Kristi tiró de la cama de abajo y el gato cayó en el espacio entre el colchón y la pared. Cuando volvió a empujar la cama, pensó que el gato saldría disparado hacia un extremo, pero al parecer la pequeña alimaña encontró un nuevo escondite. Por mucho que moviera la cama, no podría desalojar al animal y Kristi no estaba dispuesta a sacar la cama y deslizarse en el estrecho hueco con un felino aterrorizado y sus afiladas garras.
– Por favor, gatito… -suspiró Kristi. No necesitaba aquello. No esa noche. Además, existía una maldita norma en la cláusula quinientos setenta y seis o así acerca de no tener mascotas en la propiedad. Estaba convencida de que Hiram podría recitar el capítulo y párrafo-. Vamos… -insistió, tratando de calmar con su voz al asustado felino.
No hubo suerte.
El gatito no se movía.
– De acuerdo… ¿qué me dices de esto? -Rebuscó en su alacena, encontró una lata de atún y la abrió. Al mirar por encima de su hombro, esperó ver una naricita o unos ojos curiosos o al menos una pata negra inspeccionando desde debajo de la cama.
Estaba equivocada.
Puso un par de cucharadas de atún en un pequeño plato y llenó por la mitad otro con agua, luego los colocó lo bastante cerca de la cama para atraer al gato, aunque lo suficientemente lejos para que Kristi pudiera cogerlo por la nuca y llevarlo afuera. Pero tendría que ser paciente. No era su especialidad.
Dispuso los platos sobre el suelo y retrocedió. Entonces esperó, observando el reloj digital del microondas mientras pasaban los minutos como si fuesen horas y la juerga seguía sonando en el exterior: gritos, bocinas, fuegos artificiales, pisadas en los porches inferiores, carcajadas, conversaciones.
En el interior, el gato seguía en sus trece. Probablemente petrificado por todo aquel ruido.
Perfecto, pensó Kristi, combatiendo un dolor de cabeza. Estaba hecha polvo. Los minutos pasaban y finalmente se rindió. No podría esperar toda la noche.
– Vale. Hazlo a tu manera. -Con el pijama ya puesto, cerró la puerta con llave, comprobó dos veces los pestillos de las ventanas y se metió en la cama. Crujía bajo su peso y pensó que seguramente oiría al gato escabullirse bajo el colchón, pero no podría ser. Había ruidos ahí fuera. Música y risas se filtraban desde el suelo. La pandilla de Mai Kwan que había vuelto del Watering Hole, sin duda, aunque su nuevo inquilino no llegó ni a asomar la nariz bajo la cama.
Aparentemente, el gato negro al que ya había decidido llamar Houdini, se había instalado para el resto de la noche.
– Es medianoche. ¡Vamos a celebrarlo! -insistió Olivia, y le ofreció a Bentz una copa de champán sin alcohol-. Este va a ser un año aún mejor.
– ¿Acaso podría ser peor? -Se retiró del escritorio en su casita de Cambrai. Desde que habían reparado las carreteras debido a las consecuencias del huracán Katrina, Olivia y él habían vivido allí, junto a su escuálido perro y a su escandaloso pájaro. También Kristi, de forma intermitente, se había quedado en el dormitorio de invitados del piso superior, en aquella casita que Olivia había heredado de su abuela. Sin embargo, Kristi siempre había estado inquieta en la pequeña cabaña sobre las aguas estancadas. De hecho, ella nunca se había sentido cómoda con él y su nueva esposa. Durante años habían estado solamente ellos dos, y aunque había fingido que Olivia le gustaba y que le encantaba la idea de que su padre ya no estuviera solo, de que finalmente se hubiera sobrepuesto a lo de la madre de Kristi, de que estuviera viviendo su propia vida, quedaba una parte de ella que aún no lo había aceptado por completo. Nada de ello había escapado a su ultraperspicaz esposa, pero Livvie prefería no hablar del tema. Una mujer lista. E increíblemente hermosa.
Desde que vivían allí, ambos habían tenido que desplazarse a diario hasta la ciudad, pero decidió que valía la pena, una vez que se acostumbró a ser vecino de caimanes, garzas y zarigüeyas. La distancia hasta la ciudad les daba, tanto a él como a Olivia, algo de paz mental, una prudente separación del caos que había sido Nueva Orleans.
Olivia aún tenía su tienda, El Tercer Ojo, justo en la plaza Jackson, donde vendía baratijas, artefactos y material New Age a los turistas. El almacén no había sufrido ningún daño grave, pero la plaza en sí había cambiado y el negocio del turismo tardó en volver. Los lectores del tarot y las estatuas humanas, incluso muchos de los músicos, lo dejaron tras las secuelas de la tormenta, cuando sus hogares fueron destruidos, e incluso ahora, las cosas iban despacio.
– No seas tan pesimista, Bentz -bromeó, y él cogió la bebida de mala gana y tocó el borde de la copa con la suya-. ¡Feliz Año Nuevo! -Los ojos de ella, del color del güisqui añejo, brillaban y sus rizos rubios colgaban sobre su rostro. Había envejecido un poco a lo largo de esos años, desde que se habían casado, pero las arrugas junto a las esquinas de sus ojos no la hacían perder su belleza; de hecho, ella insistía en que le aportaban carácter. Pero también había algo de tristeza en ella. Nunca habían sido capaces de procrear, y ahora Bentz no estaba realmente motivado. Kristi estaba casi en los treinta y un nuevo comienzo parecía innecesario, puede que incluso temerario. Jesús, él tendría sesenta cuando el niño terminase el instituto. Eso no parecía estar bien.
Excepto que Olivia deseaba un hijo.
Y sería una madre estupenda.
– No soy pesimista -corrigió mientras Peludo entraba correteando en la sala y subía de un salto al sillón reclinable de Bentz para observarlos a través del matorral de sus cejas-. Soy realista.
– Y el tipo de persona que ve el vaso medio vacío.
Él bebió un sorbo del insípido y espumoso zumo de fruta y lo sostuvo frente a la luz.
– Bueno, tengo razón. Está medio vacío.
– Y estás muerto de preocupación por Kristi.
– No creí que se me notase.
– Estás hecho una ruina desde que se marchó. -Olivia se sentó sobre su regazo, pasando un brazo alrededor de sus hombros y acercó su frente hacia la de él hasta que chocaron-. Va a estar perfectamente. Ya es adulta.
– Quien casi fue asesinada… tuvieron que darle dos descargas en el corazón. Casi estuvo legalmente muerta.
– Casi -enfatizó Olivia-. Sobrevivió. Es fuerte.
Bentz giró su cuello para calmar los nervios y respiró su perfume mientras Peludo gimoteaba desde el sillón cercano como si quisiera unirse a ellos en el enorme asiento.
– Tan solo me preocupa que no sea lo bastante fuerte.
– Tú eres su padre. Es lo bastante fuerte. -Bebió un largo trago de su copa y luego jugueteó con el tallo-. ¿Quieres que juguemos un poco?
– ¿Ahora?
– Claro. Tú serás el detective grande y duro, y yo seré…
– ¿La chiflada que puede leer la mente del asesino?
– Iba a decir una débil mujercita.
Bentz estaba dando un trago y casi se ahoga.
– Eso no me lo creo. -Sin embargo la besó, sintiendo el calor de los labios de ella moldeándose contra los suyos afectuosamente. Familiarmente. Eran viejos amantes que aún sentían esa chispa.
Su teléfono móvil vibró con fuerza, desplazándose sobre el escritorio.
– Maldita sea -susurró Olivia.
Él recogió el teléfono y miró la pantalla.
– Es Montoya -dijo-. No hay paz para los impíos.
– Lo comprobarás cuando vuelvas a casa -respondió ella mientras Bentz sonreía y se acercaba el aparato al oído.
– Soy Bentz.
– ¡Feliz Año Nuevo! -dijo Montoya.
– Lo mismo digo. -Sonaba como si Montoya ya estuviera conduciendo entre las calles de la ciudad.
– Tenemos un cuerpo junto a los muelles. Parece que alguna fiesta se desmadró. No está lejos del casino. Estaré allí en quince minutos.
– Estoy en camino -contestó Bentz, y sintió una punzada de remordimiento cuando contempló la decepción en los ojos de Olivia. Colgó y comenzó a dar explicaciones, pero ella le puso un dedo sobre los labios.
– Te estaré esperando -le aseguró-. Despiértame.
– Dalo por hecho.
Localizó su chaqueta, llaves, cartera y placa; luego, tras asegurarse de que Peludo permanecía en el interior, caminó hacia su camioneta, una vieja Jeep que siempre amenazaba con vender. Hasta el momento no había tenido el valor, ni tampoco el tiempo. Al ponerse tras el volante, oyó el familiar crujido de los asientos de cuero viejo mientras conducía el vehículo marcha atrás, pasando junto al turismo de Olivia. Después de poner el Jeep en primera, consiguió encontrar un paquete de chicles y abrir uno con sabor a frutas mientras llevaba el vehículo hasta el final de una larga calle y atravesaba un pequeño puente. Introdujo el chicle en su boca y aminoró al girar hacia la carretera de doble sentido que llevaba a la ciudad, entonces pisó el acelerador. Suponía que Olivia tenía razón; había estado fuera de sí. Preocupado. Tenía sus motivos, y todos ellos giraban en torno a su hija. Los troncos de los cipreses, palmeras y robles eran salpicados con la luz de sus faros mientras pensaba en Kristi.
Tan determinada y hermosa como Jennifer, su madre, Kristi había sido descrita como «indómita», «cabezota», «independiente hasta la saciedad» y «bomba de relojería», tanto por sus profesores de Los Ángeles, donde Jennifer y él habían vivido, como aquí, en Nueva Orleans. En verdad, ella le había aportado algo más que una buena parte de sus canas, pero se imaginaba que aquello era parte del proceso de paternidad, y que llegaría a su fin una vez que hubiese madurado y sentado la cabeza con su propia familia. Lo único era que, hasta ahora, eso no había ocurrido.
Dobló una esquina algo pasado de velocidad y sus neumáticos patinaron un poco. Un mapache, sobresaltado por el coche, se apresuró a esconderse bajo la maleza que bordeaba la autopista.
Kristi parecía tan lejos del matrimonio como siempre y, si estaba saliendo con alguien, guardaba celosamente la información para sí misma. En el instituto había salido con Jay McKnight, e incluso recibió un «anillo de precompromiso», o lo que diablos signifique eso; probablemente alguna especie de prenda previa al noviazgo.
Bentz resopló mientras escuchaba el crepitar de la emisora policial; el coordinador enviaba unidades a distintas áreas de la ciudad. Kristi alegó que había madurado más que Jay y rompió con él cuando asistió por primera vez al All Saints. Había encontrado a un tipo mayor en el colegio, un monitor llamado Brian Thomas, quien había resultado ser un inútil, un auténtico perdedor, según la hastiada opinión de Bentz. En fin, aquello también terminó mal.
Pisó el acelerador y se lanzó sobre la autovía, perdiéndose entre el escaso tráfico; la mayoría de vehículos circulaban veinte kilómetros por hora sobre el límite permitido hacia Crescent City.
Ahora, Jay McKnight había terminado sus estudios y un máster. Estuvo trabajando para el departamento de policía de Nueva Orleans en el laboratorio criminalista, y Bentz desafiaría a su hija a que siguiera pensando en Jay como un tipo aburrido o pueblerino. El hecho de que Jay iba a impartir una clase nocturna en el All Saints era una pequeña vuelta de tuerca. A lo mejor Kristi se encontraba con él.
Y a lo mejor alguien podía convencerlo para que vigilase a su hija…
Gimió para sus adentros. No le gustaba hacer cosas a espaldas de Kristi, pero no lo descartaba; no si eso significaba su seguridad. Ya casi la había perdido dos veces en sus veintisiete años; no era capaz de pasar otra vez por ello. Hasta que la policía de Baton Rouge no descubriese lo que estaba ocurriendo con las estudiantes desaparecidas, Bentz iba a tener que actuar.
Al salir de la autovía, se dirigió hacia los muelles. A la luz de la luna, las zonas diezmadas de la ciudad tenían un aspecto espeluznante y fatídico; coches abandonados, casas destruidas, calles que aún eran intransitables… Aquella parte de Nueva Orleans fue la peor parada cuando los diques cedieron, y Bentz se preguntaba si podría ser reconstruida. Incluso Montoya y su reciente esposa, Abby, habían tenido que abandonar su proyecto de reformar su hogar en la ciudad, dos casas adosadas que habían estado convirtiendo en una más grande. La casa, que había aguantado durante más de doscientos años, estaba en su fase final de reconstrucción cuando el viento y las inundaciones del Katrina barrieron la zona, destruyendo la, una vez venerable, propiedad. Montoya, más cabreado que nunca, viajaba desde la cabaña de Abby, en las afueras de la ciudad.
Todos estaban cansados. Necesitaban una tregua.
Se apresuró hacia la escena del crimen, donde dos unidades ya se encontraban en posición, con luces enfocando por los alrededores de una zona acordonada, en la que algunos agentes mantenían alejados a los mirones. El Mustang de Montoya estaba medio aparcado sobre la acera, y él, ataviado con su chaqueta de cuero preferida, se encontraba hablando con el oficial que había sido el primero en llegar a la escena.
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