Agarró un trozo de apio con queso de una bandeja y le pegó un sonoro mordisco. Había hecho bien en confiar en sus instintos. No había hecho más que jugar con ella. Si le hubiera dejado, habrían acabado en la habitación de algún hotel, habrían hecho el amor apasionadamente y él habría desaparecido a la mañana siguiente.
Tess suspiró. Esa era la historia de la vida de su hermana y no le gustaba. Pero, de algún modo, lo sucedido aquella noche hacía que comprendiera a Lucy. Era francamente difícil resistirse a los encantos de hombres como aquel.
Capítulo 2
Andrew Wyatt apoyó el hombro en el contenedor que había en la entrada de servicio del museo. La recepción había acabado hacía una hora, aproximadamente, y un amigo suyo de seguridad le había garantizado que todo el mundo que estuviera aún en el edificio tenía que salir por la puerta en la que se encontraba apostado.
No podía haberse marchado antes que él.
Drew se había pasado toda la fiesta esperando verla aparecer. Siempre que asomaba la cabeza, tenía la esperanza de que lo estuviera buscando a él. Pero la ilusión se desvanecía en cuanto volvía a desaparecer. Sólo hacía su trabajo, nada más.
Aquella mujer era realmente bonita. Había salido con un buen número de mujeres hermosas, pero ninguna era como Tess Ryan. Todo en ella era sencillez: desde su peinado, pasando por su vestido negro de cóctel y sus formas suaves y delicadas.
Eso era lo que necesitaba en aquel momento, después de haber decidido que quería una mujer en su vida.
A Drew no le habían interesado nunca las relaciones largas. Pero últimamente sentía que su vida estaba vacía. Había viajado por todo el mundo, había trabajado en proyectos increíbles, había tenido todas las oportunidades que cualquier arquitecto podría soñar. Profesionalmente, su vida era perfecta. Pero cuando regresaba a casa, sólo se encontraba el frío de unas paredes sin vida.
De pronto, había empezado a envidiar a esos hombres que tienen esposas y a quienes sus familia esperan a la mesa. Había recapacitado sobre aquello en sus viajes de vuelta desde Tokio y había tomado la decisión de buscar una esposa hacía dos meses.
El cambio, no obstante, no había sido tan brusco. Un año atrás ya se había decidido por un acuario del peces tropicales, que esperaba hubieran dado a la casa un toque de alegría, y que hubieran hecho sus regresos menos solitarios.
Pero los peces no eran grandes conversadores.
Así que se decidió por un perro: el mejor amigo del hombre: Eligió el chucho más feo que encontró, no un engreído y autosuficiente perro con pedigrí.
Pensó que así tendría un amigo más apreciativo. El perro, sin embargo, prefirió a los peces que a Drew.
Cuando éste, cansado de alimentar a un can que obviaba su presencia, optó por regalar los peces, Rufus se decidió por la televisión.
El único ser humano con quien Rufus se relacionaba era Elliot Cosgrove, el encargado de Drew.
Elliot cuidaba la casa de Drew cuando éste estaba de viaje. Y, por algún extraño motivo, el perro y él parecían compartir un lazo secreto que los unía de un modo que Drew no podía comprender. Sólo podía intuir lo que veían el uno en el otro: un hombre tímido, triste y solitario y un perro huérfano.
De no haber sido por su empeño en ganarse a Rufus, Drew habría acabado por regalárselo a Elliot.
Sin embargo, no estaba dispuesto a admitir que todas las relaciones de su vida fueran un fracaso. Si no podía, ni siquiera, hacer prosperar su relación con un perro, ¿cómo iba a conseguirlo con una mujer?
Todo el mundo esperaba que Andrew Wyatt se casara con alguna de las hijas de buena familia de la zona.
Pero aunque por sus trabajos tuviera que moverse en los círculos adinerados, no pertenecía a ellos. Tenía muy poco en común con sus clientes. Después de todo, el no era más que el hijo de un albañil y una profesora de matemáticas, nada de sangre azul en su familia.
Su amistad con gente como Marceline Lavery había sido buena en aquella ocasión, eso tenía que admitirlo, pues había podido conocer a Tess Ryan.
Había conseguido, además, el teléfono de Tess, fingiendo un interés profesional.
Si no aparecía por la puerta, podría llamarla en un par de días con la excusa de querer organizar una fiesta o algo similar. O, sencillamente, podría invitarla a salir.
Lo que tenía muy claro era su resolución de no dejar escapar a una mujer tan atractiva e interesante como Tess Ryan.
Y, después de todo, no podía rechazarlo. A ojos de la sociedad de Atlanta era uno de los solteros de oro. Siempre tenía una cola de pretendientes al trono que esperaban una mirada suya.
Pero no solía superar las segundas citas con ninguna de ellas. De hecho, hacía seis meses que no tenía, ni siquiera, una primera cita.
Drew oyó ruido de tacones sobre el suelo y vio aparecer una figura familiar.
– Deberías haber apostado, señorita Ryan.
Ella se sobresaltó y miró hacia la oscuridad de la que emergía la voz. Su sorpresa se tornó en sonrisa al verlo aparecer de entre las sombras.
– Te dije que nos volveríamos a ver.
– De haber sabido que estabas aquí, te habría puesto a trabajar. Ya he visto que eres bueno con la bandeja. Seguramente, también lo habrías sido con la escoba.
– Me gustaría acompañarte hasta tu coche -dijo Drew-. Y de camino trataría de convencerte para que te tomaras una última taza de café conmigo.
Lo miró extrañada, con una mezcla de desconcierto, placer y aprensión.
– ¿Me estás pidiendo que me tome un café contigo, ahora, esta noche?
– ¿Tienes otros planes? -preguntó él dulcemente-. Lo siento, supongo que estarás cansada… no debería haber asumido que…
– ¡No! -dijo Tess-. Simplemente, es que estoy sorprendida. No suelo salir mucho. Con este trabajo, me resulta difícil conocer a hombres. Este tipo de cosas suelen sucederle a mi hermana, no a mí. Ella siempre conoce hombres como tú.
Drew la agarró de la mano y se la enroscó al brazo. Sus dedos eran delicados y suaves. Habría deseado haberla podido observar con más detenimiento, haber podido descubrir que era lo que la hacía tan perfecta.
– ¿Hombres como yo? ¿Y cómo son los hombres como yo?
Lo miró de reojo.
– No estás casado, ¿verdad?
Drew dijo que no con la cabeza. La mirada inocente de aquellos grandes ojos verdes lo cautivó.
– ¿Tampoco tienes problemas psicológicos, ni has estado en el psiquiátrico? ¿No llevas ropa interior femenina?, ¿no te sientes atraído sexualmente por mis zapatos?
Drew volvió a decir que no.
– Entonces, eres el tipo de hombre que nunca encuentro -dijo Tess.
Él sonrió.
– Tal vez tu suerte acaba de cambiar -respondió.
Echaron a andar en dirección al aparcamiento, mientras charlaban amigablemente.
La verdad era que el final de fiesta empezaba a resultar bastante más prometedor que su desastroso principio.
Se detuvieron, por fin, junto a un BMW de color negro.
– ¡Maldita sea! -exclamó él-. Me han pinchado las ruedas delanteras y eran nuevas.
– Las de atrás también -dijo ella.
Drew rodeó el coche.
– ¡Están todas pinchadas!
Tess miró de un lado a otro.
– Tú coche es el único. ¿Por qué querría alguien hacerte esto? -preguntó preocupada.
Drew sacó el teléfono móvil y marcó un número.
– Estoy llamando al Club del automóvil. Ellos vendrán a recoger el coche. Luego podemos irnos en tu coche.
Espero unos segundos y pronto obtuvo respuesta.
– Sí, soy Andrew Wyatt -dijo, mientras sonreía a Tess.
Pero ella no le devolvió la sonrisa.
– ¿Andrew? -susurró-. Pensé que tu nombre era Drew.
La miró alarmado, ante el gesto de horror que ella acababa de poner.
– Drew es el diminutivo de Andrew -le explicó. Había pensado que ella sabía perfectamente quién era. Incluso había una foto de él en el recibidor de entrada, en el panel con las fotos de los miembros de la junta directiva. Por eso ella había actuado de un modo tan extraño. Ni siquiera sabía quién era.
Alguien le hizo una pregunta y él respondió.
– Sí, estoy en el aparcamiento del Museo de Arte de Clairmont. Me han pinchado las ruedas.
– ¿Eres arquitecto? -le preguntó Tess.
Él asintió, mientras escuchaba las instrucciones que le daba el operador del Club del automóvil.
Pero no dejaba de observar con extrañeza a Tess, cuyo cambio de actitud le resultaba incomprensible.
– Me tengo que ir -dijo ella sin más preámbulos y echó a andar mientras se justificaba-. Lo siento Acabo de recordar que tengo algo que hacer.
Drew frunció el ceño e hizo un amago de acercar se a ella.
– Espera. Sólo me llevará unos minutos.
– No -dijo Tess-. De verdad que tengo que irme cuanto antes. Gracias por la invitación… señor… Wyatt.
– ¡Tess, por favor, vuelve! ¿Qué ocurre?
– Nada -dijo ella-. Simplemente, que me tengo que ir. Que se lo pase bien.
– Te acompaño al coche.
– No, gracias.
Drew se apoyó sobre su BMW y vio cómo Tess desaparecía. Se frotó las sienes y trató de comprender algo.
No tenía sentido lo que acababa de suceder. Un segundo antes, Tess y él parecían disfrutar de su mutua compañía y, de repente, había desaparecido. ¿Qué había hecho mal? ¿Es que realmente provocaba ese efecto en todo el mundo?
Primero fue el pez. Luego el perro.
– Y ahora una mujer maravillosa -murmuró Drew-. ¿Cuál es mi problema?
– ¡No tiene por qué ser el mismo! -se dijo Tess una y cien veces en el recorrido desde el museo hasta su casa. Andrew era un nombre muy común. Podría haber cientos de arquitectos que se llamaran así. Claro que, Andrew Wyatt y rico, era demasiada coincidencia.
Sin embargo, su hermana había alabado con frecuencia sus ojos oscuros y su agujerillo en la barbilla. El Drew que Tess acababa de conocer tenía unos devastadores ojos azules y nada de hoyito en la barbilla.
– No es más que una coincidencia de nombre -murmuró Tess para sí. Levantó la vista y se encontró a Lucy delante de ella, con una inmensa sonrisa dibujada en la cara.
– ¡Lo hice! -le anunció orgullosa.
– ¿Hiciste qué?
– He sellado el final de mi relación con Andy Wyatt. He llamado a su oficina y me dijeron que estaba en el museo de arte, en una de esas fiestas benéficas. Así que me fui hasta allí y le pinché las cuatro ruedas. ¡Está tan estúpidamente obsesionado con ese maldito coche, que se lo merecía!
A Tess le dio un vuelco el corazón, al escuchar la confirmación de sus peores temores. ¡Era de esperar! El único hombre interesante que conocía en dos años y resultaba ser el sádico que acababa de abandonar a su hermana.
– ¡Me siento tan liberada! -decía alegremente Lucy, mientras corría alrededor de la mesa del comedor-. Me siento traviesa también, muy traviesa.
La estúpida carcajada que acompañó al comentario llenó todo el espacio.
Tess se frotó la frente. Trataba de encajar las piezas de aquel rompecabezas, pero le resultaba casi imposible. Drew Wyatt no parecía tan terrible como su hermana se lo había descrito. No podía ser. Quizás su hermana había malinterpretado sus motivos y sus acciones.
– Lucy, no me parece bien que…
– ¡Vamos Tess, no seas aguafiestas! Además, llamará rápidamente al Club del automóvil y le solucionarán el problema…
– ¡Lo que has hecho es un acto de vandalismo! -dijo Tess.
– No, yo creo que no. Sin embargo, echarle pintura a su coche si puede que se considere vandalismo.
Tess la miró boquiabierta.
– ¿Qué? ¿Has echado pintura en su coche?
Lucy miró su reloj.
– No, todavía no. Pero está a punto de ocurrir.
– ¿Qué… qué demonios quieres decir con eso de que está a punto de ocurrir?
Lucy agarró la mano de su hermana y la obligó a sentarse junto a ella en el sofá.
– Después de lo de las ruedas, me fui a su casa y le preparé otra sorpresa -dijo en voz baja, como para que nadie la oyera-. Puse un par de botes de pintura en los pilares de ladrillos que hay a los lados de la puerta de entrada. Até las asas de los botes de pintura con una cuerda. En cuanto las puertas se abran, la pintura caerá sobre su coche -Lucy abrazó efusivamente a su hermana-. ¡Ha sido fantástico! ¿Qué podemos hacer lo siguiente?
Tess se apartó de su hermana.
– ¡No vamos a hacer absolutamente nada. Has atentado contra la propiedad ajena y eso es un crimen!
– Ya lavará el coche después.
– ¿Has utilizado pintura de látex?
Su hermana frunció el ceño.
– ¿Qué es eso? Yo lo que he usado es la pintura esa que los jardineros utilizan en los muebles de jardín.
– ¡Eso no se limpia con agua! ¡Podrían arrestarte y llevarte a la cárcel! Y seguro que has dejado tus huellas dactilares por todas partes.
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