– Muy bien.
Las dos se quedaron mirándose. Jill tuvo la extraña sensación de que se había perdido algo con Tina. Si hubieran tenido un mejor comienzo y hubieran empezado a entenderse antes, habrían llegado a ser amigas.
– Has sido una gran ayuda este verano -le dijo.
Tina sacudió la cabeza.
– No es cierto. Siento haber sido tan difícil con los horarios y todo eso. Estaba resentida por varias cosas. Tú eres tan perfecta, tan lista… me había propuesto odiarte.
Jill no podía creerlo.
– Soy muchas cosas, pero perfecta no es una de ellas.
– Sí, claro. Por eso siempre pareces una modelo y yo soy el ejemplo de un cuento con moraleja.
– Tú tienes una familia y una vida. Yo sólo tengo mi carrera.
Tina se encogió de hombros.
– Podrías tener más, si quisieras.
– Lo dices como si fuera muy fácil.
– ¿Y no lo es?
Jill iba a decirle que no. La vida era mucho más complicada que todo eso. ¿Pero lo era de verdad? ¿O era ella quien se la había estado complicando todo el tiempo?
El teléfono sonó antes de que pudiera decidirlo. Tina frunció el ceño.
– Todo el mundo sabe que hoy es la fiesta del muelle. ¿Quién iba a llamar hoy?
Jill sonrió.
– Hoy no es fiesta nacional. La vida continúa aparte de Los Lobos.
Jill entró en su despacho y miró las paredes. Las cosas habían cambiado mucho desde que había llegado al pueblo. Si alguien le hubiera dicho, al principio, que se apenaría por tener que marcharse, lo hubiera atropellado con el BMW.
Tina entró en el despacho.
– Es para ti. Un tal Roger Manson.
Jill dejó en el suelo su maletín.
– Eso no es posible. ¿Has dicho Roger Manson?
– Sí. Me ha dicho que tú sabes quién es.
Claro que lo sabía. Era el socio mayoritario de la empresa donde había trabajado. Él era el hombre que no le había contestado las llamadas después de que la hubieran despedido y que le había dado a Lyle su despacho con vistas a la bahía. Así que, por fin, se había querido poner en contacto con ella. Bien. Le diría lo que pensaba.
Se acercó a su escritorio y descolgó el auricular.
– Buenos días, soy Jill Strathern -dijo, resueltamente.
– Ah, hola, Jill. Me alegro de haberte encontrado. Soy Roger Manson. ¿Qué tal estás?
– Muy bien, Rog, ¿y tú?
– Tengo que admitir que me siento un poco estúpido en este momento.
Jill se esperaba muchas cosas, pero no aquello. ¿Acaso los socios mayoritarios admitían alguna vez que se sentían estúpidos?
– Te llamo para decirte que hemos despedido a Lyle.
Al oírlo, sintió cierto resarcimiento. Era posible que ya no estuviera interesada en la venganza, pero eso no quería decir que quisiera que a Lyle le fueran bien las cosas.
– ¿De verdad? ¿Por qué?
– Por una lista muy larga de motivos, y no puedo explicártelos todos, pero lo que sí puedo decirte es que añadió informes falsos a tu expediente y que ha falsificado órdenes de importancia de clientes en repartos.
Jill se hundió en la butaca.
– ¿Mintió sobre mí?
– Sí. Él fue la razón por la que te despedimos, Jill, y quiero que sepas que nos sentimos muy mal por ello. Cuando te despedimos, algunos de nosotros no entendíamos qué había sucedido. Habías hecho un trabajo excelente, y los clientes te adoraban. De hecho, te echan de menos terriblemente. Así que comenzamos una investigación interna.
Él siguió explicándole lo que había ocurrido, pero ella ya no estaba escuchando. En vez de eso, se sentía en una burbuja de felicidad que iba a hacer que levitara hasta el techo.
No había sido por ella. Ella no había cometido ningún error, no había hecho las cosas mal. Aquella reivindicación la hizo sentirse muy bien.
– Queremos que vuelvas -le dijo Roger.
Aquello la devolvió a la tierra de golpe.
– ¿Qué?
– Queremos que vuelvas -le repitió-, y para demostrarte cuánto sentimos lo que ocurrió, vamos a ofrecerte un impresionante aumento. Por supuesto, serás ascendida y te daremos un precioso despacho. Más grande que el que le dimos a Lyle. Por favor, Jill, ¿podrías al menos pensarlo?
– Eh… en realidad, estoy hablando con otros bufetes.
– Me lo temía. ¿Hay algo que pueda hacer o decir para convencerte de que éste es el mejor sitio para ti?
– Deja que lo piense. Te llamaré en unos días para decirte algo.
Más tarde, cuando colgó, caminó hasta la ventana y miró a la calle. Lyle era un idiota. Si había falsificado documentos legales, podía ser expulsado del Colegio de Abogados y podrían retirarle la licencia para ejercer. Era gracioso pensar que, sin que ella hubiera hecho nada en absoluto, él sólito se las había arreglado para tener lo que se merecía.
Sin embargo, ya no podría comprarle la mitad del piso. Tendrían que ponerlo a la venta en el mercado.
¿Y qué haría ella? ¿Qué oferta iba a aceptar? ¿Y por qué la idea de marcharse de Los Lobos le ponía tan triste de repente?
Jill volvió a casa de Bev para recoger a su tía y a Emily.
– Llegas tarde -le dijo Emily, mientras bailaba por el salón-. Tu padre ya se ha marchado, y dijo que deberíamos darnos prisa porque no iba a quedar ningún sitio bueno cuando llegáramos a la playa.
– Está bien, me daré prisa -dijo Jill, corriendo por las escaleras hacia su cuarto para cambiarse-. Además, estoy en el comité -gritó desde su habitación-. Tengo un sitio de aparcamiento reservado.
Aquello casi la compensaba por las horas que había pasado metiendo folletos en los sobres.
Se puso un traje de baño, una capa de crema protectora y después la ropa de la playa. Tomó la bolsa y salió de la habitación corriendo. Entonces se topó con su tía, que se había parado en el último escalón, y se quedaron mirándose la una a la otra.
Jill no sabía qué decir para arreglar las cosas entre ellas. Sabía que su tía quería a Rudy. No le importaba tanto aquello como que Bev no quisiera aceptar la verdad sobre él. El argumento de Jill de que Bev debería entender en dónde se estaba metiendo no había servido de nada.
– ¿Preparada? -le preguntó Bev.
Jill asintió.
– ¿Alguna vez vamos a ser amigas de nuevo?
Bev apretó los labios.
– Somos amigas. Yo no estoy enfadada.
– Te comportas como si lo estuvieras.
– No. Simplemente, pensé que te alegrarías por mí.
– Y me alegro, pero…
– ¿Vais a bajar ya? -gritó Emily desde el piso de abajo.
Bev sonrió.
– Nos están llamando por megafonía.
Jill no quería dejar la conversación allí, pero Emily las estaba observando desde abajo y no tuvo elección.
– Ya vamos -le dijo a Emily, y comenzó a bajar.
La plaza de aparcamiento de la zona reservada fue una gran cosa, pensó Jill mientras cerraba el 545 y miraba a su alrededor a la masa de gente que se dirigía a la playa. Creía que Los Lobos había atraído a una multitud para la fiesta del Cuatro de Julio, pero aquello no era nada comparado con el centenario del muelle.
– Allí -dijo Emily, señalando-. Mirad. Allí está la mamá de Ashley.
Tina le había dicho a Jill que les guardaría un sitio, y Jill pensó que finalmente, la que pronto dejaría de ser su secretaria y ella se habían hecho amigas.
– Esto es impresionante -dijo, cuando llegaron al lugar donde estaba Tina.
Había marcado un sitio en la arena con toallas.
– No me imaginaba que habría tantísima gente -respondió Tina-. Todavía tengo que hacer otro viaje al coche, pero quería esperar a que llegarais. He tenido que enfrentarme literalmente a gente que quería invadir nuestro territorio. He oído decir que el muelle ya está tan lleno que van a empezar a limitar a la gente que puede entrar -explicó, y sonrió a Emily-. Ashley está con su padre. Llegará en cualquier momento.
Jill se volvió hacia el muelle y se puso la mano sobre los ojos para protegerse del sol. Veía a la gente caminando por el paseo marítimo y apoyada en la barandilla. Había dos oficiales de policía que se dirigían hacia las escaleras de la playa. Reconoció a Mac y comenzó a sonreír.
Y en aquel segundo, el corazón le dio un salto, el estómago un vuelco y sintió una calidez intensa en las entrañas.
Se quedó allí, incapaz de moverse, de respirar, mientras la verdad se abría paso en su mente. Quería a Mac.
¿Lo quería? No. No era posible. Cierto, había estado enamorada de él cuando era adolescente, y la realidad era mucho mejor de lo que ella se imaginaba, pero no era amor. Era sexo estupendo, conversación divertida… la hacía reír y compartían secretos…
Oh, Dios.
Era amor. Lo quería. Quizá siempre lo hubiera querido, lo cual era una locura. Ó quizá fuera algo nuevo.
No importaba.
Se le ocurrieron varias cosas a la vez. La primera, que si lo acusaban de agresión contra Andy Murphy y perdía a Emily, nunca se perdonaría a sí mismo. Y parte de ese castigo que él mismo se infligiría sería, fácilmente, rechazar el hecho de ser feliz con ella. Y la segunda, ¿y si él no la correspondía? ¿Y si para él sólo había sido una diversión? Y por último, la tercera, pero no menos importante, ¿qué iba a hacer con su carrera profesional? Si…
– ¿Jill? -Emily le tiró del vestido-. ¿Ves a mi padre?
– ¿Qué? Claro. Está allí -dijo, y le señaló hacia el muelle.
– Él va a venir a cenar con nosotras después.
– Estupendo.
No tan estupendo. ¿Cómo iba a enfrentarse a Mac sabiendo que ella lo quería y que era posible que él no la quisiera a ella? ¿Qué le iba a decir? ¿Cómo y cuándo le diría la verdad y qué pasaría si él la rechazaba? Había olvidado a Lyle muy rápidamente porque nunca lo había querido de verdad. Pero Mac era otra cosa muy diferente.
«Después pensarás en ello», se dijo.
Cuando Emily comenzó a saltar y a agitar la toalla para llamar la atención de su padre, no supo si sentía pánico o alegría. Mac las vio a los dos segundos y las saludó. Cuando comenzó a bajar las escaleras, Jill tuvo el presentimiento de que iba hacia ellas.
«Actúa con naturalidad», se ordenó. «Finge que no ha cambiado nada». Aquél no era el lugar, ni tampoco era el momento de hablar de lo que sentía cada uno.
– Voy hacia el coche -dijo Tina.
– ¿Necesitas ayuda? -le preguntó Jill, ansiosa por desaparecer un rato.
– No. Tú quédate aquí de guardia. Te aseguro que la gente es implacable.
Y dicho aquello, se marchó.
Jill se puso a extender más toallas mientras Bev marcaba las esquinas del territorio con las neveras portátiles.
– Es como un fuerte -dijo Emily, riéndose-. Tenemos que hacer turnos para la vigilancia.
Jill se sentó y comenzó a quitarse las sandalias. En aquel preciso instante vio a Rudy, acercándose. Consciente de que Mac se estaba acercando también, se puso de pie para decirle a Rudy que se alejara rápidamente de allí. Sin embargo, la expresión de la cara del hombre se lo impidió.
– Tenemos un problema -le dijo él, a modo de saludo.
El señor Smith estaba justo detrás de él, y Jill se dio cuenta de que llevaba la mano metida bajo la chaqueta, como si fuera a sacar la pistola en cualquier momento.
Bev se acercó y le tomó la mano a Rudy.
– ¿Qué pasa?
– Un socio mío ha venido al pueblo, y está muy enfadado por la reciente muerte de su hermano.
Jill sintió pánico. ¿Otro mafioso en Los Lobos, buscando venganza? ¿Entre aquella multitud?
Su primer pensamiento fue Emily, y se acercó a la niña. ¿Dónde podían ir? ¿Dónde podían esconder a Emily para que estuviera a salvo?
– Rudy, no lo entiendo -le dijo Bev, asustada-. ¿De qué estás hablando?
Jill tuvo ganas de gritarle la verdad, pero sabía que Emily estaba escuchando. Miró a su alrededor, buscando entre la gente a un extraño furioso, a Mac, al marido de Tina.
Rudy atrajo a Bev hacia sí.
– ¿Te acuerdas de esas conversaciones que has tenido con Jill?
Bev asintió.
– Pues ella no está equivocada.
Bev se desplomó contra él.
– No.
– Lo siento. Debería habértelo dicho yo mismo, pero tenía miedo de que ya no me quisieras.
– Voy a sacar a Emily de aquí -dijo Jill, y tomó a la niña de la mano.
– ¿Qué ocurre? -preguntó ella-. ¿Por qué llora Bev?
Jill se dio la vuelta y se chocó contra Mac.
– ¿Qué pasa? -le preguntó.
Antes de que nadie pudiera contestarle, se oyó el grito de una mujer.
Capítulo 20
Mac se volvió hacia el grito, y vio a Andy Murphy sosteniendo un cuchillo contra la garganta de su mujer.
– ¡Atrás! -gritó Andy-. Todo el mundo hacia atrás.
Mac soltó una imprecación y le hizo gestos a la gente para que se echara hacia atrás. Kim, embarazada y pálida, con los ojos abiertos y llenos de terror, no dijo nada. Su marido la estaba sujetando con un brazo por encima de la barriga. La punta del cuchillo le rozó la piel y apareció una gota de sangre. Ella gimió y alguien entre la multitud gritó.
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