Jill notó que comenzaba a dolerle la cabeza.

– Voy a estudiar el caso, señor Harrison. Quizá haya algún precedente legal para lo que usted quiere conseguir -dijo, aunque tenía serias dudas-. Lo llamaré la semana que viene.

– Se lo agradecería.

El señor Harrison se levantó y le estrechó la mano. Después se fue hacia la recepción. Como no cerró la puerta al salir, Jill oyó perfectamente lo que le decía a Tina.

– ¿De qué demonios estaba hablando? A mí me parece que está totalmente perdida.


Mac cruzó la calle desde el Tribunal hasta la comisaría. Entró a través de las puertas de cristal doble y saludó al ayudante de guardia. Intentó ir hacia su despacho sin establecer contacto visual con nadie, pero Wilma lo cazó en menos de dos segundos.

– Tienes mensajes -le dijo la administrativa, mientras le entregaba varios papeles-. No tienes por qué prestarles demasiada atención a los del final del montón, pero los tres primeros son importantes. ¿Qué tal te fue en el juicio?

– Bien.

Se las había arreglado para que metieran entre rejas a un mal tipo durante un par de años. Al menos, aquello era positivo. Miró los mensajes mientras continuaba andando.

– ¿Ha llamado el alcalde? -le preguntó, sabiendo que aquello no podía ser nada bueno.

– Sí.

Wilma tenía que dar dos pasos por cada uno que daba él. Era una mujer muy bajita, de pelo blanco, y según la leyenda, llevaba trabajando en la comisaría desde el principio de los tiempos. Era lista, y Mac se había alegrado desde el principio de tenerla como personal de la comisaría.

– El alcalde ha llamado en nombre del comité del centenario del muelle. Quieren un permiso temporal para despachar cerveza en el túnel de lavado de coches.

Mac se quedó parado en mitad de la sala y la miró fijamente.

– ¿Qué? ¿Servir cerveza? Los niños del instituto harán ese trabajo.

– El alcalde dijo que la cerveza es para los clientes.

– ¿Quiere venderle cerveza a gente que tiene que subirse de nuevo a su coche y conducir por la ciudad? Es lo más estúpido, ridículo, arrogante…

– Le dije que no te gustaría la idea -le dijo Wilma-, pero no quiso escuchar.

– ¿Lo hace alguna vez?

– No.

– Estupendo. Lo llamaré y le diré que no voy a darle el permiso.

– No se va a poner muy contento.

– No me importa.

Ella sonrió.

– Esa es una de las cosas que más me gustan de ti -dijo, y le señaló los mensajes que él tenía en la mano-. También llamó un tal Hollis Bass. Me pareció que sólo quería causar problemas inútiles. No es pariente tuyo, ¿verdad?

Mac buscó entre las hojas hasta que encontró la que tenía el número de Hollis.

– No. No es un pariente. Es un trabajador social -justo lo que necesitaba-. ¿Qué más?

– Slick Sam ha salido justo hoy bajo fianza, y alguien tiene que decirle a la hija del juez que no se mezcle con tipos como él -Wilma arrugó la nariz-. Slick Sam es la prueba viviente de que nuestro sistema legal necesita una buena reforma. ¿Quieres que la llame yo y se lo cuente?

Mac miró el reloj de la pared. Eran las doce. Le había prometido a Emily que volvería a casa a la una. Tenía tiempo para pasarse por el despacho de Jill y advertirle sobre Slick Sam.

– Lo haré en persona -le dijo-. Después llamaré al alcalde y al trabajador social desde casa. Todo lo demás puede esperar, ¿no?

Wilma abrió un poco más sus ojos de color avellana.

– Me imaginé que conocías a Jill.

– Nos conocemos desde hace mucho.

– Puede que su padre viva en Florida, pero todavía está muy informado.

Mac sonrió.

– Voy a advertirle sobre un posible cliente difícil, no a seducirla.

– Todo comienza siempre con una conversación. Ten cuidado.

¿Con Jill? Dudaba que fuera necesario. Ella era guapísima, sexy y estaba libre, pero también era la hija de un hombre que prácticamente había sido como un padre para él. De ninguna manera estaba dispuesto a traicionar aquella relación teniendo una aventura con Jill.

– Puedes dejar de preocuparte por mí, Wilma. Lo tengo todo bajo control.

– Claro.


– Me he enterado de lo que ha ocurrido con Lyle -le dijo Rudy Casaccio, con su voz ronca y suave-. Puedo arreglarlo para que se ocupen de él.

Jill se estremeció, y después se cambió el auricular de oreja.

– Sé que no tenías intención de que sonara como ha sonado, y si la tenías, no quiero saberlo.

– Tú le has prestado un servicio excelente a nuestra organización, Jill. Sabríamos agradecértelo.

– Envíame una cesta de fruta en Navidad. Eso es más que suficiente. Y en cuanto a Lyle, yo misma me ocuparé de él.

– ¿Cómo?

– Todavía no lo he decidido, pero idearé algún plan -dijo, observando cómo la impresora expulsaba sus curriculum vitae-. Quizá ponga en práctica ese viejo refrán que dice que vivir bien es la mejor venganza.

– ¿Vas a quedarte en Los Lobos?

– No. En cuanto comience a trabajar para otro bufete, te avisaré.

– Bien. Mientras tanto, queremos que sigas llevando nuestros asuntos.

Verdadera legislación de grandes empresas, pensó Jill con nostalgia. Aquello era lo que realmente le gustaba.

– Tenéis que quedaros donde estáis, por el momento -dijo ella, suspirando-. No tengo los recursos para hacerme cargo de vuestras necesidades.

– ¿Estás segura?

– Sí, pero ha sido muy amable por tu parte el pedírmelo.

Rudy se rió.

– No hay mucha gente que me llame amable.

Ella se lo imaginaba. Rudy era un hombre de negocios muy duro, pero siempre se había portado bien con ella.

– ¿Estás segura de lo de Lyle? -le preguntó él-. Nunca me cayó bien.

– Estoy empezando a pensar que a mí tampoco debería haberme caído bien. Gracias, pero no te preocupes. Estaré bien.

– Si cambias de opinión…

– No lo haré. Te llamaré cuando esté en un nuevo bufete.

– Hazlo, Jill.

Rudy se despidió y colgó. Jill hizo lo mismo. Después, se permitió lloriquear durante dos minutos por todo lo que Lyle le había hecho perder, y acto seguido se volvió hacia la impresora.

El aspecto de su curriculum era estupendo, y el contenido era aún más impresionante. Rudy era un hombre de palabra, así que Jill sabía que podría llevárselo al nuevo bufete para el que comenzara a trabajar. Los socios mayoritarios agradecerían los tres millones de dólares extra de facturación anual.

Alguien llamó a la puerta de su despacho. No podía ser Tina. Para empezar, aquella mujer nunca llamaba, y para continuar, había desaparecido un poco antes de las doce.

– Adelante -dijo ella, y se le cortó la respiración al ver que Mac entraba en el acuario de taxidermia.

– ¿Qué tal te va? -le preguntó él.

– Bien.

Aquélla fue la única palabra que pudo pronunciar. Oh, Dios, aquel hombre estaba despampanante, pensó mientras le echaba un vistazo a su uniforme marrón oscuro, que le marcaba con precisión los hombros anchos y las caderas estrechas.

– Está bien -dijo él, mirando a su alrededor por el despacho-. Creo que nunca había estado aquí.

Jill arrugó la nariz.

– Es un lugar que difícilmente olvidarías. Bienvenido a la central del pescado. Si ves alguno que te guste, por favor, dímelo. Estoy pensando en organizar un mercadillo.

Aunque, realmente, no podría hacerlo. Los peces le pertenecían a la señora Dixon y, hasta que Jill hablara con la viuda para que se llevara sus pertenencias, estaba atrapada.

Mac giró lentamente, y después sacudió la cabeza.

– Es una oferta muy generosa, pero no, gracias.

– Ya me lo imaginaba. Sabía que ni siquiera conseguiría regalarlos. ¿Has venido en visita oficial? ¿Debería pedirte que te sentaras?

– ¿Sólo puedo sentarme en ciertas circunstancias?

Ella se rió.

– Claro que no -dijo Jill, y rodeó su escritorio mientras le hacía un gesto hacia una de las butacas de los clientes-. Por favor.

– Gracias.

Él se sentó y la miró. Jill sintió que su mirada se detenía en su cara con una conexión tan intensa que casi era algo físico. Quería preguntarle si veía algo que le gustara. Quería inclinarse hacia él para que sus dedos reemplazaran a su mirada. Quería saber si él pensaba que era guapa, sexy e irresistible. Sin embargo, se contentó con tocarse el pelo para asegurarse de que todo seguía en su sitio.

– Lo llevas muy liso -comentó él.

– Gracias a los milagros de los productos capilares modernos, sí.

– Está bonito, pero me gusta más rizado.

Aquélla era una información que guardaría para más adelante.

– Pero supongo que no es eso por lo que has venido.

– No. He venido para avisarte de algo. Slick Sam fue arrestado por usar cheques falsos. Ha salido en libertad bajo fianza esta mañana, y es posible que venga por aquí pidiéndote que lo defiendas. Y probablemente, sería mejor que le dijeras que no.

Ella se irguió.

– ¿Y por qué? ¿Acaso no crees que sea capaz de llevar un caso penal? Te aseguro que soy muy capaz de defender los derechos de mis clientes en cualquier sentido. Además, no me gusta que me juzgues. No tienes ni idea de cuál es mi experiencia profesional. Tú no puedes saber si yo…

El arqueó una ceja y se recostó en el respaldo de la butaca.

– ¿Qué? -le preguntó Jill.

– Continúa. Tú te lo estás diciendo todo.

– Yo… -Jill apretó los labios. Bien, quizá fuera cierto que había reaccionado con demasiada vehemencia. Carraspeó y comenzó a colocar los papeles que había sobre su escritorio-. ¿Qué querías decirme sobre Slick Sam?

Mac sonrió.

– Creía que no me lo ibas a preguntar nunca. La última abogada a la que contrató, que también era una mujer muy atractiva, terminó dejándolo que se mudara a vivir con ella. Entonces, intentó aprovecharse de la hija adolescente de la abogada, le destrozó la casa y después se largó con su coche y todo el dinero que pudo robarle.

¿Mac pensaba que ella era atractiva? ¿Cuánto? ¿Podría preguntárselo?

De ninguna manera, se dijo, y se rió.

– Te agradezco el consejo, y me aseguraré de no estar en el despacho cuando él llame. Pero tengo que decir que estoy tentada a dejar a cualquier cliente que me robe el coche.

Capítulo 4

Aquella tarde, Jill llegó a casa a las cinco y le dio un beso en la mejilla a su tía.

– ¿Qué tal tu día de trabajo, cariño?

Jill pensó en Tina, en los peces y en la disputa del muro de cien años de antigüedad.

– Pues… no querrás saberlo.

– ¿Tan mal ha ido?

– Técnicamente hay muy poco de lo que pueda quejarme, así que no lo haré.

– Bueno. La cena estará lista en media hora. Tienes tiempo para cambiarte.

Jill abrazó a la mujer que siempre había estado allí cuando la había necesitado.

– Me encanta que cuides de mí, pero no he venido a invadir tu vida. Mañana mismo voy a empezar a buscar una casa para quedarme.

Bev sacudió la cabeza fuertemente.

– No te atrevas a hacerlo. Sé que no te vas a quedar para siempre en Los Lobos, así que quiero estar contigo durante el tiempo que estés aquí.

– ¿Estás segura? ¿No estoy estropeando tu vida social?

Bev miró al cielo resignadamente.

– Oh, por favor. Sabes que no salgo con nadie. Tengo que preocuparme por el don.

Ah, sí. El don. La conexión psíquica de Bev con el mundo, que le permitía ver el futuro. Tal y como su tía le había explicado muchas veces, el don conllevaba unas responsabilidades, como la de mantenerse pura… sexualmente.

– ¿Y nunca te cansas de estar sola? -le preguntó Jill, porque creyera o no creyera en el don de su tía, su tía vivía como si ella sí creyera en él.

Había habido muy pocos hombres en su vida, y no había tenido ninguna relación larga.

Bev sonrió.

– Mi sacrificio ha tenido recompensas. A lo largo de los años he ayudado a muchas personas, y eso es un sentimiento magnífico.

– El sexo también puede ser un sentimiento magnífico -dijo, y recordó su patética vida sexual con Lyle-. O eso dicen.

– Nosotros tomamos decisiones en nuestra vida. Y el mantenerme pura por mi don fue una de las mías.

Jill arqueó las cejas.

– Querrás decir casi pura -dijo, bromeando.

– Bueno, ha habido una o dos ocasiones en las que las cosas se me fueron de las manos un poco, pero como no fueron culpa mía, no cuentan.

Jill sonrió.

– Me gustan tus normas. Siempre me han gustado.

– Me alegro. Y ahora ve a cambiarte para la cena. Ah, Gracie llamó por teléfono hace una hora. Le di tu número del despacho. ¿Dio contigo antes de que salieras de allí?

– No -respondió Jill, desilusionada por haberse perdido la llamada-. Voy a llamarla ahora.

Subió a su habitación, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después llamó a Gracie, pero respondió el contestador automático de su amiga. Era una pena. Tenía ganas de hablar con Gracie. Ella siempre sabía cómo poner las cosas en la perspectiva adecuada.