– ¿Elvis tiene algún consejo para mí?

Ella sacudió la cabeza y lo miró con cautela.

– Rinoceronte tenía que ser. No consigo que se calle cuando voy conduciendo, siempre me está diciendo por qué carril tengo que ir y dónde tengo que torcer. Sin embargo, ahora que necesito algunas instrucciones, no es capaz de decirme una palabra.

Emily se mordió el labio inferior. Mac tuvo la esperanza de que fuera para no sonreír. Entonces, dejó escapar un suspiro exagerado.

– Morado, ¿eh?

Ella asintió.

– Está bien, hija. Vamos al supermercado, y compraremos algo para que desayunes.

– ¿Puedes comprarme cereales Pop-Tarts? -le preguntó, mientras se deslizaba de la silla-. Son morados.


– A menos que encuentre beicon de color morado, es posible que sí -dijo, y tomó nota de que tenía que comprar vitaminas para niños en la farmacia. De las de colores.

También se preguntó qué demonios iba a cocinar en los días en que ella se vistiera de azul.

Capítulo 3

Jill cerró el BMW. Lo había aparcado junto al campo de entrenamiento de béisbol, en el que seguramente habría varios equipos practicando durante los siguientes días. Con un poco de suerte, todos podrían tener un encuentro cercano con el 545.

Aquel día había amanecido frío y claro, lo cual era beneficioso para ella. La niebla era lo peor que le podría ocurrir a su pelo. Se lo había secado, se lo había alisado y se había hecho un moño bajo. Después se había puesto un traje pantalón de Armani, aunque sabía que la elegancia no sería percibida por sus clientes. No importaba. En realidad, era por ella misma. Cuanto mejor vestida iba, mejor se sentía. Y aquel día necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir.

El despacho de Dixon & Son estaba en Maple Street, una calle llena de árboles, con cafeterías y tiendas, pintoresca y tranquila. Jill intentó convencerse a sí misma de que las cosas no eran tan terribles, pero no lo consiguió. Sólo había estado en aquel despacho un par de veces, pero los detalles del edificio estaban grabados a fuego en su memoria. No le importaba que fuera viejo, que oliera a humedad y que necesitara una buena mano de pintura. Lo que más le importaba eran los peces.

El señor Dixon había sido un ávido pescador. Había viajado por todo el mundo, pescando todo aquello que podía y llevando a su oficina los trofeos. Los peces que había pescado los había mandado disecar, o lo que se hiciera con los peces que uno no se comía, y montar sobre placas de madera. Aquellas placas estaban colgadas en su oficina. Por todas partes.

Los peces miraban a sus clientes, asustaban a los niños pequeños y almacenaban polvo. Y también desprendían olor.

– Por favor, Dios, que ya no estén -le susurró Jill al cielo.

Sin embargo, cuando abrió la puerta del despacho, comprobó que o Dios estaba ocupado, o que no tenía ganas de complacer. Cuando dio un paso sobre la madera rayada del suelo, todos los peces disecados clavaron sus ojos en ella. Ojos pequeños, oscuros, como abalorios.

El olor era exactamente el que Jill recordaba, una desagradable combinación de polvo, limpiador de pino y pescado. La tostada que había desayunado comenzó a darle saltos por el estómago.

En aquel momento, una silla se movió tras el mostrador de recepción, y Jill miró a la mujer que estaba sentada detrás.

– Tú debes de ser Tina -dijo Jill, con una calidez que no sentía-. Me alegro mucho de conocerte.

Tina, su secretaria y recepcionista, se puso en pie de mala gana, y Jill se dio cuenta de que ella no era la única que estaba descontenta con las circunstancias. Tina tendría unos treinta y cinco años, y el pelo castaño cortado de una forma muy sensata. Parecía eficiente, aunque no especialmente amigable.

– Has llegado pronto -dijo Tina, con una sonrisa tensa-. Pensé que sería así, así que mandé a los niños a la escuela con Dave. Normalmente, yo no llego aquí hasta las nueve y media.

Jill miró al viejo reloj de cuco del rincón. Eran las ocho y veinticinco de la mañana.

– Yo empiezo a trabajar a esta hora -dijo Jill.

En San Francisco había empezado muchos días a las cinco y media, pero ya no estaba luchando por ser socia de ningún bufete.

– Yo tengo tres niños -dijo Tina-. Ya han empezado las vacaciones y no tienen clase, pero tengo que llevarlos a las actividades de verano, de todas formas. El más pequeño, Jimmy, está en clases de béisbol, y Natalie… -de repente, apretó los labios y le preguntó-: Supongo que no estarás interesada en mis hijos, ¿verdad?

– Estoy segura de que te tienen muy ocupada -le dijo Jill, intentando no mirarla, al darse cuenta de que la mujer llevaba una camiseta y unos pantalones de sport. ¿En un despacho de abogados?

Tina se dio cuenta de lo que estaba pensando Jill y se tiró de la camiseta.

– Al señor Dixon no le importaba que vistiera informalmente. No tendré que ponerme vestidos, ¿verdad?

Su tono indicaba que no iba a importarle mucho lo que pensara Jill.

– Estás bien -le dijo ella, recordándose a sí misma que allí no había nadie a quien impresionar.

– Bien. Entonces, te enseñaré la oficina. Ésta es la recepción. Probablemente, ya te habías dado cuenta. Los casos que se cerraron recientemente están archivados en ese armario, ahí detrás -dijo, y se acercó a un archivador de madera oscura.

Ni siquiera estaba cerrado con llave, pensó Jill, asombrada.

– Los expedientes más antiguos están en el piso de arriba. Tu despacho está por aquí -Tina abrió una puerta y entró.

Jill la siguió.

En el despacho también había peces disecados por todas partes. Había estanterías a ambos lados del pasillo, y dos puertas que daban a lo que parecía un pequeño almacén y al baño.

– Es muy… -Jill giró lentamente y buscó la palabra más adecuada. O cualquier palabra-. Está muy limpio.

– La señora de la limpieza viene una vez a la semana -le dijo Tina-. La cafetera está en el almacén. Supongo que podría hacerte el café si tú quieres, pero el señor Dixon siempre se lo hacía él mismo -dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Era un hombre maravilloso.

– Estoy segura.

– El ataque al corazón fue muy repentino.

– ¿Estaba trabajando?

– No. Pescando.

Por supuesto, pensó Jill, intentando evitar las miradas de los peces de la pared.

Tina dio un paso hacia la recepción.

– La procuradora viene dos veces a la semana. Está en casa con dos gemelos, así que algunas veces no puede venir, pero saca el trabajo adelante. Yo te avisaré cuando tenga que irme. Intentaré juntar cosas como los partidos y las visitas al médico, para no estar siempre de un lado a otro.

Jill tuvo el presentimiento de que Tina estaba de camino hacia la salida y de que iba a desaparecer.

– ¿Dónde están los casos abiertos del señor Dixon?

Tina le señaló el escritorio.

– Hay un par de testamentos, esas cosas. Oh, y tienes citas. El señor Harrison vendrá hoy, un poco más tarde, y Pam Whitefield el miércoles.

Aquel nombre le llamó la atención a Jill.

– ¿Es la misma Pam Whitefield que se casó con Riley Whitefield?

– Exacto. Me dijo que tenía un problema con la compra de un inmueble -le dijo Tina, y se encogió de hombros.

– Me sorprende que haya vuelto al pueblo -comentó Jill.

Pam era un par de años mayor que Jill, y cuando estaban en el instituto, siempre había dejado claro que le esperaba un gran futuro, y que no se materializaría en Los Lobos.

– Nunca se marchó -dijo Tina, que seguía avanzando, casi imperceptiblemente, hacia la puerta-. Estaré fuera, si me necesitas.

Jill miró a su alrededor en la oficina. Era como estar en medio de un acuario de peces fallecidos.

– ¿Pescó todos éstos el señor Dixon? -preguntó.

Tina asintió.

– Quizá la señora Dixon quiera guardarlos ella misma, como recuerdo de su marido.

– No creo -Tina siguió retirándose-. Me dijo que le gustaba saber que estaban aquí, en su despacho. Como si fuera una especie de tributo.

– Ah.

Jill comprendía que la viuda no quisiera tener todo aquello en su casa.

– Gracias, Tina. ¿A qué hora vendrá el señor Harrison?

– Sobre las once y media. Yo tengo que marcharme sobre las doce, para llevar a Jimmy al ortodontista.

¿Por qué no le sorprendió aquello a Jill?

– Claro. ¿A qué hora volverás?

A Tina se le hundieron los hombros.

– Si es importante…

Jill se quedó mirando a los peces disecados.

– Estoy segura de que nos las arreglaremos sin ti.


Jill tardó menos de dos horas en revisar todos los casos del señor Dixon. Llamó a los clientes, les ofreció sus servicios y sus referencias, si acaso las querían.

Ninguno se las pidió. Todos ellos fijaron una hora y un día para ir a verla, lo cual le habría resultado gratificante si hubieran mostrado el más mínimo interés en sus propios asuntos legales.

Una vez que tuvo todas las citas confirmadas, Jill sacó un disquete de su maletín y lo metió en el ordenador. Abrió el archivo de su curriculum y comenzó a ponerlo al día.

El señor Harrison llegó puntualmente a las once y media. Tina ni siquiera se molestó en llamar a la puerta. Simplemente, abrió y le cedió el paso.

Jill se puso de pie para saludarlo. En el libro de citas no había ninguna indicación de cuál podría ser su problema, pero ella se imaginó que podría manejarlo.

– Soy Jill Strathern -dijo, caminando alrededor del escritorio y tendiéndole la mano-. Encantada de conocerlo.

– Lo mismo digo -sentenció el anciano.

El señor Harrison era uno de aquellos viejecitos que se encogían con la edad. Tenía el pelo blanco y abundante, como las cejas. Tenía muchas arrugas, pero sus ojos azules eran claros y brillantes, tenía la mirada aguda y le estrechó la mano a Jill con firmeza.

Cuando se sentó, Jill volvió tras su escritorio y sonrió.

– No he encontrado ninguna anotación del señor Dixon sobre su caso. ¿Había venido a verle a él?

– Dixon era un idiota. Lo único que le importaba era pescar -respondió el anciano, sacudiendo la mano.

– ¿De veras? -murmuró Jill amablemente, como si no se hubiera dado cuenta de que los observaban cientos de ojos-. Entonces, ¿cuál es su problema?

– Esos miserables me han robado tierras. Su valla se adentra muchos metros en mi terreno. Quiero que la desplacen.

Entonces, extendió varias hojas de papel amarillento. Eran las escrituras de su finca. Jill se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio, mientras el señor Harrison le mostraba los límites de la propiedad. Entonces, Jill notó que su interés se despertaba.


– Necesitaríamos una investigación oficial para determinar los límites, pero por lo que veo, usted tiene razón. Sus vecinos han puesto una valla en su propiedad.

– Bien. Ya pueden ir derribándola.

Jill tomó su cuaderno de notas y se sentó.

– ¿Qué tipo de valla es? -le preguntó.

– De piedra. De un metro de grosor, aproximadamente.

Ella levantó la cabeza sobresaltada y lo miró fijamente.

– Está bromeando.

– No. No estoy diciendo que no sea un bonito muro. Funciona, pero está en un sitio que no es el suyo.

¿Un muro de piedra? Ella se había imaginado una valla de alambre, o de madera.

– ¿Por qué no les detuvo cuando comenzaron a levantarlo? Construir un muro como ése tuvo que costarles semanas.

– No estaba allí. Además, yo no tengo por qué recorrer el perímetro de mi propiedad en misión de vigilancia.

– Cierto -pero un muro de piedra. Aquello debía de haberles costado una fortuna-. ¿Ha hablado con sus vecinos sobre esto?

Él apretó los labios.

– Son jóvenes, y escuchan música rock. No tienen cerebro, y no creo que consiga nada hablando con ellos. Probablemente, toman drogas.

Ella lanzó al cielo una plegaria silenciosa de agradecimiento por el hecho de que el señor Harrison no fuera su vecino de al lado.

– ¿Cuándo se levantó ese muro?

– Que yo sepa, en mil ochocientos noventa y ocho.

El bolígrafo se le deslizó de entre los dedos y aterrizó en el suelo de madera. Jill no podía asimilar aquella información.

– De eso hace más de cien años.

– Sé contar, señorita. ¿Qué importa cuándo se construyera? Es un robo, simple y llanamente. Quiero que se desplace ese muro.

Era posible que Jill no supiera de legislación de propiedades inmuebles, pero en la vida había algunas verdades universales, y una de ellas era que un muro levantado hacía cien años nadie lo iba a mover de pronto.

– ¿Y por qué quiere encargarse de esto ahora? -le preguntó ella.

– No quiero dejar las cosas enredadas cuando yo falte. Y no se moleste en decirme que no le importará a nadie. Dixon ya lo intentó con ese argumento.