Si al menos hubiese traído su bicicleta de casa, la de quince velocidades que compró después de perder su bici de carreras en el huracán, pensó mientras sus pies golpeteaban los escalones al bajar; atajó por un callejón y se apresuró a lo largo de la calle que separaba el edificio de apartamentos del campus. Una vez que atravesó las enormes cancelas, se dirigió al pabellón Knauss, el cual era utilizado primordialmente para el departamento de Biología, pero que ahora albergaba la nueva sección de Criminología.
Rezó en silencio para que Jay McKnight no fuese su profesor. De haber un cambio en los profesores, seguramente alguien se lo habría comunicado, ¿verdad?
Nada de eso. Te matriculas en una asignatura; la secretaría u ordenador del colegio decide dónde acabas.
– Que no sea Jay -dijo en voz alta, y luego se sintió estúpida, como si tuviese catorce años en lugar de veintisiete. Tranquilízate, Kristi. Puedes con ello. Con lo que sea.
– Lo sabes, Baton Rouge no es tu jurisdicción -le advirtió Olivia al adentrarse en la habitación de invitados de su cabaña.
Bentz había dispuesto su ordenador portátil sobre una mesa plegable, en la habitación que Kristi había ocupado mientras vivía allí. El improvisado escritorio no era gran cosa, aunque él desarrollaba la mayor parte de su trabajo en la comisaría. Ahora se encontraba encorvado sobre la pequeña computadora.
Al mirar sobre su hombro descubrió a su mujer, inclinada sobre el umbral de la puerta, con uno de sus hombros apoyado contra el marco mientras sostenía una taza de té en sus manos. Aunque sus labios se torcieron con una sonrisa, lo examinaba con seriedad en sus ojos, que parecían atravesar su cuerpo hasta llegar al mismísimo fondo de su alma.
– ¿Cómo sabes lo que estoy mirando?
– Tengo poderes, ¿recuerdas?
Lo recordaba. Cuando la conoció por primera vez, pensó que era una auténtica chiflada. Ella había aparecido en la comisaría, vociferando acerca de que veía asesinatos mientras eran cometidos, y él no la creyó. Al principio. No había querido creer que aquella mujer de cabello rubio y ojos dorados podía leer la mente de un despiadado asesino. Pero ella demostró que se equivocaba. Todavía se sentía mal por dentro al saber lo que ella experimentó mientras contemplaba el más macabro y brutal de los crímenes.
– Tan solo tuviste poderes en un caso -le recordó-. Desde aquella vez has demostrado ser prácticamente inútil.
– Oooh, un golpe bajo, Bentz -espetó ella, pero riéndose entre dientes-. Pues vale, te estoy mintiendo sobre mi capacidad de leer tu mente, pero te conozco, detective, y sé cómo piensas. -Entró en la habitación y apoyó su trasero menudo y prieto contra el brazo de una silla acolchada, que fue impulsada hacia un rincón, frente a una cama doble con sábanas color azul agua-. Estás preocupado por Kristi.
– No hace falta tener percepción extrasensorial para saber eso.
– Pero es debido a las chicas desaparecidas, y de ahí mi advertencia de que Baton Rouge no es tu jurisdicción.
– Lo sé. ¿Pero a quién le importan las líneas de un mapa cuando unas chicas han desaparecido?
– Sí, claro, como si estuvieras encantado de que alguien llegase de otra jurisdicción y empezara a meter las narices en tus casos. Reconócelo, Bentz, no te gusta cuando aparece el fbi, y ni siquiera consideras compartir tus casos con algunos de tus propios hombres. No sé cuántas veces te has quejado de Brinkman.
– Es un pesado.
– Hmm… ese no te lo discuto -concedió, remojando la bolsita de té en la humeante agua de su taza. Un aroma a jazmín llegó hasta Bentz mientras miraba fijamente las imágenes de la pantalla; eran fotografías de las chicas desaparecidas.
– Puede que Brinkman nos deje.
– ¿De verdad? -Levantó su mirada de la bolsita de té, dejándola reposar.
– Por la tormenta.
– Ya han pasado dos años.
– Él vivía en la parte baja del distrito noveno, también tenía un par de casas en alquiler allí. Todo perdido. Sus padres vivían en una. Se marcharon de allí -le explicó, sin añadir que sus gatos no lo hicieron. Se escondieron durante la tormenta y, cuando llegó el equipo de rescate, no pudieron encontrarlos. Unas semanas más tarde, cuando las aguas habían retrocedido, Brinkman regresó al hogar de su familia y encontró la casa marcada con una «X» por los buscadores. La otra nota tan solo decía: «Dos gatos muertos en el interior». Brinkman tuvo que hacerse cargo de los cuerpos de los animales e informar a su madre. Desde entonces, tuvo que despedirse de sus padres, que ahora vivían en Austin, y también él hablaba de salir por pies.
– Qué mal.
– Sí. De forma que no voy a permitir que unas líneas trazadas por el Gobierno me impidan investigar las desapariciones en mi tiempo libre. El deber me llama en la comisaría de Baton Rouge.
– Porque no tienes bastantes cosas que hacer. -Sacó la bolsita de la taza y la dejó caer, goteante, en una papelera cercana.
– He dicho que sería en mi tiempo libre.
– Un tiempo que podrías pasar con tu familia.
– Kristi es mi familia.
– Estaba hablando de mí -espetó.
Bentz sonrió.
– Ya lo sé.
– Podría ponerme mi salto de cama más sexi y… -dijo tras dar un sorbo de té, dejando que su voz se diluyera. Bentz arqueó una ceja. -¿Te interesa?
– Siempre. Pero no necesitas un salto de cama -gruñó él apartando su silla de la mesa plegable.
– ¿No? -Ella lo miró sobre el borde de su taza.
– Pierdes el tiempo. -Cogió la taza de sus manos y la puso sobre el alféizar de la ventana. -Así que dime, señora Bentz, ¿es esto un intento de seducción debido a que estás tan caliente que no puedes pensar con claridad, o porque estás en el momento del mes adecuado para quedarte embarazada?
– Puede que una mezcla de ambas -admitió ella, y resultó ser como una ducha de agua fría.
– Ya te lo he dicho… no creo que desee tener otro hijo.
– Y yo ya te he dicho que necesito un bebé.
El apoyó su cabeza contra la de ella y contempló la desesperación en sus ojos. Le daría cualquier cosa. Excepto eso…
– Ser el hijo de un poli no es cosa fácil.
– Tampoco lo es ser su mujer. Pero merece la pena. Por favor, Rick, no nos preocupemos por esto, ¿vale? Si ocurre, pues que ocurra; y si no, entonces ya veremos.
– ¿Qué quieres decir?
– Quiero decir que no nos preocupemos por eso ahora.
Él la abrazó con más fuerza contra sí, sintiendo su cálido cuerpo estrecharse contra el suyo. Por lo que él sabía, nunca había educado a ningún hijo. No biológicamente. La madre de Kristi, Jennifer, se la había pegado. Simple y llanamente. Y se había quedado embarazada. Aquello pudo haber sido el final, ya que Jennifer le había confesado que el bebé de sus entrañas no era suyo en el octavo mes de gestación. Pero Bentz le echó un vistazo a Kristi unos segundos después de haber nacido y reclamó al bebé como suyo. Incluso ahora, veintisiete años más tarde, recordaba el momento en el que ella había venido al mundo, el momento que había cambiado su vida para siempre.
A partir de entonces, ni Jennifer ni ninguna otra se había quedado embarazada por su culpa, ya fuese por accidente o por un extraordinario control menstrual. Él jamás se había hecho pruebas, no se había preocupado de ello. Nunca había sentido la necesidad de tener otro hijo, pero ahora Lyvvie deseaba un bebé, cuando él estaba cerca de los cincuenta años. Si se quedara embarazada ahora, Bentz sería un setentón cuando el chaval terminase el instituto. Si no lo mataban antes en acto de servicio.
¿Era eso justo para el niño?
Su mujer se apoyó en las puntas de los pies y lo besó. Sabía a jazmín y a desesperación y, maldita sea, le dio lo que quería. Como siempre.
Kristi atravesó el campus.
El aire era denso. Pesado. Una niebla incipiente se elevaba desde la tierra mojada. No estaba sola. También otros estudiantes caminaban en una u otra dirección, atajando a través del complejo. Pasaban junto a ella en bicicleta, monopatines o a pie; grupos de chavales hablando, estudiantes solitarios que se apresuraban hacia los distintos edificios antiguos que constituían el colegio All Saints.
Era extraño estar de vuelta.
La mayoría de los no graduados eran casi diez años más jóvenes que ella. También había graduados, por supuesto, en número mucho más reducido, y unos pocos adultos que habían regresado al colegio cumplida la treintena, o incluso más. Aunque el campus, con sus enredaderas, sus edificios de cien años o más, y sus terrenos adecuadamente cuidados, parecía no haber cambiado, la sensación de estar en All Saints era muy diferente de su año de novata.
En la biblioteca, cambió de dirección, alejándose del corazón del colegio, ya que el pabellón Knauss se encontraba en el borde del campus, no muy lejos de las grandes y viejas mansiones que habían sido convertidas en hermandades masculinas y femeninas. Apresurándose al caer la noche, miró hacia la estrecha calle flanqueada por árboles y con casas de tipo colonial. Su mirada cayó sobre una mansión blanca con pilares de estilo plantación, hogar de los Delta Gamma, una hermandad femenina a la que había pertenecido todos aquellos años ante la insistencia de su padre; aunque todo ese rollo griego nunca había funcionado con ella. A día de hoy no tenía idea de qué hacía siquiera una de sus hermanas, y tampoco le importaba. Mientras estuvo allí, nunca se había sentido como una Delta Gamma. Rick Bentz no solo había insistido en que se uniera a lo que ella más tarde se referiría como «el convento», sino que, marcando las normas, la obligó a apuntarse a clases de taekwondo, y también le enseñó todo sobre el uso y seguridad de las armas de fuego. Aunque el asunto de la hermandad no funcionó, había obtenido un cinturón negro en el arte marcial de su elección. Además, sabía lo suyo acerca de las armas y era una tiradora decente.
Percibió un coche avanzando por la calle, a poca velocidad, como si el conductor estuviera buscando algo, o a alguien. Se le erizó el vello de la nuca. Escudriñó en la oscuridad, incapaz de reconocer al conductor.
Lo más probable era que no tuviese importancia. Seguramente se había perdido y buscaba una dirección, decidió; aunque todo lo que se había hablado acerca de chicas desaparecidas y de la posibilidad de un crimen le hizo sospechar un poco.
¡Puede que finalmente se te haya pegado algo de la paranoia de tu padre!
El destello de los faros del coche alcanzó a Kristi y el vehículo aminoró aún más, con un crujido de neumáticos. La baja niebla se elevó sobre los borrosos cristales, haciendo más difícil la tarea de vislumbrar quién estaba detrás del volante. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Había alguien en el asiento del copiloto?
Las campanas de la iglesia anunciaron la hora, con tañidos que resonaban recordándole su deber.
– Joder -susurró. ¡Otra vez tarde!
Aceleró el paso, dejando atrás al pausado vehículo y a su misterioso conductor. Corriendo apresuradamente por la calzada, atajó a través del césped y de la línea de árboles a lo largo del edificio de ladrillo y piedra que albergaba los laboratorios de ciencias.
Oyó al coche recuperar velocidad, y luego volver a aminorar, hasta el punto en que el motor tan solo ronroneaba. Kristi miró por encima del hombro, aún incapaz de discernir quién ocupaba el sombrío vehículo. Deseó estar lo bastante cerca para poder ver el número de la matrícula. Todo lo que pudo ver fue que se trataba de un oscuro turismo, probablemente un Chevrolet, pero no podía estar segura.
¿Y qué? Un coche que va despacio. Vaya una cosa. ¿Qué más da que sea un Ford, un Chevrolet o un jodido Lamborghini? No le hagas caso.
Tenía un problema más acuciante: existía la posibilidad de que su novio del instituto, al que ella había dejado tan bruscamente, fuera su profesor.
Con un gruñido interior, Kristi se apresuró por los escalones del edificio cubierto de enredaderas y abrió de golpe una pesada puerta de cristal.
Otro estudiante pasó rápidamente junto a ella, y reconoció a Hiram Calloway al cruzarse. Estuvo a punto de decir algo, porque tenía la sensación de que el chico la estuviera siguiendo. Cuando había necesitado su ayuda con el edificio de apartamentos no pudo convencerlo de que salvara su vida. Pero ahora que ella empezaba las clases, se topaba con él en cuanto se daba la vuelta por el campus. Tenía el mal presentimiento de que, también él, estuviese matriculado en la clase nocturna de los lunes con la profesora Monroe… Jesús, ¿es que los chicos no planificaban su calendario para poder quedarse en casa los lunes para ver el fútbol?
Dejó que llegase antes a clase para poder evitar sentarse junto a él.
Mientras las puertas se cerraban detrás de ella, Kristi se dirigió hacia el rellano, donde el aroma de un limpiador con esencia de pino no podía encubrir el olor a formaldehído que atravesaba los pasillos. Muchas de las baldosas del suelo estaban agrietadas, y las paredes de color verde claro se habían cubierto de mugre con el paso del tiempo. Las escaleras también parecían ajadas; la barandilla lucía el desgaste de cientos de manos.
"Almas perdidas" отзывы
Отзывы читателей о книге "Almas perdidas". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Almas perdidas" друзьям в соцсетях.