Riley no se molestó en abrir la carpeta.
– Me sorprende -dijo-. No creía que el viejo tuviera nada de bueno.
– Sé que estabais distanciados, pero tu tío ha hecho mucho por este pueblo. La gente lo va a echar de menos.
Los ojos oscuros de Riley se llenaron de odio.
– Aunque pueda parecerte un desgraciado, no me importa. En mi opinión, mi tío era un viejo miserable que vivía para despreciar a aquéllos que eran menos ricos que él. Dejó a su propia hermana morir de cáncer. Cuando yo supe que estaba enferma, era demasiado tarde. Después de que muriera, encontré una carta que le había escrito a su hermano pidiéndole dinero para una operación que podría haberle salvado la vida. Él se la devolvió junto con una nota que decía que le pidiera caridad al gobierno.
Jill no sabía qué decir.
– Lo siento -murmuró.
– Y yo también. Tenía diecinueve años entonces. Acababa de divorciarme. Me había marchado del pueblo para encontrar mi camino en el mundo, y mi madre sabía que yo no tenía dinero. Si me hubiera dicho lo que ocurría, yo habría ido a sacárselo a su hermano de cualquier forma. Así que no me lo dijo. La primera noticia que tuve del asunto fue cuando me llamaron del hospital para decirme que se estaba muriendo -dijo, y se inclinó hacia delante-. Así que no me importa lo que mi tío donara a organizaciones benéficas. Quiero llevarme lo que me haya dejado y gastármelo todo de una manera que haga que se revuelva en su tumba. Lo considero una misión personal.
Al oír todo aquello, Jill entendió su necesidad de vengarse. Riley no le parecía una persona que olvidara y perdonara, y su tío había cometido un imperdonable acto de abandono. Le había dado la espalda a su propia hermana. Ella se estremeció.
– Me sorprende que no intentaras vengarte de él mientras estaba vivo -dijo ella.
– ¿Y quién dice que no lo intenté? Que yo sepa, lo único que le importaba era su banco. Pero durante estos últimos tiempos, las cosas han estado difíciles para las entidades bancarias, y se vio obligado a asociarse con otro.
Jill había oído hablar de aquello.
– ¿Contigo?
Riley asintió.
– En cuanto sepa a quién le va a dejar su parte, se la compraré y cerraré el banco.
– Eh… bueno, hay ciertas complicaciones.
– Claro que las habrá -dijo él, y cruzó una pierna sobre la otra-. Cuéntamelas.
Jill supo que no iba a gustarle lo que le iba a contar.
– Aunque eres el único heredero de tu tío, no recibirás la herencia directamente. Su parte del banco, junto con los otros bienes, los recibirás si cumples ciertas condiciones.
El arqueó una ceja.
– ¿Cuáles son?
– Tienes que convertirte en alguien respetable. Parece que tu tío estaba preocupado por lo que él llamaba tu comportamiento salvaje. Por lo tanto, para heredar lo que te ha dejado, tendrás que presentarte a las elecciones de alcalde de Los Lobos y ganar. Las elecciones son en junio. Así que tienes exactamente diez meses para prepararte.
Riley se puso de pie y recorrió la habitación. A pesar de la tensión del momento, Jill no pudo evitar admirar el trasero que Tina le había mencionado. Era bastante asombroso.
– Era listo -dijo Riley, despreciativamente-. No puedo largarme sin más, ¿verdad?
– Claro que sí, si quieres. Entonces, los bienes irán a parar a organizaciones benéficas y el banco se venderá.
– Magnífico. Podré comprarlo y…
Ella sacudió la cabeza.
– No puedes. Él deja claro que no podrás hacer una oferta por el banco si no cumples las condiciones del testamento -además, había otra cosa. Jill no sabía si a Riley le parecería bien o mal-. Los bienes de tu tío eran considerables. Si no te quieres presentar a alcalde, no sólo le estás dando la espalda al banco, sino también a una considerable fortuna.
– ¿Cuánto? -preguntó Riley.
– ¿Después del pago de los impuestos? -ella sacó una calculadora del primer cajón, apretó unas cuantas teclas y lo miró-. Calculando por lo bajo, unos noventa y siete millones de dólares.
Capítulo 17
Mac torció la esquina del edificio de la oficina de Jill y se topó con alguien que iba en dirección contraria. Dio un paso atrás para disculparse, y entonces se quedó asombrado al ver al hombre que estaba frente a él.
Alto, moreno y de rasgos perfectos. Incluso reconoció la cicatriz que tenía junto a la boca. Era él mismo quien se la había hecho.
Se metió las manos en los bolsillos del pantalón, para que no le temblaran, y no pudo evitar que la sorpresa se le notara en la voz.
– Riley Whitefield. Nunca creí que volvería a verte por aquí.
Riley frunció el ceño.
– ¿Mac? Demonios -dijo, y lo miró de arriba abajo-. ¿Eres el sheriff?
Al menos, durante los dos meses siguientes, pensó Mac con tristeza. Hasta que se había desahogado con Andy Murphy, la última pelea que Mac había tenido había sido en el instituto, y su oponente había sido Riley. Casi era gracioso pensar que aquellos dos acontecimientos habían cambiado su vida.
– ¿Qué te trae por el pueblo? -preguntó Mac, sin responder a la pregunta de Riley-. No vas a quedarte mucho, ¿verdad?
Riley sonrió.
– Ya veo que sigues decidido a ser de los buenos.
– No has respondido a mi pregunta.
– ¿Vas a arrestarme si no me voy? -Riley miró a su alrededor, a las tiendas que había a ambos lados de la calle, a los árboles enormes y a los niños que jugaban en el parque de la esquina-. Todo sigue igual. Y no sé si eso es bueno o malo.
Mac se encogió de hombros.
– He venido porque mi tío ha muerto. Tenía que venir a ver a la abogada que está llevando el caso.
Jill, pensó Mac, y se preguntó qué habría pensado de su viejo amigo.
– ¿A recoger tu cheque? -le preguntó Mac.
– Es un poco complicado, pero parece que voy a heredar todo lo que tenía el viejo desgraciado.
Mac recordaba que Donovan Whitefield le había hecho la vida imposible a su sobrino. Había oído decir que el muy miserable había dejado morir a su hermana por no ayudarla a pagar las cuentas de los médicos. Aunque no quería que Riley estuviera en Los Lobos causando problemas, no podía culparlo por odiar al viejo.
– ¿Y sabes cuánto tiempo tardarás? -le preguntó.
– ¿Tan ansioso estás por librarte de mí?
– Bastante.
– Lo siento, Mac. Creo que voy a tener que residir temporalmente en el pueblo. Pero no te preocupes. Será sólo hasta, que cumpla los requisitos del testamento de mi tío. Yo no quiero estar aquí mucho más de lo que tú quieres que esté. Hasta luego.
Y después de decir aquello, Riley siguió andando y se subió a un coche. Un coche alquilado, pensó Mac, al ver las pegatinas del espejo retrovisor. ¿Qué habría sido del hombre que una vez fue su mejor amigo? ¿Dónde viviría, y qué haría?
Mac estaba seguro de que su amigo tendría éxito, hiciera lo que hiciera para ganarse la vida.
Miró hacia la oficina de Jill, y después se dio la vuelta y se alejó. No quería hablar con ella en aquel momento. Tenía preguntas que hacerle sobre Riley y el testamento, y seguramente ella no le daría las respuestas.
Había pensado que aceptar el trabajo de sheriff de Los Lobos le acarrearía días largos y aburridos. Y en aquel momento, no le vendrían mal aquellos días. Sin embargo, no estaba seguro de que fuera a conseguirlos.
Jill llegó a casa y se la encontró vacía. No necesitó pensar mucho para saber que su tía todavía seguía con Rudy fuera del pueblo, aunque se acercó al teléfono y puso en marcha el contestador para escuchar los mensajes.
– Hola, Jill, soy Bev. Rudy y yo todavía estamos en San Francisco. Es precioso, entiendo muy bien por qué te gusta tanto. Vamos a quedarnos unos días más, así que he quedado con mi amiga Chris en que ella cuidará de Emily mientras yo esté fuera. Chris tiene una tienda de artesanía detrás del supermercado, y da clases. A Emily le encantará. Bueno, yo estoy muy bien. Rudy es asombroso -dijo, y después bajó la voz-. Ya te contaré los detalles cuando vuelva a casa. Te quiero.
Hubo un clic y el mensaje terminó.
Jill se quedó mirando a la máquina.
– ¿Hasta qué punto este viajecito a San Francisco es por el amor y no para evitarme, Rudy?
En su habitación, Jill encontró una nota pegada al espejo y una carta metida en el marco. La nota le recordaba que tenía la reunión del comité para los preparativos del centenario del muelle en dos días. Se acercaba la fecha de la celebración, y había muchas cosas que hacer.
– Tengo que meter los folletos en los sobres -murmuró-. Qué uso tan fabuloso de mi talento.
La carta era una oferta de trabajo del bufete de San Diego. Acarició el papel caro, pero no la abrió y la leyó de nuevo. Ya sabía cuál era el contenido.
La oferta era muy buena. Un buen salario y beneficios. Un plan de promoción claro. Una oportunidad de aprender sobre nuevas áreas del Derecho, al tiempo que seguía su especialización en Derecho Empresarial. Todo era fabuloso. Entonces, ¿por qué no llamaba?
Jill no tenía una respuesta, aunque debería tenerla. ¿Acaso estaba esperando tener noticias de sus antiguos jefes de San Francisco? ¿Pensaba que de repente iban a descubrir que Lyle era una comadreja mentirosa e iban a rogarle a ella que volviera?
– Patético, pero cierto -se dijo, mientras comenzaba a cambiarse de ropa.
Su mirada cayó sobre el teléfono que tenía en la mesilla. ¿Debería llamar a Gracie y decirle que Riley había vuelto al pueblo? Probablemente no, todavía. Gracie tendría un montón de preguntas que ella no le podía responder por el momento. Además, no pensaba que su amiga quisiera saber que su amor de adolescencia todavía parecía sacado de una fantasía sexual femenina.
Se puso una camiseta y se acercó a la ventana. Desde allí veía la casa de Mac. Su coche estaba en la calle. Era demasiado pronto para que las luces estuvieran encendidas, pero Jill oía ruidos, así que supo que él estaba en casa.
Ansiaba estar con él, y no sólo por la tarde de pasión que se había ido al traste. Echaba de menos charlar con él, oír su voz y su risa. Y echaba de menos a Emily.
Sin embargo, después de lo que había ocurrido, no sabía si seguían hablándose. Y, por mucho que se dijera que lo sucedido no era culpa suya, no podía evitar sentir cierta culpabilidad. Rudy había ido a Los Lobos por ella. Ella no había escuchado a Mac cuando él le había dicho que Rudy les iba a causar problemas. Y entonces, Mac había perdido el control y había golpeado a Andy Murphy. No era que el maltratador no se lo mereciera, pero aquello tendría consecuencias para Mac. Consecuencias graves.
No tenía sentido seguir pensando en ello, se dijo mientras salía de la habitación y bajaba las escaleras. Si Mac quería hablar con ella, sabía exactamente dónde encontrarla. No iba a ser ella la que se arrastrara hacia él.
Un poco después de las diez, Mac se dijo que debería acostarse. Por la forma en que estaban siendo aquellos días, necesitaba dormir bien para permanecer agudo durante el día, o al menos, para no hacer el idiota de nuevo.
Emily y él habían pasado la tarde juntos, jugando a algunos juegos, charlando y viendo una película de vídeo. Él había atesorado cada momento que ella había pasado acurrucada contra él, concediéndole el honor de abrazar a Elvis. Había disfrutado de cómo le sonreía durante los momentos divertidos de la película y cómo se había lanzado a él cuando la sirenita Ariel se había metido en problemas. Emily le había susurrado al oído que ella sabía que Mac podría salvarla.
A él le gustaba ser su padre y su héroe. Entonces, ¿qué iba a ocurrir con el amor que veía en sus ojos si lo acusaban oficialmente y perdía la custodia de su hija?
No quería pensar en ello. No quería enfrentarse a ello, pero allí estaba el problema, amenazándolo. Tenía un gran nudo de angustia en el pecho. Había hecho el tonto y tendría que pagar el precio.
En aquel momento, alguien llamó a la puerta. Él se incorporó en el sofá y miró el reloj. ¿Quién iba a ir tan tarde a su casa?
Sabía quién quería que fuera, pero no era probable que Jill apareciera en su puerta después de lo que había pasado entre ellos. Sin embargo, no había oído que se acercara ningún coche.
Expectante, se puso en pie y se acercó a la puerta. Y cuando abrió, sintió que la alegría le recorría el cuerpo.
– No es lo que piensas -le dijo Jill, mientras pasaba por delante de él y entraba en el salón-. No he venido a arrastrarme. Vengo con fuerza y dignidad. Como amiga tuya y abogada, creo que tengo que hablar de ciertas cosas contigo. Podrás hacer caso omiso de mis consejos, pero en ese caso, serás un burro. ¿Está claro?
Se quedó allí de pie, con la espalda rígida y los hombros hacia atrás. Tenía una actitud muy decidida, e incluso en pantalones cortos y camiseta estaba impresionante. Mac la habría deseado en cualquier circunstancia, pero fue su pelo largo y rizado lo que acabó con él.
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