Observó al doctor Grotto y trató de imaginarlo con Lucretia. Simplemente no encajaban. Grotto era lo bastante listo para ella, eso era evidente, pero desprendía una sexualidad innata embutido en sus desgastados vaqueros y su informal jersey negro. Lucretia era la empollona de las empollonas. No es que fuera poco atractiva, sino que socialmente estaba un paso por detrás, casi era presuntuosa en su pseudointelectualidad; pero claro, puede que fuera ese mismo aire de superioridad lo que le había atraído de ella.
Cosas más raras se han visto.
Kristi se reclinó en su asiento y escrutó a su nuevo profesor.
Como Ezma le había advertido, Grotto estaba definitivamente «buenísimo». ¿Estaría implicado en la desaparición de las alumnas? ¿El hombre que quizá había inspirado al culto vampírico que había atraído a Rylee?
Cuando Kristi condujo su coche hasta Baton Rouge por vez primera, las advertencias de su padre habían caído en saco roto, pero ahora que se encontraba allí, en el campus de All Saints, empezaba a pensar que podría existir algo de razón en los temores de Rick Bentz. Cuatro chicas habían desaparecido. Puede que estuviesen muertas. Todas habían asistido a la clase de Grotto sobre vampiros.
¿Una coincidencia?
Kristi no lo creía.
De hecho, pretendía averiguarlo. Empezaría llamando hoy a las familias, los amigos y los vecinos de las chicas, entre clases si era necesario. Algo les había ocurrido a las alumnas ausentes. Algo malo.
Kristi estaba dispuesta a averiguar lo que era.
Jay salió de la ducha y se secó con una toalla después de un fin de semana arrancando paneles de la pared y reparando las grietas en el yeso que había bajo la fachada de madera. Le dolían los músculos tras horas con cincel y martillo, pero la casa iba cogiendo forma. La mayor parte de la demolición casi había terminado. Tan solo le quedaba un poco de linóleo que quitar y entonces ya estaría listo para reconstruir. Se puso unos calzoncillos, unos pantalones claros y un jersey de algodón; después se encajó unos calcetines y sus zapatos mientras miraba su reloj. Quedaba menos de una hora para su primera clase. Con Kristi Bentz. No había recibido notas de renuncia por parte de nadie, por lo que esperaba verla.
Prepárate para lo peor, pensó; y luego se reprendió por ser tan infantil. Ahora ambos eran adultos. Habían salido juntos cuando eran adolescentes. ¿Y qué? El tiempo había seguido pasando y otras relaciones llegaron y se fueron.
Sonó el teléfono y reconoció el número de Gayle. ¿Qué demonios quería? ¿Y por qué ahora, justo cuando se estaba mentalizando para encontrarse con Kristi, tenía que hablar con ella? Estuvo a punto de no responder. Pero el pensar que realmente podría estar en problemas, que realmente podría necesitarlo, le hizo coger la llamada. El bueno de Jay.
– Hola -dijo sin preámbulos. Ambos disponían de servicio de identificación de llamadas.
– Hola, Jay; ¿cómo estás? -preguntó con aquel dulce y suave acento que una vez había encontrado tan intrigante.
Era una diseñadora de interiores que adoraba las antigüedades y la arquitectura de Nueva Orleans; había crecido en Atlanta, y era la única hija de un juez y su esposa. A Jay le resultó culta, lista, hermosa y divertida. Hasta que empezaron en serio. Fue entonces cuando reconoció su fuerte, inflexible y obsesiva atención a los detalles. ¿Cuántas veces había insistido en que su corbata no hacía juego con la camisa y chaqueta, que sus zapatos estaban pasados de moda o que sus vaqueros estaban demasiado roídos para ser considerados modernos, «cariño»? También su mal humor iba demasiado lejos. ¿Qué le pasaba a su personalidad para que siempre tuviera que escoger mujeres cabezotas e insolentes que podían explotar a cada minuto? Durante un segundo, pensó en Kristi Bentz. ¡Para que hablen de mal humor! El de Kristi era prácticamente legendario. Jay pensaba que su mal criterio para las mujeres era uno de sus peores defectos.
– Estoy bien, Gayle -respondió, comprendiendo que ella estaba esperando una reacción. Esa noche no tenía tiempo para cordialidades-. ¿Y tú?
– Estoy bien, supongo.
– Bien, bien. -Se encontraba cogiendo las llaves y la cartera, asegurándose de que llevaba todo lo necesario. Su mirada revoloteó por el interior de la cabaña para asegurarse de que dejaba todo en orden.
– Pero tengo que serte sincera. A veces me siento sola. A veces te echo de menos -confesó Gayle, devolviendo su atención a la conversación telefónica.
Se le encogió el estómago.
– Creía que estabas saliendo con alguien; un abogado, ¿no? ¿Era Manny o Michael o algo así?
Ella vaciló antes de contestar.
– Es Martin. Pero no es lo mismo.
– Nada lo es. Siempre es diferente; a veces incluso mejor, otras veces peor. -¿Por qué diablos estaba siquiera manteniendo aquella conversación?
– Sé que esta es la noche de tu primera clase y quería desearte suerte -le dijo como si supiera que lo estaba presionando demasiado.
Sí, claro.
– Gracias.
– Lo harás muy bien.
Esa mujer sabía alimentar su ego.
– Eso espero.
– Créeme, a esos críos les va a encantar todo ese rollo tan macabro de los forenses.
– ¿Ah, sí?-Miró su reloj. Hora de marcharse. ¿Dónde demonios estaba la correa? No quería llevar a Bruno a ningún sitio sin ella. Oh, puede que en la camioneta.
– Oh, claro, cariño. Te he oído hablar. ¿Sabes? Me preguntaba…
Aquí está, la verdadera razón de su llamada.
– Sé que pasas la mayoría de los fines de semana allí, en la casa de tus primas, pero cuando vuelvas a la ciudad, llámame. Me encantaría salir a tomar una copa de vino o a cenar o algo así… Ya sabes, sin ataduras.
Era la parte de las ataduras la que no se creía.
– Dudo que tenga tiempo antes de que acabe el trimestre -contestó-. Ando muy liado.
– Lo sé, Jay. Siempre lo estás. Así es como lo prefiero.
De nuevo un cuento chino. Le gustaba tener a un hombre a quien poder dar órdenes. Ahí era donde empezaban y terminaban la mayoría de sus problemas-. Escucha, Gayle; tengo prisa. Cuídate.
– Tú también -susurró ella; y Jay colgó y llamó al perro con un silbido. No estaba dispuesto a caer en la trampa de quedar con Gayle Hall otra vez. Nunca más. Había aprendido la lección, y tenía la cicatriz sobre su ceja para demostrarlo.
Comprobó por dos veces la cerradura de la puerta de atrás, y luego reunió sus apuntes y los introdujo en su sufrido maletín. También llevaba muestras en su interior. Ejemplos de pruebas que compartiría con su clase. La ciencia forense había adquirido importancia desde la emisión de los capítulos de C. S. I. en sus distintas versiones en televisión, y Jay pensaba que parte de su trabajo era señalar la diferencia entre la ficción y los hechos; entre desarrollar un episodio de cuarenta y tantos minutos, y realizar todo el trabajo de preparación y de laboratorio que requería horas y horas en la vida real. Incluso los programas de Tribunal TV eran de alguna forma confusos en cuanto a los días, semanas, meses e incluso años de trabajo policial resumidos en menos de una hora. Aunque los detectives y criminalistas y hasta los patrocinadores recordaban al espectador el tiempo que pasaba, el caso siempre se resolvía en una hora, incluyendo los anuncios. Todo era parte del corto espacio de rapidez de respuesta/acción/reacción en los programas de televisión que los espectadores habían llegado a esperar.
Si tan solo supieran la verdad acerca de los fastuosos laboratorios criminalistas de televisión, que podían conseguir la respuesta a una muestra de adn casi instantáneamente. Extraían fluido corporal, introducían una muestra de dicho fluido en un tubo de ensayo, encendían un interruptor para que girase una centrifugadora, y voilá, resultados de adn. En realidad, llevaba semanas y meses completar el proceso, y luego estaba el asunto de todas las pruebas que habían sido destruidas por el huracán. No solamente pruebas que podían condenar a un criminal, sino pruebas que podrían exculpar a un hombre inocente. O mujer. Se ponía enfermo de pensarlo.
Cerró la puerta principal después de salir, silbó al perro y luego, con Bruno pegado a sus suelas, caminó rápidamente hacia la camioneta. La lluvia que había castigado esa parte de Luisiana durante todo el día, había cesado, dejando la tierra mojada y el aire pesado, con una espesa niebla que parecía elevarse hasta las esqueléticas y blanquecinas ramas de los cipreses.
Era una noche perfecta para presentar la asignatura del homicidio.
Emergiendo fácilmente de la piscina, Vlad permaneció en el borde de las trémulas profundidades y sintió como el agua refrescaba su piel. El foco bajo la superficie del agua y el monitor de su pequeño ordenador proporcionaban la única iluminación en su refugio especial. Adoraba el ósculo del aire frío contra su húmeda carne, pero disponía de poco tiempo para saborearlo. Tenía mucho por hacer.
Y un problema que lo atormentaba. Había intentado ignorarlo, había pasado meses diciéndose a sí mismo que no tenía importancia, pero cada día que pasaba, se sentía un poco más irritado, un poco más obligado a corregir su estúpido error.
Había esperado que el atrapar a la última chica lo hubiera calmado, pero no fue así. No por completo. A pesar de que la sumisión y muerte final de Rylee lo emocionó, el hecho de haber fallado le corroía. Lo distraía. Incluso ahora, se encontraba mordiéndose las uñas y escupiéndolas en la piscina; luego se obligó a dejar aquella desagradable costumbre que padecía desde su infancia, cuando estaba seguro de que su padre regresaría, descubriría que se había metido en problemas y lo encerraría en el viejo retrete.
Ante ese pensamiento se le revolvió el estómago, así que desterró todas las imágenes de su infancia. Después de todo, el viejo se había llevado lo suyo, ¿verdad?
Vlad sonrió al recordar las ensangrentadas púas de la horca en el extraño accidente de granja de su padre. Había pasado horas relatando el horror de encontrar a su padre en el suelo del granero; cómo el viejo había caído desde la planta superior y sobre un fardo roto donde habían dejado la horca. Vlad había admitido que dejó la herramienta donde no debía estar. Y si la horca no hubiera atravesado la arteria femoral, cómo su padre podría haber sobrevivido. En cambio, el viejo había yacido sobre la horca como una tortuga sobre su espalda, con la pelvis destrozada, sin que nadie oyera sus gritos hasta que Vlad regresó de la casa del vecino para encontrar al hombre que le había criado en un charco de sangre coagulada. Qué desafortunado había sido que aquel fin de semana su madre se encontrara fuera, visitando a su hermana.
Pero la muerte del viejo no podía remediar la situación actual.
Vlad se enorgullecía de su perfeccionismo, y el hecho de haber cometido un error lo molestaba.
Caminó hasta el extremo más alejado de la piscina, hasta el interior de un pequeño hueco donde aún había un grupo de taquillas metálicas. Estaban vacías salvo la que reservaba para sus tesoros, aquellos que conservaba confinados. Hábilmente, en la penumbra, envuelto en el olor del cloro que había añadido, marcó la combinación de la cerradura y abrió la puerta oxidada.
En el interior, había varias filas de pequeños ganchos negros. Tres, en la fila superior, reservados para la élite, los que consideraba superiores, estaban marcados con el nombre de su propietaria, y sostenían un collar de oro del que colgaba un diminuto vial. Cuidadosamente, extrajo una de las cadenas de oro y la sostuvo a la luz para poder ver el profundo color rojo a través del cristal… igual que un vino caro, pensó. Con suavidad, desenroscó la tapa del vial y lo sostuvo bajo su nariz. Inhaló el dulce y cobrizo aroma de la sangre de Monique. Cerró los ojos y recordó cómo se había resistido. Como la atleta que era, combatió los efectos de las drogas y, al sujetarla, había llegado a escupirle en la cara.
Él se había reído y lo había introducido en su boca con la lengua, y fue entonces cuando pudo ver su miedo. No era por sujetarle las muñecas o inmovilizar su peso con las piernas, sino que disfrutaba de sus ansias de lucha, y eso la asustaba hasta el extremo.
Había visto la dilatación de sus pupilas, lo notó en la agitación de su pecho mientras la sujetaba, esperando que el cóctel que se había tomado le hiciera efecto por completo. Había sido testigo de sus intentos de lucha sobre el escenario, antes de sucumbir definitivamente ante él. Había sospechado que resultaría difícil, una luchadora. Y ella no lo había decepcionado.
La suya no fue una vida entregada fácilmente.
Al pensar ahora en Monique, se relamió los labios. Extraer su sangre había sido exquisito; contemplar su respiración volviéndose débil y vacía, ver su piel palidecer, sentir sus latidos ralentizarse y finalmente detenerse por completo, y luego mirarla a los ojos, abiertos y sin vida…
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