Algunas mujeres no tienen respeto por sí mismas.
Jill asintió.
– Yo siempre le hacía desnudarse.
– Lo sé.
– Pero eso no fue lo que más me dolió -continuó, con los ojos ardiendo-. Me robó el ascenso. Había trabajado muchísimo y había llevado muchos clientes a la empresa, pero él consiguió ese ascenso y me despidieron.
Siguió llorando, empapándole el hombro a su tía.
– Y lo que no entiendo es por qué estoy más enfadada que herida -dijo, con la voz entrecortada-. ¿Por qué me importa más mi trabajo que mi matrimonio?
Jill se respondió la pregunta retóricamente. Tenía la sensación de que las dos conocían la respuesta.
– ¿Quieres arañarle el coche? -le preguntó su tía.
Jill se irguió y se secó la cara con el dorso de la mano.
– A lo mejor después.
– He hecho galletas. Vamos a merendar.
– Me gustaría mucho.
Bev la tomó de la mano y se la llevó a casa.
– He estado investigando un poco. Creo que quizá sea capaz de echarle una maldición a Lyle. ¿Te serviría de alivio?
A cada paso, Jill notaba que el dolor se mitigaba un poco. Quizá Los Lobos no fuera su idea de pasarlo bien, pero la casa de su tía siempre había sido un refugio.
– Eso estaría muy bien. ¿Podrías hacer que le salieran pústulas de pus?
– Podemos intentarlo.
Dos horas después, Jill y su tía se habían comido una docena de galletas recubiertas de chocolate y se habían bebido varias copas de coñac.
– No quiero hacer nada malicioso -dijo Jill, muy orgullosa por poder decir malicioso, teniendo en cuenta que todo el licor que había consumido le había convertido la sangre en fuego y el cerebro en papilla-. Así que, en vez de arañarle el coche, quizá lo aparque junto al campo de béisbol del instituto. Las bolas nulas pueden hacer un gran impacto sobre él -dijo, y dejó escapar una risa tonta.
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