– Estás borracha -le dijo su tía, con un suspiro.

– Sí. Y me siento muy bien, la verdad. No creía que pudiera. Creía que estaría deprimida durante días. Tengo la intención de trabajar aquí -dijo, y entonces, notó que su buen humor se desvanecía-. Está bien. Ese es un punto de la lista de las cosas en las que no debo pensar. Ni en el trabajo, ni en Lyle. Aunque realmente, el divorcio está muy bien. Ojalá nuestro matrimonio nunca hubiera existido. ¿No podríamos vaporizarlo? ¿Sería eso un asesinato, técnicamente? No importa. Sé que sí lo sería, y no quiero que me retiren la licencia de abogada. Eso sí sería deprimente.

Las migas de la galleta que se estaba comiendo se le cayeron sobre la camisa, cerca de la mancha de salsa picante, y ella se las sacudió. Lo único que consiguió fue esparcir el chocolate por la tela.

– Tengo que ir a ducharme -dijo, mientras dejaba en el plato la galleta mordisqueada-. No me duché antes de salir de San Francisco, esta mañana.

Mientras hablaba, estiró el brazo hasta detrás de la cabeza y tomó un mechón de sus rizos. Cuando se había duchado, el día anterior, no se había molestado con su ritual diario de alisamiento para intentar domesticar su pelo imposible. Usaba un secador con un cepillo alisador, unas planchas y al menos cuarenta y siete productos distintos. Por no haberlo hecho, en aquel momento seguramente parecía la novia de Frankenstein después de haber metido el dedo en un enchufe. Seguramente no estaba especialmente atractiva.

Jill se puso de pie. Debido al hecho de que no había dormido demasiado durante aquellos dos días y también al coñac, las rosas del papel de la pared comenzaron a girar.

– Esto no puede ser bueno -murmuró.

– Te sentirás mucho mejor después de una ducha -le dijo su tía-. Te acuerdas de dónde está todo, ¿verdad?

– Sí. En el piso de arriba -dijo, aunque en aquel momento, la idea de tener que subir las escaleras la mareaba.

En aquel instante, sonó una alarma en la cocina, y a la vez, alguien llamó a la puerta. Su tía se levantó y le hizo un gesto a Jill para que fuera a abrir.

– Mira a ver quién es. No me fío de ti para que saques una bandeja de galletas calientes del horno en tu estado.

– Bien.

Jill se dirigió al vestíbulo, y sólo chocó contra la pared una vez. Se vio a sí misma como un coche de choque, lo que la hizo reír tontamente. Todavía se reía cuando abrió.

Sólo había unas cuantas cosas que podrían haber empeorado su situación en aquel momento: la muerte o un accidente de una persona querida, la idea de que nunca podría salir de Los Lobos y volver a ejercer en una ciudad grande y, por último, el hecho de ver a Mackenzie Kendrick en aquel estado físico y mental.

Tenía que ser una de aquellas tres cosas, pensó, mientras miraba al hombre que había en el umbral de la puerta de su tía. ¿Acaso no podía haberle caído un rayo y haberla fulminado?

Pues no, pensó mientras observaba aquellos ojos azul oscuro y estudiaba los rasgos familiares y asombrosamente perfectos de aquella cara. Aunque ya no tuviera el aspecto de un muchacho, sí conservaba el poder de hacer que a Jill se le acelerara el corazón.

Lo último que había sabido de Mac Kendrick era que se había ido a vivir a Los Angeles y había entrado en el L.A. Police Department. Y la última vez que había visto a Mac, Jill tenía dieciocho años y él estaba en casa disfrutando de un permiso del ejército. Ella había aparecido en su habitación, había dejado caer su vestido al suelo y se le había ofrecido desnuda. Mac había vomitado al instante.

– Mac -dijo ella, intentando que la voz le sonara alegre y agradable.

El frunció el ceño. Aquel gesto hizo que se le juntaran las cejas y que se le arrugaran los ojos. Jill tuvo que esforzarse para que no se le escapara un suspiro al ver lo guapo que era. Recordó entonces las enormes manchas que tenía en la camisa que llevaba, justo cuando la expresión de Mac se aclaró.

– ¿Jill?

– Sí. Hola. Mmm… estoy, eh… -iba a decir de visita, pero no era la verdad, y estaba demasiado borracha como para mentir, así que quizá fuera mejor evitar el motivo por el cual estaba en Los Lobos-. ¿Y qué haces por aquí?

– Vivo aquí.

Ella se quedó atónita.

– ¿Aquí? ¿En Los Lobos?

– Soy el nuevo sheriff.

– ¿Por qué?

Él sonrió, y al ver aquella curva, a Jill se le encogió el estómago.

– Me gusta estar aquí -dijo él.

– Supongo que todo el mundo tiene una opinión.

Él se la quedó mirando, y después se tocó el labio superior.

– Tienes unas miguitas…

– ¿Qué? Oh. Las galletas -Jill se pasó los dedos por los labios y después tomó uno de los extremos de la camisa y se limpió con él. Al mirarlo, se dio cuenta de que aquellas migas también tenían chocolate. Estupendo.

– ¿Mac? ¿Eres tú? -la tía Bev se acercó a ellos-. Querrás confirmarlo todo. Vamos, entra. Jill, apártate y deja paso a Mac.

Jill obedeció. En algún momento entre el primer coñac y el tercero, se había quitado los zapatos, y estaba descalza sobre el suelo de madera maciza. La sensación le recordó mucho a la última vez que había visto a Mac, así que se apresuró hacia el salón, donde, al menos, había una alfombra bajo sus pies.

Oyó el sonido de los pasos de Mac mientras la seguía, junto con la agradable conversación de su tía, que hablaba de la tarde tan buena que hacía aquel día. Cuando llegó a la mecedora del salón, se dejó caer sobre ella, y la silla comenzó a balancearse haciendo que las esquinas de la habitación se tambalearan lo suficiente como para que ella sintiera ganas de reírse de nuevo. Quizá aquello fuera positivo, pensó mientras se acurrucaba en los gruesos cojines de la mecedora. Siempre se había preguntado qué ocurriría si volviera a ver a Mac. Después de aquel desastroso último encuentro, había tenido miedo de lo que ella diría, o de lo que diría él. O de cómo la miraría. Sin embargo, el hecho de estar borracha suavizaba la situación. Si él le tenía lástima, bueno, ¿acaso no era lastimosa la situación en la que se encontraba en aquel momento?

– Así que eres el nuevo sheriff.

– Exacto. Comencé hace dos semanas.

– ¿Por qué?

– Porque esa es la fecha que convinimos.

Jill alzó la mano para meterse un mechón de pelo detrás de la oreja y recordó que tenía el pelo como una fregona. Oh, Dios. Se le había olvidado completamente su aspecto. ¿Qué podía hacer?

Se estremeció imperceptiblemente, y se dio cuenta de que no podía hacer otra cosa que ser fuerte y tener la esperanza de que él no se hubiera dado cuenta.

– Quiero decir, ¿por qué aceptaste el trabajo de sheriff?

– Necesitaba un cambio -respondió él-. Además, éste es un lugar estupendo para que Emily pase el verano.

¿Emily? ¿Cuáles eran las probabilidades de que aquél fuera el nombre de su adorable San Bernardo? Cero, pensó Jill, mientras notaba que continuaba su racha de mala suerte.

– ¿Tu mujer? -le preguntó, fingiendo un amable interés.

– Su hija -informó Bev, mientras entraba en el salón. Dejó en la mesa una bandeja con tres vasos de leche y un plato de galletas-. La niña de Mac tiene ocho años.

Jill intentó asimilar el concepto. Durante todos aquellos años se lo había imaginado con una pléyade de mujeres que no se parecían nada a ella, pero nunca había pensado en él como padre.

– Va a estar conmigo durante este verano -dijo él, y tomó una galleta del plato-. Bev ha accedido a ayudarme a cuidarla durante el día.

Jill se volvió hacia su tía y, al hacerlo, la habitación comenzó a dar vueltas. Entonces, dos pensamientos le llenaron el cerebro: el primero, que Mac no estaba casado. Al menos, no con la madre de su hija. El segundo pensamiento era más problemático.

– A ti no te gustan los niños -le dijo a su tía-. Por eso dejaste la enseñanza.

Bev le tendió un vaso de leche.

– No me gustan en grupos. -la corrigió-. Quizá tuve que leer El señor de las moscas demasiadas veces, y siempre me ha parecido que los niños podían volverse rabiosos en cualquier momento. Sin embargo, individualmente están bien -dijo, y sonrió a Mac-. Estoy segura de que Emily es un angelito.

Mac se quedó asombrado por la teoría de Bev sobre los niños y su potencial.

– ¿Qué? -preguntó, sacudiendo la cabeza-. No, es una niña normal.

Había algo en su voz, pensó Jill, algo como… nostálgico. ¿O sería que ella tenía el cerebro macerado en alcohol y se lo parecía?

Le dio un sorbito a la leche, se la tragó y estuvo a punto de atragantarse.

– No puedo -dijo, devolviéndole el vaso a su tía-. Después del coñac, mi estómago no admite esto.

– Por supuesto que sí sólo tienes que pensar que te estás tomando un Brandy Alexander. De dos tragos.

– Ah. Está bien.

Mac se la quedó mirando.

– ¿Has estado bebiendo?

Una clara desaprobación hizo que se le entrecerraran los ojos y que apretara los labios. Ella le echó una rápida mirada al reloj y vio que eran las tres de la tarde.

– Son las cinco en Nueva York, y he tenido un mal día -o una mala semana, o posiblemente, una mala vida.

– No te preocupes. Jill no es una mujer salvaje -dijo Bev, con una sonrisa reconfortante-. Sólo está un poco pachucha. ¿Cuándo llega Emily?

– Sobre las cinco. La traeré por la mañana. No quería trabajar el primer día, pero tengo que ir a un juicio.

– No te preocupes -le dijo Bev-. Estoy muy contenta de que vayamos a pasar el verano juntas. Lo vamos a pasar muy bien.

Jill pensó que debería advertir a Mac sobre el don de su tía, y cómo a veces pasaba de ser normal a rara. Pero, ¿qué sentido tenía preocuparlo?

Además, Bev tenía la capacidad de hacer que una persona se sintiera especial y querida, y quizá eso fuera lo que cualquier niña de ocho años necesitara.

Mac se levantó y murmuró algo acerca de volver a su casa. Jill quiso levantarse también para preguntarle dónde estaba exactamente. No porque estuviera planeando ninguna intrusión nocturna. Un momento humillante como aquél que ella recordaba ya era suficiente para la vida de cualquiera. No, evitaría a Mac en lo posible mientras estuviera allí atrapada, en Los Lobos. Trabajaría en los casos que surgieran y se haría cargo de los pequeños problemas de aquel pueblo mientras enviaba su curriculum a bufetes de abogados prestigiosos de todo el estado.

Y, en su tiempo libre, planearía la venganza. Una venganza malvada, despiadada, satisfactoria, que redujera a la rata de su ex marido a una masa temblorosa. Sonrió al pensarlo, y sintió algo frío y húmedo por la pierna.

– Oh, Dios.

La voz de su tía sonaba preocupada, y Jill quiso preguntar por qué, pero no pudo hablar, ni abrir los ojos. Le quitaron algo de la mano.

– ¿Cuánto coñac ha bebido? -preguntó un hombre.

Mac, pensó Jill vagamente. El guapísimo y sexy Mac. Había estado enamorada de él desde que tenía trece años. Pero él nunca le había hecho caso, realmente. Había sido simpático y amigable, pero de una forma distante, como un hermano mayor.

Sintió que se deslizaba de la, silla, y de repente estaba volando por el aire.

– ¿En el sofá?

– Sí. Traeré una manta. Sólo necesita descansar un poco.

– O beber menos -dijo un hombre, con una carcajada suave-. Dentro de un par de horas se va a sentir fatal.

Eso no sería nada nuevo, pensó Jill mientras metía la cabeza bajo un cojín. Llevaba dos días sintiéndose fatal. Pero aquello era mejor. Era cálido y acogedor, y se sentía a salvo de nuevo. Se fue durmiendo suavemente, y se juró que, cuando despertara, todo sería diferente.


Sin ser capaz de dejar de mirar el reloj, más o menos a las cinco menos cuarto, Mac tuvo la tentación de tomarse una cerveza mientras esperaba. Sin embargo, no iba a hacerlo. Emily estaba en juego, y todo aquello había sido culpa suya.

Quería culpar a otro, señalar con el dedo y decir que él no era responsable, pero no podía. Él mismo era quien había dado todos los pasos. Ni siquiera podía echarle la culpa a Carly. Su ex mujer había sido más comprensiva e indulgente de lo que él se merecía.

Como era una mujer organizada y seguramente no quería hacer que Mac lo pasara mal, llegó cinco minutos antes de la hora a la que habían quedado. Él vio el coche cuando entraba en la calle de su casa, y había salido a recibirlas antes de que ninguna de las dos ocupantes hubiera tenido ocasión de bajar.

– Hola, preciosa -le dijo a Emily, en cuanto la niña salió del vehículo.

Su hija era delgada y rubia, con unos grandes ojos azules y una sonrisa que podía iluminar el cielo. Sin embargo, en aquel momento no estaba sonriendo. Más bien, le temblaba la barbilla, y no lo miraba a la cara. Abrazaba a Elvis, su rinoceronte de peluche, y miraba fijamente al suelo.