Oyó pasos en el porche, y alguien llamó a la puerta. Él pensó en hacer caso omiso, pero cuando oyó la voz de Jill, se incorporó, movió suavemente a Emily y se levantó.

– ¿Qué pasa, papá? -le preguntó ella, con los ojos entreabiertos.

– Es Jill. Vuelve a dormir.

Ella se frotó los ojos y bostezó.

– De acuerdo.

Mac salió al vestíbulo y abrió la puerta. Sin embargo, cuando vio que Jill no estaba sola, estuvo a punto de cerrársela de nuevo en la cara.

– Espera -le dijo ella-. Tienes que oír esto.

Él miró a Rudy.

– Tú no tienes nada que decir que me interese.

– Entiendo que estés enfadado -le dijo Rudy-. He venido a disculparme y a decirte que me marcho.


Mac se lo quedó mirando un largo instante hasta que dio un paso atrás. Jill entró en la casa, y él señaló con la cabeza hacia el salón.

– Emily está ahí. ¿Te importaría llevarla a su habitación? Todavía está disgustada por lo que pasó ayer y no quiero que vea a Rudy.

– Claro.

Jill entró en el salón. Él oyó murmullos y después las vio a las dos subiendo las escaleras. Sólo entonces asintió mirando a Rudy.

– Tienes cinco minutos -le dijo.

– Suficiente -dijo Rudy, y dio un paso para entrar en el vestíbulo-. Bonita casa.

Mac se cruzó de brazos y esperó.

Rudy se encogió de hombros.

– No estás contento conmigo. Lo entiendo. En tu lugar, yo también estaría enfadado -le dijo, y se metió las manos en los bolsillos de los pantalones-. Primero vine a la ciudad a ver si Jill estaba bien. Ya sabes, después de lo que le ocurrió con Lyle. Después de un par de días me di cuenta de que me gustaba la zona. Ya había pensado antes en marcharme de Las Vegas, y este lugar me parecía perfecto. Entonces conocí a Bev.

En los labios se le dibujó una ligera sonrisa.

– Es una mujer asombrosa. Pensé que era una señal. El pueblo, conocerla, el hecho de querer un retiro tranquilo… Tú eras difícil, pero tenía al alcalde en el bolsillo y sabía que se acercaban las elecciones y que podría conseguir que tú las perdieras.

Mac hizo todo lo que pudo para no demostrar ninguna reacción. Nada de aquello era nuevo.

– Lo de la sala de juego fue un error -dijo Rudy, con un gesto de arrepentimiento-. No sé por qué lo hice. Fue una reacción estúpida. Quería molestarte, que te enfadaras más.

– Pues lo conseguiste.

– Lo que ocurre es que después me sentí mal. Entonces, Bev y yo nos fuimos y me di cuenta de que había estado buscándola toda mi vida. Ella es realmente una buena mujer. Especial. Ella no sabía lo que yo estaba haciendo, y yo sí sabía que si lo averiguaba, se pondría furiosa. Sobre todo lo del juego. Pero yo no quería marcharme. Era una difícil elección.

– Entonces, ayer aparecieron tus amigos.

– Sí. Eso fue horrible. La gente podría haber sido herida. Gente como tu hija, o Jill o Bev. Así que me puse a pensar, y me he dado cuenta de que yo no soy bueno para Los Lobos. Voy a volver a Las Vegas, donde entiendo cómo funcionan las cosas y no habrá sorpresas como la de ayer.

Se sacó una mano del bolsillo y le tendió una tarjeta a Mac.

– Me voy en un par de horas. Si necesitas ponerte en contacto conmigo por algo, en ese número podrás localizarme.

Mac tomó la tarjeta, pero no la miró.

– ¿Y el juego?

– Está todo cerrado. Me siento mal por lo del alcalde… por el dinero que le di. Me gustaría darte la misma cantidad para tu campaña.

– No, gracias.

– Ya, me imaginaba que dirías eso -Rudy lo miró fijamente-. Eres un buen hombre. No me encuentro a muchos en mi profesión. Si alguna vez necesitas algo, llámame.

– Lo tendré en cuenta.

Rudy asintió y después se marchó.

– ¿Qué piensas? -le preguntó Jill desde las escaleras.

– No estoy seguro. ¿Se marcha de verdad?

– Sí. Ya ha hecho las maletas.

– ¿Y Emily?

– Se ha quedado dormida al instante -Jill bajó las escaleras y se acercó a él-. Bev se marcha con Rudy. Hemos estado hablando casi toda la noche. Aunque entiende quién es él, y lo que hace, lo sigue queriendo, y quiere estar con él. Se va a Las Vegas. Al principio, me sentí muy rara por eso, pero cuanto más lo pienso, mejor me parece. ¿Te parece una locura?

– Sí, bastante -dijo él. Mirar a Jill hacía que le doliera el pecho-. ¿Va a vender la casa?

– Supongo. No hemos hablado de ello.

¿Y por qué iban a hacerlo? Jill no la quería. Su vida estaba en otra parte, no en Los Lobos.

Él dejó la tarjeta de Rudy en la consola de la entrada, y después le tomó la cara a Jill entre las manos. Al mirarla a los ojos, se dijo que era por el bien de todos. No tenía nada que ofrecerle, nada de valor.

– Serás feliz -le dijo.

– ¿Qué?

– En tu nueva vida. Lejos de aquí. Con el tiempo, todo esto te parecerá una pesadilla. No sé qué va a pasar mañana en el juicio. Sé que, pase lo que pase, voy a seguir luchando por Emily. Los dos nos lo merecemos.

Jill le sonrió.

– Me alegro.

– Pero no voy a luchar por ti.

– ¿Qué?

Él le acarició las mejillas con los pulgares.

– Eres una mujer increíble, Jill Strathern. Sólo te deseo lo mejor.

Ella lo miró con los ojos entrecerrados.

– Eso parece un adiós.

– Lo es.

– ¿Y eso es todo? ¿Gracias por la diversión, y adiós?

– ¿Qué más quieres que diga?

– No lo sé. Algo. Me parece maravilloso que vayas a luchar por Emily pero, ¿por qué no vas a luchar por mí? ¿No te importo?

– Por supuesto que sí. Te quiero.

– ¿Qué?

Él la besó suavemente en los labios.

– Te quiero.

Ella se echó hacia atrás y le lanzó una mirada asesina.

– Vamos a ver si lo entiendo bien. ¿Me estás diciendo que me quieres y que por favor cierre la puerta al salir?

– No.

– ¿Pero estás esperando que me vaya?

– Sí. Eso es lo que tú quieres -aquella conversación no iba bien, pero él no entendía por qué.

– Tú crees que lo sabes todo, ¿verdad? -le preguntó. La rabia alteraba su tono de voz y lo hacía tan afilado como un cristal foto-. Para ser alguien que cree que lo sabe todo, eres bastante idiota.

– No lo entiendo.

– Claro que no.

Jill se dio la vuelta y salió de la casa. Antes de cerrar, dijo:

– Nos veremos en el juicio.

Capítulo 21

Jill estuvo refunfuñando durante todo el trayecto hasta el tribunal.

– Parece que estás de mal humor -le dijo su padre, perfectamente calmado, desde el asiento del copiloto.

– Lo estoy. Mac es un idiota. Me dan ganas de abofetearlo.

– Tiene muchas cosas en la cabeza.

Ella se detuvo en un semáforo y atravesó a su padre con la mirada.

– No se te ocurra ponerte de su lado.

– Tengo que defenderlo.

– Por pegar a Andy, no por lo que me hizo a mí.

– Todo esto iría mejor si me contaras qué es lo que te ha hecho.

Ella arqueó las cejas.

– ¿Realmente quieres tener una conversación sobre mi vida personal?

Su padre levantó ambas manos en señal de rendición.

– Buena observación. Tienes razón. Hiciera lo que hiciera, Mac es tonto y yo espero que los dos arregléis el problema.

Ella levantó la nariz sin responder. Hombres. ¿Serían todos idiotas? ¿Cómo era posible que Mac le dijera que la quería y la dejara? ¿Lo habría pensado bien? ¿Acaso no se había dado cuenta de que ella estaba dispuesta a comprometerse y a encontrar una solución que funcionara para los dos?

Pero no. Tenía que hacer el gran gesto y tomar la decisión sin consultarla. Era tan típico de un hombre, que cuando dejara de estar tan furiosa, se lo diría.

Entró en el aparcamiento del tribunal y aparcó el 545. Antes de abrir la puerta, miró a su padre.

– Tienes un plan, ¿verdad?

– ¿Acaso dudas de mí? -le preguntó él, sonriendo.

– Mmm…, normalmente no, pero en este caso es Mac. Puede que tenga ganas de estrangularlo en este momento, pero eso no significa que quiera que lo encierren.

– Lo tendré en cuenta.

Ella abrió la puerta del coche y salió al aire de la mañana.

Era un día claro y precioso, como había sido el de la celebración del centenario del muelle. Aunque ella no quería que se repitiera una mala experiencia, si…


Un sonido seco, como el de un disparo, la hizo dar un salto. Antes de que se le saliera el corazón del pecho, se dio cuenta de que era la puerta de otro coche del aparcamiento.

– Voy a necesitar ir a terapia de grupo para volverme normal otra vez -murmuró, antes de que alguien la tomara con fuerza del brazo.

– ¡Aquí estás!

Ella gritó y se dio la vuelta. Entonces, se encontró frente a frente con su ex marido.

– ¡Lyle! ¿Qué estás haciendo aquí?

– ¿A ti qué te parece? -le preguntó, congestionado-. ¡Me has arruinado!

Ella sacudió la cabeza.

– Me parece que te has arruinado tú mismo. Yo llevo en Los Lobos varias semanas, intentando arreglar mi vida. Tú has estado en San Francisco. ¿Cómo he podido yo hacerte eso?

Parecía que él estaba a punto de llorar.

– Lo he perdido todo. El trabajo, mi carrera. Se habla de que me van a retirar la licencia para ejercer.

– Lo sé. Lo siento.

Sorprendentemente, ella sintió que lo decía de verdad.

– Quiero mi coche -dijo, tan petulante como un niño.

– Claro -dijo ella, y le tendió las llaves-. Aquí las tienes.

– ¿Así de fácil? ¿Por qué estás siendo tan amable?

Porque él no le importaba. Porque él no tenía nada e, incluso aunque Mac fuera idiota, con él tenía la oportunidad de conocer la felicidad perfecta.

– Yo ya había accedido a entregarte el coche. Aquí tienes las llaves. Llévatelo.

Él se apartó el pelo de la cara y tomó las llaves. Después se volvió hacia el coche y le acarició el capó.

– ¿Tiene algún rayón? ¿Alguna abolladura?

– No. Ni un rasguño. Que lo disfrutes -le dijo ella, y comenzó a andar hacia el tribunal.

– Nunca entenderé lo que viste en él.

Ella miró hacia atrás mientras Lyle entraba en el coche y encendía el motor.

– Yo tampoco. Me conformé con él, y puedo asegurarte que no voy a volver a hacer nada semejante.

– Bien -le dijo su padre, y le pasó el brazo por el hombro-. Ya sabes que hay muchas posibilidades de que Lyle tenga que vivir en ese coche.

– Ya me he enterado.

Llegaron a las escaleras del edificio y comenzaron a subirlas. Desde la calle les llegó el sonido de un derrape, el chirrido de unos frenos y un estruendo. Jill se volvió y vio que Lyle había empotrado el brillante BMW 545 negro contra el costado de una furgoneta de reparto. Salió del coche gritando, frenético. Ella se quedó allí durante un segundo, intentando que le importara, pero se dio cuenta de que no, y entró en el tribunal.


Mac había pensado que unos cuantos ciudadanos del pueblo irían a la vista, porque los eventos como aquél siempre eran de interés, pero no se había imaginado que la sala estaría abarrotada.

– Parece que eres muy conocido por aquí -le dijo William Strathern, mientras abría el maletín y sacaba algunos papeles.

– Dudo que vayan a apoyarme -respondió Mac.

Se estaba dando la vuelta cuando vio a Hollis saludándole ansiosamente. Él había estado evitando al trabajador social durante dos días. Y ni en sueños quería oírlo en aquel momento.

– Te sorprenderías de lo que la gente quiere y no quiere, algunas veces -le dijo Strathern-. ¿Has hablado últimamente con Jill?

No, desde que él le había dicho que la quería y ella había salido de su casa como si la hubiera insultado.

– Está enfadada -le dijo el juez-. Me preguntó por qué.

Mac tragó saliva, pero no respondió.

– Ya sabes que le han ofrecido un buen puesto en San Diego.

– Me lo ha contado.

– Y su antigua empresa también quiere que vuelva.

Mac no lo sabía.

– Estupendo. Debe de estar muy contenta.

– Pues en realidad, no lo está. Oh, supongo que se siente resarcida, pero parece ser que de todas formas quiere hacer otros planes para el futuro.

Mac sabía que el juez quería decirle algo más, pero no estaba seguro de lo que era.

– Yo no…

– ¿No se te ha ocurrido pensar que hay una razón para que Jill y tú hayáis vuelto a Los Lobos al mismo tiempo?

Antes de que Mac pudiera asimilar la pregunta, y responderla, apareció Carly. Él no la había visto en un mes, y no parecía que estuviera muy contenta.

– ¿Dónde está Emily? -le preguntó ella, a modo de saludo.

– Con su niñera. No quería que viera esto.

– Por lo menos, eso lo has hecho bien -dijo ella-. Maldita sea, Mac, ¿cómo has podido hacer esto? ¿Cómo puedes comportarte así y pretender que confíe en ti para que cuides de nuestra hija? ¿Qué ocurrirá si te acusan formalmente? ¿Qué ocurrirá si te meten en la cárcel?