– ¿Te lo sugirió él?

– Oh, sí. Cuando le conté lo que había pasado, me dijo que aquí había una plaza vacante. Uno podría pensar que al haberse cambiado al otro lado del país ya no se entrometía tanto en los asuntos del pueblo, pero no es así. Es como si todavía estuviera al otro lado de la esquina, en vez de en Florida.

– Pues sí -convino Mac-. Fue el juez Strathern el que me dijo que el puesto de sheriff de Los Lobos estaba vacante.

Jill no sabía qué la había sorprendido más, si que su padre se mantuviera en contacto con Mac o si que Mac todavía se refiriera a él de una manera tan formal. Se conocían desde hacía muchos años. Mac había crecido, prácticamente, en la casa de su padre. Por supuesto, el hecho de que Mac fuera el hijo del ama de llaves probablemente ponía su relación a un nivel diferente. Aunque a ella aquellas cosas no le importaban en absoluto. Cuando era una adolescente, sólo le importaba lo estupendo que era Mac y cómo su corazón aleteaba como un colibrí cuando él le sonreía.

– Así que mi padre tiene la culpa de que ambos estemos aquí -dijo-. Aunque tú estés a gusto.

– Quizá el pueblo comience a gustarte.

– No creo.

Jill comenzó a pasarse los dedos entre el pelo y se dio cuenta de que había comenzado a secársele. En cuestión de minutos se convertiría en una masa de rizos salvaje. Comenzó a hacerse una trenza.

– No recordaba que tuvieras el pelo tan rizado -dijo él, observándola.

– Tiene vida propia. Me lo aliso con una combinación de productos y de fuerza de voluntad, todos los días.

– ¿Y por qué te tomas tantas molestias?

Hombre tenía que ser.

– Para mantenerlo controlado y aparentemente normal.

– El pelo rizado es sexy.

Aquellas sencillas palabras consiguieron que a Jill se le encogiera el estómago y se le secara la boca. Tuvo ganas de soltarse la trenza y sacudir la cabeza hasta que todos los rizos estuvieran en su lugar. Tuvo ganas de bailar por el césped y anunciarle al mundo entero que Mac pensaba que ella tenía un pelo sexy.

– Sobre todo cuando es largo, como el tuyo.

Aquello iba mejor y mejor.

– Gracias.

Oh, su voz sonaba tan despreocupada… Afortunadamente, él no podía ver el coro de hormonas que estaban acompañándola.

Mac se puso de pie.

– Ha sido muy agradable hablar contigo, Jill. Pero ahora tengo que volver a casa y ver si Emily está bien. No quiero que se despierte y se vea sola en la casa.

– Claro, por supuesto.

Ella contuvo un suspiro de tristeza y se las arregló para no decir lo mucho que deseaba seguir hablando de su pelo un ratito más. Quizá otro día.

Le dijo adiós mientras Mac entraba en su casa, y después ella se levantó para entrar también. Sin embargo, se quedó helada con la mano sobre el pomo de la puerta.

¿Quizá otro día? ¿Era posible que ella hubiera pensado aquello? No, no, no, y no. No habría otro día, ni nada por el estilo. Mac era el sheriff de un pequeño pueblo, con una niña, y ella era un tiburón de bufete de abogados de una gran ciudad, y estaba nadando hacia la libertad. No quería quedarse atrapada allí en Los Lobos. Quería ganar dinero y tomarse una gran venganza contra la comadreja mentirosa. El chico impresionante de la casa de al lado no formaba parte de su plan.

Y, en caso de que cayera en la tentación, sólo tenía que acordarse de lo que había ocurrido la última vez que se había lanzado a aquel chico en cuestión.

Le había echado un vistazo a su cuerpo desnudo y había vomitado. Allí tenía una buena lección, una que no podía olvidar.


Emily Kendrick se frotó los ojos cerrados tanto como pudo. No iba a llorar. No. A pesar de que tuviera que pasarse el verano con su padre y su madre no estuviera allí, y nada hubiera estado bien desde hacía mucho tiempo, no iba a llorar.

Oía ruido abajo. Alguien estaba en la cocina. Antes se hubiera reído al pensar que su padre estaba cocinando. Algunas veces lo hacía, algún domingo por la mañana, o cuando ella estaba enferma y él se quedaba en casa con ella. Entonces, hacía cosas divertidas para comer, como sándwiches de queso calientes en forma de barco, o palomitas de maíz caramelizadas en una sartén. Siempre la dejaba que ayudara. Siempre…

Notó un nudo en la garganta, pero tomó aire para calmarse. No iba a pensar en aquello de nuevo. No quería pensar en el tiempo en que las cosas eran fantásticas, y su padre la lanzaba por el aire y la quería, y su madre y él se reían todo el tiempo. No iba a pensar en aquello ni tampoco en el día en que su madre se la había llevado lejos y su padre no había vuelto a encontrarlas.

Se acercó a la cama que acababa de hacer y tomó a Elvis. El rinoceronte se dejó abrazar como siempre, e hizo que Emily se sintiera mejor.

– Mamá nos ha dejado -le dijo al oído, como siempre que le contaba un secreto-. Se marchó anoche. Me dejó en la cama, y yo estoy enfadada con ella.

Emily no quería estar enfadada con su madre, pero era más seguro. Le gustaba estar enfadada porque cuando lo estaba no la quería tanto.

– Tenemos que estar aquí todo el verano, con una señora, porque mi padre tiene que trabajar. Es el sheriff.

Ella no sabía qué significaba ser el sheriff. Antes, su padre era policía, y a ella le gustaba su aspecto con el uniforme, porque parecía muy valiente y muy grande, y ella sabía que siempre haría que estuviera segura. Sin embargo, él la había abandonado, y se suponía que los padres no hacían aquello. Se suponía que siempre estaban con sus hijas.

Ojalá su madre la hubiera dejado quedarse con ella en casa. Emily le había prometido que sería muy buena, que limpiaría su habitación y que no vería mucho la televisión, pero no había importado. Su madre la había llevado allí y se había marchado.

A Emily le rugió el estómago. Tenía hambre porque no había comido demasiado la noche anterior.

Sigilosamente, abrió la puerta de su cuarto y salió al pasillo. La casa era vieja, pero bonita. Grande, con dos pisos y muchos árboles grandes. Su madre le había dicho que el mar estaba muy cerca y que su padre la llevaría a jugar a la playa. A Emily le había gustado aquello, pero no había dicho nada.

Bajó las escaleras lentamente. Olía a beicon y a tortitas, y comenzó a hacérsele la boca agua. Agarró a Elvis con fuerza y, finalmente, llegó a la puerta de la cocina.

La cocina era muy grande y tenía muchas ventanas. Su padre estaba junto al fuego, tan alto y fuerte como ella lo recordaba. Durante un segundo, casi echó a correr para que la tomara en brazos. Quería que la abrazara y le dijera que era su niña preferida.

Notó una opresión en la garganta y comenzó a darle vueltas el estómago. Y cuando él se dio la vuelta y la sonrió, fue como si se le hubieran quedado los pies pegados al suelo.

– Hola, hija. ¿Qué tal has dormido?

– Bien -susurró ella.

Se quedó esperando el abrazo, o un guiño, o algo que le dijera que seguía siendo su niña preferida. Se inclinó un poco hacia él para oírle decir que la quería y que estaba muy contento de que estuvieran juntos. Que la había echado de menos y que la había buscado todos los días pero que no había podido encontrarla.

Pero él no lo hizo. En vez de eso, separó una silla de la mesa y le indicó que se sentara.

– Siéntate. He hecho tortitas, porque sé que te gustan. Ah, y beicon.

Emily sintió algo muy frío por dentro. No quería tortitas, quería a su padre.

Él esperó hasta que ella se hubo sentado y después acercó la silla a la mesa. Emily dejó a Elvis en la mesa, junto a su sitio, y esperó hasta que él puso tres tortitas en su plato. Después puso el beicon. Ella miró la comida y el zumo de naranja que tenía en el vaso. Era raro que ya no sintiera hambre en absoluto. No sentía nada.

– Aquí tienes fresas -le dijo él, poniéndole un cuenco de fruta junto al vaso de zumo.

Emily se irguió y apartó cuidadosamente el plato.

– No, gracias -dijo, en voz muy baja.

– ¿Qué? ¿No tienes hambre?

Ella quiso agarrar a Elvis y abrazarlo, pero entonces su padre se daría cuenta de que estaba asustada y triste. En vez de eso, se apretó tanto las manos que se le hundieron las uñas en la piel.

– El color está mal -dijo Emily, intentando hablar un poco más fuerte-. Voy vestida de morado.

Él le miró la camiseta y los pantalones cortos.

– ¿Y?

– Si voy vestida de morado, sólo puedo comer cosas moradas.

Su padre tenía los labios apretados y los ojos entrecerrados, y no tenía pinta de estar muy contento. Pero ella no se rendiría. No podía.

– ¿Desde cuándo? -le preguntó él-. ¿Desde hace cuánto tiempo coordinas la comida con el vestuario?

– Desde hace un tiempo.

– Ah.

Todavía no eran las ocho de la mañana y Mac ya estaba cansado. Demonios, no quería dejar que Emily ganara aquella batalla. Sentaría un precedente y lo acorralaría.

– Espera aquí -le dijo a su hija.

Salió de la cocina y entró en el pequeño despacho que había junto al vestíbulo de la casa para llamar a Carly. ¿Por qué no le habría advertido lo que estaba ocurriendo con Emily? Habían estado juntos la noche anterior.

Completamente irritado, casi no se dio cuenta de que era un hombre el que respondía la llamada.

– ¿Diga?

– ¿Eh? -Mac iba a empezar a decir que se había confundido de número, cuando se dio cuenta de que quizá no fuera así-. ¿Está Carly?

– Sí, ahora se pone.

– Soy Mac -añadió él, sin estar seguro de por qué.

– Un momento.

Mac oyó el sonido del auricular sobre la mesa, y después unas voces suaves, aunque no distinguió lo que decían. Era evidente que Carly estaba saliendo con alguien y que el hombre en cuestión había pasado la noche allí. Mac asimiló la idea y después sacudió la cabeza. No le importaba si ella se acostaba con toda la Liga Nacional de Fútbol siempre y cuando no lo hiciera delante de su hija.

– ¿Mac? ¿Qué ocurre?

– ¿Por qué no me dijiste que sólo come cosas del color de la ropa que lleva?

Desde trescientos kilómetros de distancia, Mac oyó el suspiro de su ex mujer.

– ¿Está haciendo eso? Lo siento muchísimo. Esperaba que lo hubiera dejado. Hablamos del tema.

– Ella y tú hablasteis del tema. Pero a mí no me lo dijiste.

– Debería haberlo hecho.

– ¿Cuánto tiempo lleva haciendo esto?

– Unas seis semanas. He hablado con la pediatra. Ella piensa que Emily lo hace para sentir que tiene algo de control en su vida, y quizá una forma de que nosotros hagamos lo que ella quiere. No pudo decir nada respecto a nuestro divorcio, o a que tú te marcharas. Nos está castigando.

– ¿Y no podría tener una rabieta y ya está?

– Dímelo a mí.

Él se sentó en el escritorio.

– ¿Y cómo funciona esto? Anoche sí cenó.

– Claro. Iba vestida de rojo. Llevé espaguetis con tomate, ensalada de lechuga roja y tarta de fresa de postre. ¿Qué lleva ahora?

– Unos pantalones cortos y una camiseta morados. He hecho tortitas y beicon, pero no les ha hecho ni caso.

– Los arándanos están bien en los días morados. Aunque… cuando estuve con la pediatra, la semana pasada, también me dijo que si queríamos resistirnos ante ella y no darle lo que quería, finalmente el hambre la haría comer.

¿Matar de hambre a su hija? No podría hacerlo.

– ¿Y funcionó?

– Fui demasiado gallina como para intentarlo.

– Estupendo. Así que, ¿tengo que ser yo el malo?

– Era sólo una sugerencia. Tú tendrás que hacer lo que creas que es más conveniente.

El instinto le dijo que esa pediatra tenía razón, que Emily tendría hambre al final y comería. Pero, ¿quería él empezar el verano así? Y también estaba el asunto del trabajador social. No podía pensar en una entrevista con él en la que Emily se quejara de que su padre llevaba dos días sin darle de comer.

– ¿Y cómo demonios voy a saber lo que es mejor?

– Siempre fuiste un buen padre, Mac.

– Claro. Hasta que desaparecí de su vida. Un héroe, ¿no?

Carly se quedó en silencio durante un par de segundos, y después le dijo:

– Emily no sabe que estoy saliendo con alguien. Brian y yo llevamos viéndonos dos meses, pero no los he presentado todavía.

A él no le importaba que su ex mujer saliera con otro hombre, pero detestaba pensar que su hija tuviera otro padre en su vida.

– No se lo diré -dijo.

– Gracias. Ojalá pudiera ayudarte más con el asunto de la comida.

– Me las arreglaré. Supongo que en algunos tribunales, el juez diría que me lo he ganado.

– Los dos tenéis que daros tiempo -le dijo Carly-. De eso trata este verano.

– Lo sé. Te enviaré un correo electrónico en un par de días y te contaré qué tal van las cosas.

– Te lo agradezco. Cuídate, Mac.

– Tú también.

Colgó el teléfono y volvió a la cocina. Emily continuaba sentada en el mismo sitio. El único cambio era que había tomado al rinoceronte en brazos.