A ella se le cortó la respiración.

– No… No sé de qué está hablando.

– Sé que lo quieres -le dijo, como si no la hubiera oído-. Por supuesto que sí. Es tu marido. Y siempre siente lo que hace, y tú sabes que, si dejaras de cometer errores todo el tiempo, todo sería estupendo entre vosotros. Porque antes él era muy bueno. ¿Es así? Cuando empezasteis, él era el mejor.

Ella sonrió y asintió.

– Era maravilloso.

– Pero ya no lo es. Y ése es el problema, Kim. Él no va a estar muy contento con el bebé. Los niños no se quedan callados, y no limpian lo que ensucian. Andy se va a enfadar mucho, mucho. Y cuando te mande al hospital, ¿quién va a cuidar a tu hijo?

Ella abrió unos ojos como platos.

– Él no es así.

– Los dos sabemos que sí. La situación empeora cada vez más. Después de que te haya mandado unas cuantas veces al hospital, se volverá contra tu hijo. Después os pegará a los dos, y finalmente, alguien acabará muerto.

A Kim comenzaron a caérsele las lágrimas.

– Tiene que irse -le dijo, sin mirarlo-. Tiene que irse, porque algunas veces Andy viene a comer, y si lo encuentra aquí…

«Será un infierno», pensó Mac. «Peor que un infierno».

– Kim, por favor.

Ella le señaló la puerta.

– Váyase.

Mac hizo lo que le pedía. Se sentía inútil, enfadado, como si no hubiera hecho otra cosa que estropearlo aún más. Mientras iba hacia el coche, se volvió y la vio cerrar la puerta suavemente.


Jill volvió a la oficina y se sorprendió de ver a Tina trabajando en el mostrador. Reprimió el impulso de cantarle las cuarenta y se limitó a saludarla con la cabeza al pasar.

Entró en su despacho, se sentó tras el escritorio y se preguntó qué demonios le había ocurrido con Mac. Se daba cuenta de que él podía haber malinterpretado su conversación con Rudy, pero, ¿por qué no le permitía que se lo explicara? Aquello era un golpe bajo.

Tenía ganas de darle un golpe a algo. O de lanzar algo por los aires. Pensó que los peces disecados eran una buena diana, pero finalmente se contuvo y tomó aire profundamente varias veces.

Y justo entonces, sonó el teléfono.

– Buenas tardes, aquí Jill Strathern.

– Oh, buenas tardes. Soy Marsha Rawlings -le dijo una mujer, y después le recitó el nombre de la empresa para la que trabajaba, en San Diego-. Verdaderamente, estoy muy impresionada por su curriculum. Por favor, dígame que no ha aceptado ya otro puesto.

– No lo he hecho.

– Maravilloso. Nos encantaría tener una entrevista con usted lo más pronto posible. He averiguado que hay una pista de aterrizaje privada justo a las afueras de Los Lobos. ¿Le parecería bien que enviara el avión de la empresa a buscarla mañana a primera hora? ¿Qué tal le viene?

Jill miró los peces, después a la puerta que conectaba con la recepción, donde estaba Tina, y a su escritorio con las carpetas sobre los casos en los que estaba trabajando.

– Me vendría perfectamente. ¿A qué hora?

Capítulo 14

Jill salió de la oficina un poco después de las tres. Tina ya se había marchado, por supuesto, y ella no tenía ganas de trabajar más. Cuando llegó a casa de su tía Bev, vio el coche de Mac aparcado enfrente, y al verlo, se sintió incómoda. Todavía no entendía qué había ocurrido entre ellos. No era posible que Mac creyera que le había contado sus secretos a Rudy, o que ella fuera capaz de traicionarlo.

Sin embargo, por mucho que se dijera a sí misma que el mal humor de Mac no era su problema, no le servía de nada. Sólo quería ir a hablar con él y arreglar las cosas entre ellos, y ni siquiera pensando en la emocionante entrevista que le esperaba al día siguiente conseguía sentirse mejor.

Subió los escalones del porche y entró en casa de su tía.

– Soy yo -dijo en voz alta.

Sabía que, si Mac estaba allí, Emily estaría con él.

– ¿Jill? -respondió Bev desde el piso de arriba-. Hoy llegas muy pronto. Estaba durmiendo una siestecita. Bajaré en un segundo.

– Muy bien.

Jill se quitó los zapatos y dejó el bolso en una silla. Entró en la cocina, vio un plato de galletas y tomó una. Después se sirvió un vaso de leche y se sentó a la mesa de la cocina. Detestaba sentirse de aquella manera tan rara. Nada estaba terriblemente mal, pero tampoco había nada que estuviera completamente bien.

– La culpa la tiene mi padre -dijo en voz alta.

– ¿Por qué? -dijo Bev, mientras entraba en la cocina-. Oh, bien. Ya has visto las galletas.

Jill tomó otra.

– Están buenísimas.

– Emily y yo las hemos hecho esta mañana. Esa niña tiene mano para la cocina. Me pregunto si no deberíamos decirle a Gracie que va a tener competencia.

Jill sonrió.

– Una observación interesante.

Bev se alisó la falda de su vestido y se colocó bien la trenza. Jill observó cómo acercaba una silla a la mesa y se sentaba.

– Estás muy guapa hoy.

– ¿De verdad? -preguntó su tía-. No he hecho nada especial. Ni siquiera me he maquillado demasiado.

Y, sin embargo, pensó Jill, tenía un precioso color en las mejillas y le brillaban los ojos.

– ¿Qué decías de tu padre? -le preguntó Bev-. ¿Por qué todo es culpa suya?

– ¿Qué? Oh, él es el que me convenció para que viniera a trabajar aquí temporalmente. Si me hubiera quedado en San Francisco…

¿Qué estaría haciendo, exactamente? ¿Viviendo en un hotel y lamiéndose las heridas? ¿Pensando en la venganza?

– Supuestamente, yo tenía un plan -dijo, y le dio un sorbo a su vaso de leche-. Se suponía que tenía que estar pensando en cómo convertir la vida de Lyle en un infierno. ¿Y qué ha pasado con eso?

– Comenzaste a ocuparte de cosas más importantes.

– Supongo que sí. Pero, ¿qué dice eso sobre mi matrimonio? Hace un mes que se rompió, y casi no me acuerdo del tipo con el que estaba casada -preguntó, y después levantó una mano-. No, no te sientas obligada a responder -tomó otra galleta-. No debería haberme casado con Lyle. Nunca lo quise.

– Él era lo que necesitabas en aquella época de tu vida.

Jill arrugó la nariz.

– No quiero pensar en lo que eso dice de mí. Puaj. Tengo otra entrevista mañana.

Su tía le apretó el brazo.

– Sé que es lo que quieres, aunque cuando pienso que te vas a marchar, me pongo triste. Me ha gustado mucho que hayas venido.

Jill se puso de pie y abrazó a su tía.

– Y tú has sido maravillosa. No sé cómo agradecerte que me hayas acogido este verano. Lo he pasado estupendamente.

– Me alegra oír eso.

Jill volvió a sentarse y suspiró.

– Las cosas no salen como uno cree, ¿eh? Quizá debiera dejar que me echaras las cartas y me dieras unas cuantas pistas sobre el futuro.

Bev se puso de pie y fue hacia el fregadero, donde empezó a lavar platos.

– No creo que sea buena idea. Al menos, hoy no. No estoy en sintonía con las cartas.

Antes de que Jill pudiera preguntar por qué, oyó pasos en el piso de arriba.

– ¿Está Emily en casa? -le preguntó-. He visto el coche de Mac aparcado en la puerta, y creía que estaba con él.

– Y lo está. Mac ha llegado hace un par de horas.

– Entonces, ¿quién…? -Jill no terminó la pregunta.

No estaba muy segura de si quería oír la respuesta. Después de todo, no había muchas opciones, y a ella no le gustaba ninguna.

Un minuto después, Rudy apareció en la cocina, y para asombro de Jill, abrazó a su tía y le dio un beso. Un buen beso.

– ¿Habéis… habéis estado juntos? -preguntó Jill, antes de poder contenerse.

Rudy se incorporó y sonrió.

– Tu tía es una mujer muy sensual.

– No quería saber eso -dijo Jill. Dejó la galleta en el plato y miró a Bev, que estaba un poco ruborizada y muy contenta-. ¿Y lo de permanecer pura por tu don?

Bev suspiró.

– Nunca creí que diría esto, pero mis sentimientos hacia Rudy son más poderosos que mi necesidad de seguir pura por mi don.

– ¿Lo dices en serio?

Rudy le guiñó un ojo.

– Eh, soy italiano. Ya sabes lo que significa eso.

En realidad, no lo sabía, y tampoco quería saberlo.

– Por lo menos, dime que esperasteis hasta que Mac se llevó a Emily a casa.

– Por supuesto -dijo Bev, muy seria-. Sólo es una niña.

– Bien. Ojalá pudiéramos decir lo mismo de mí -respondió Jill, y se puso de pie-. Mirad, voy a quitarme de en medio.

– No es necesario. Voy a llevar a Bev a mi casa. Cenaremos fuera.

– Está bien. Entonces, ¿nos veremos… mañana?

Bev se apoyó contra Rudy y suspiró.

– Volveré a tiempo para recoger a Emily.

– Estupendo. Que os divirtáis.

Jill salió de la cocina y subió las escaleras. Cuando llegó a su habitación, cerró la puerta suavemente, se tiró en la cama y hundió la cara en la almohada. Sólo entonces se permitió gritar.

¿Rudy y Bev se estaban acostando? ¿Y por qué había tenido ella que enterarse? No era que no quisiera que fueran felices, pero… Bev había sido como su madre desde que Jill tenía la edad de Emily, y pensar en que la mujer que la había criado se acostaba con alguien le producía escalofríos. Los hijos no querían oír hablar de que sus padres eran también criaturas sexuales. No había duda de que aquello tenía una razón biológica, y ella no indagaría más.

Se levantó, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después se quitó las horquillas del pelo y se lo cepilló. Finalmente, se puso crema protectora. Un buen paseo por la playa la ayudaría a aclararse la cabeza.

Cuando estuvo lista, se dejó caer en la cama para darles tiempo a Bev y a Rudy para que se prepararan y se fueran. Pensó en llamar a Gracie, pero no lo hizo. Por mucho que quisiera a su amiga, la persona con la que más quería hablar era Mac, y él había dejado claro que no tenía interés en hablar con ella.


Mac dejó la revista que estaba leyendo y observó a Emily mientras pasaba las páginas de un libro. Estaba leyendo en silencio, completamente absorta en la historia. Se le cayeron un par de mechones en los ojos y se los apartó sin quitar la mirada del libro.

Era tan preciosa, pensó él, con el corazón dolorido de tanto como la quería. Pese a los problemas que tenía con ella, las semanas anteriores habían sido estupendas.

Observó la forma de sus mejillas, sus hombros delgados, y después hizo un gesto de dolor al ver la camiseta morada que llevaba. Los días azules y morados eran los peores. Podía ser que Emily estuviera comiendo normalmente con los demás, pero con él seguía queriendo que la comida y la ropa tuvieran el mismo color. Mac suponía que era una forma de castigo, un castigo que él se había ganado.

Se recostó en el sofá y se frotó la nariz. Ella era muy pequeña y muy frágil. Demasiado joven para haber pasado por todo lo que había pasado. Y pensar que había sido él quien la había hecho daño…

Nunca había querido que aquello ocurriera, principalmente porque él sabía por experiencia propia lo horrible que era. Sólo tenía unos años más que Emily cuando su padre había desaparecido de su vida. Su madre había dicho que su padre era un desgraciado y que nadie debería sorprenderse de que finalmente se hubiera ido, pero él sí se había quedado sorprendido. ¿Acaso no se esperaban todos los niños que sus padres fueran perfectos?

Maldijo en silencio y siguió mirando a Emily. Si él había excusado a su padre y lo había esperado una y otra vez, ¿no habría hecho ella lo mismo?

Ella bajó el libro.

– ¿Qué pasa? -le preguntó-. Tienes una cara muy rara.

– Estoy bien. Sólo estoy pensando algunas cosas.

– ¿Qué cosas?

Él se acercó a su silla y se agachó ante ella. Tenía unas manos tan pequeñitas, pensó él. Era tan pequeña y tan indefensa…

– Lo siento, Emily -le dijo, y le apretó los dedos-. Lo siento muchísimo.

– ¿Qué? -le preguntó ella, con el ceño fruncido.

– Lo que pasó. Cuando me fui.

Ella cerró el libro.

– Tú no te fuiste. Nos fuimos mamá y yo.

– Sí, pero yo no fui a buscarte. Y lo siento mucho. Debería haberlo hecho. Te quiero mucho. Eres mi chica preferida, y no fui a buscarte.

Ella se encogió en la silla.

– Lo sé. Yo quería que me encontraras.

– Sé que durante todo ese tiempo en el que yo estaba perdido, probablemente me estabas esperando y preguntándote dónde estaba. Y también si seguía queriéndote.

Ella abrió mucho los ojos, pero no dijo nada.

– Y te quiero, Emily. Eres lo mejor que tengo en la vida. Te he querido desde que supe que ibas a nacer, y pase lo que pase, siempre te querré.

A Emily se le cayó una lágrima por la mejilla. Él se la secó con un dedo.

– Si pudiera volver a aquellos días, te prometo que iría a buscarte. Tú me importas mucho. Eres especial, maravillosa, la hija más asombrosa que un padre podría tener. Estoy orgulloso de ti todo el tiempo.