«¿Kristi?», llamó Rick Bentz mientras la buscaba con la mirada. «Oye…» Dejó sus llaves, su cartera y su placa sobre la mesita del recibidor, miró hacia el televisor, que mostraba un canal de deportes. Como si alguna vez le hubiera interesado un campeonato de golf. ¡Por Dios!

«Hola», saludó ella efusivamente, con más entusiasmo del que jamás había mostrado al saludarlo. Kristi sabía que su cara estaba roja, su pelo sudoroso y la culpa escrita en toda su expresión, pero fingió que no pasaba nada y que su padre, un detective que se había pasado la vida siendo suspicaz y que era un experto en descubrir cuando alguien estaba mintiendo, no había notado nada fuera de lo normal.

«¿Qué ocurre?», preguntó sin desconfiar aún.

En ese momento, Jay tiró de la cadena del baño con fuerza, dejó caer un poco de agua en el lavabo y salió del cuarto de baño. Él también estaba colorado y su labio inferior estaba descolorido, con una oscura mancha de sangre visible donde ella le había mordido. Kristi deseó salir corriendo por la puerta y desaparecer.

«Hola, detective», saludó Jay y alcanzó su chaqueta, la cual había estado todo el tiempo colgada sobre el respaldo del sofá. «Tengo que irme. El trabajo».

«Buena idea», respondió Rick Bentz, mirándolo con desconfianza. «¿Sabes? Hay una regla en mi casa. Una que mi hija, al parecer, ha olvidado, así que te la contaré. Es arcaica, lo sé, pero corta y eficaz. No puede haber chicos en esta casa cuando yo no estoy». Miró a Jay y después a Kristi.

«Lo siento. Tan solo la he traído a casa».

«¿Para acabar con el labio partido?»

«Sí. Kristi puede explicárselo», respondió Jay mientras le lanzaba una mirada. «Buenas noches, Kristi. Buenas noches, detective Bentz». Y entonces la dejó discutiendo con su padre, en medio de «la charla» en la que su padre le preguntó si tenía que pedirle una cita con un médico; si necesitaba tomar la píldora, o si tenía que ser él quien le comprase los condones. Ella le explicó lo de la pelea, lo de morderlo para recuperar el control, y su padre explotó, diciéndole que ella lo estaba animando, que los chicos no poseen ningún control, que se estaba buscando problemas.

«Pues vamos a sincerarnos del todo, papá», declaró Kristi, furiosa. «Para tu información, y no es que sea de tu incumbencia, estoy bien. No necesito píldoras ni nada de eso aún, y cuando lo haga, créeme, yo me ocuparé de ello. Por mí misma».

Y lo hizo. Seis meses más tarde.

Así que ahora, allí estaba, en mitad de la noche, rechazando un paseo con Jay McKnight, el muchacho a quien había entregado su virginidad, y al que luego despreció. El muchacho que ahora era un hombre y su profesor de universidad.

– Te veré la próxima semana -le dijo, y se apartó de la camioneta.

– Me sentiría mejor si me dejaras acompañarte.

Le ofreció media sonrisa mientras sacudía la cabeza.

– Puedo cuidar de mí misma -contestó, repitiendo una vez más aquella frase de hace tanto tiempo, después se giró sobre el tacón de una bota y se dirigió hacia la zona de fraternidades y la casa Wagner.

– Llámame al móvil si necesitas algo -exclamó Jay a su espalda, y recitó su número. Kristi levantó un brazo, pero no se volvió mientras ponía rumbo a la biblioteca. Desde allí, atajó hasta la verja junto a su edificio de apartamentos, consciente de que estaba memorizando su número en contra de su voluntad. No necesitaba a Jay en su vida.

No miró detrás de ella, pero oyó el ruido del motor de una camioneta, luego la puesta en marcha. Bueno. Había aclarado las cosas con Jay y se sentía bien por ello.

Un segundo después, oyó la camioneta saliendo del aparcamiento; ella estaba de camino, apresurándose a través del oscuro campus, sintiendo como el viento tiraba de su pelo.

Había unos pocos estudiantes afuera, pero no muchos, y las sombras entre las farolas de seguridad eran densas y tenebrosas, y parecían cambiar con el movimiento de las ramas y los giros del viento. La lluvia había parado un poco durante las últimas tres horas, pero el olor a tierra mojada estaba muy presente en el aire; la hierba estaba cubierta de una humedad que brillaba bajo la luz de la luna.

Kristi giró hacia el otro lado del campus, hasta la verja junto a su edificio de apartamentos. Atajó por detrás de la casa Wagner y percibió un movimiento… algo fuera de lo normal. Unas luces rojas se encendieron en su mente y abrió el bolso por un lado, su mano se deslizó en el interior del bolsillo donde guardaba su espray de pimienta.

No seas estúpida, se dijo a sí misma, probablemente no sea más que un perro.

Pero notaba un sudor nervioso concentrándose en la base de su columna. No era mucho lo que podía ver, ni lo que no podía. Se movió con rapidez, en alerta, con el bote de espray agarrado con fuerza. Odiaba ser tan enclenque. Lo odiaba. Había trabajado duro para ser observadora, para prestar atención a su alrededor, para confiar en sus instintos, y había sido entrenada en defensa personal para no tener que depender de nadie, salvo de ella misma.

Pero no había motivos para ser temeraria.

Pensó en la extraña impresión que le había causado aquel coche oscuro que avanzaba por la calle antes de clase, y la sensación tan habitual de estar siendo observada, vigilada por ojos invisibles.

Era el resultado de toda su investigación sobre las chicas desaparecidas. Las inquietantes conversaciones que había mantenido con sus familias, gente a la que verdaderamente no les importaban, estaban mellando en su psique.

Examinó los oscurecidos matorrales al doblar una esquina y atravesar el complejo. Una persona con una oscura chaqueta de capucha caminaba hacia ella. Kristi se puso nerviosa, sus músculos se tensaron de repente, sus sentidos se aguzaron sobre la silueta que se acercaba.

Hasta que se dio cuenta de que la persona que se aproximaba a ella era una mujer. Una mujer pequeña.

Kristi dejó escapar un suspiro cuando se cruzaban. Pudo percibir un rostro en la oscura capucha y reconoció a Ariel, quien, al mirar a Kristi, se apartó un paso.

Kristi estuvo a punto de decir algo cuando Ariel la miró directamente y, en ese instante, todo el color desapareció del rostro de Ariel, su tez se volvió cenicienta, su expresión se disolvió en sombras grisáceas. ¿Era un efecto de la luz? ¿El brillo plateado de una luna cubierta de nubes? ¿El resplandor de las incandescentes farolas de seguridad, que parpadeaban en la niebla?

– ¿Ariel? -preguntó, dándose la vuelta, pero la chica se había dirigido a un camino de ladrillo junto a los comedores y desapareció en las tinieblas.

Pero aquella pérdida de color… tan parecida a la visión de su padre… El corazón de Kristi latía con fuerza.

Sintió con una fría certeza que Ariel estaba condenada.

Capítulo 9

– ¡Idiota! -murmuró Jay en voz baja, mortificándose mientras conducía a través de las calles vacías que rodeaban el campus. Bruno emitió un suave ladrido, con el hocico en la rendija de la ventanilla, disfrutando de los olores de la noche.

Jay encendió la radio, esperando que el sonido de las Dixie Chicks alejara cualquier pensamiento sobre Kristi. En cambio, la canción acerca de hacer las paces con un ex novio tan solo le hizo agarrar el volante con más fuerza. Había mantenido la frialdad durante la clase, y también después, cuando ella le había alcanzado para enderezar las cosas y aclararlo todo entre ellos, pero algo había salido mal. Al menos para él. Tan testaruda e imprudente como era, y aún seguía pareciéndole jodidamente fascinante.

Era una enfermedad.

Como un suicidio de su alma.

– Estúpido, estúpido, estúpido -refunfuñó, y cambió de emisora hasta llegar a una local donde el doctor Sam, un psicólogo radiofónico, se encontraba dando consejo a los despechados o confundidos en un programa especial de extendido. Se imaginó que debía de haber un montón de chiflados en lo más crudo del invierno. Volvió a apagar la radio mientras conectaba los limpiaparabrisas para despejar la niebla que se había acumulado. No llovía, pero la niebla era espesa y se preguntó si debería haber insistido en acompañar a casa a Kristi.

¿Cómo? ¿Obligándola por la fuerza? Tú te ofreciste. Ella lo rechazó. No quería ir contigo. Fin de la historia.

– A no ser que acabe desapareciendo -se dijo, escudriñando a través del parabrisas y se detuvo ante una luz ámbar a punto de tornarse roja. Un par de adolescentes cruzaron la oscura calle en monopatines; las ruedas chirriaban sobre el asfalto. Entre risas, y mientras uno de ellos pulsaba los botones de su móvil al avanzar, giraron hacia un comercio abierto que anunciaba su presencia con parpadeantes luces de neón, aunque tenía barrotes en las ventanas. Algunos coches cruzaron la intersección antes de que el semáforo volviera a cambiar a un brillante verde bajo la niebla.

Jay aceleró, solo para pisar el freno cuando un gato correteó para cruzar la calle.

– ¡Joder!

Bruno, al fijarse en el veloz minino, comenzó a aullar y a arañar alocadamente en el salpicadero.

– ¡Quieto! -le ordenó al perro mientras cruzaba la intersección.

Bruno se volvió apoyando sus patas delanteras sobre el respaldo del asiento, mirando a su adversario a través de la ventanilla. Todavía seguía gruñendo y aullando-. Olvídalo -le advirtió Jay, aumentando la velocidad hasta cincuenta-. Se ha ido.

El sabueso no estaba dispuesto a rendirse, pero, tras un último «¡Déjalo!» de Jay, profirió un solitario ladrido y se enroscó de nuevo sobre el asiento.

– Buen chico -dijo Jay, y luego vio algo ante la luz de sus faros y volvió a pisar el freno-. ¡Jesús!

La camioneta patinó, provocando un tambaleo de la carrocería y un chirrido de los neumáticos. Bruno casi se estrelló contra el salpicadero cuando el guardabarros del vehículo esquivó por poco al hombre de negro que saltó hacia un lado y lanzó una rápida mirada a la camioneta, dejando al descubierto el blanco alzacuello y las brillantes gafas que reflejaban la luz de los faros. Su rostro descompuesto estaba retorcido de pura ansiedad, como si se hubiera llevado el susto de su vida. Siguió corriendo, con la sotana ondeando tras él.

– ¡Estás loco! -gritó Jay, con la adrenalina disparada en su circulación.

El corazón de Jay palpitaba como un tambor. ¡Casi había atropellado a ese tipo! Pero el sacerdote no hizo más que bajar su ritmo. Correteando, desapareció en un parque que lindaba con uno de los lados del campus.

– Ese tipo no está en sus cabales -murmuró Jay, furioso, contando mentalmente hasta diez mientras soltaba el freno y aceleraba una vez más a través de la noche-. ¿Qué cojones hace cruzando la maldita calle a oscuras? ¡Imbécil! ¿Qué tiene de malo el paso de peatones?

¿Qué demonios estaba ocurriendo? Parecía como si aquel hombre de Dios hubiese visto un fantasma, y quisiera evitar a toda costa que alguien lo viera a él.

Jay exhaló una bocanada de aire, pero aún estaba tenso, los músculos tirantes, los nervios a flor de piel y los dedos aferrados sobre el volante. En tres minutos había estado a punto de atropellar a un gato y a un hombre.

El sacerdote le había resultado familiar. Estaba oscuro, sí, pero había algo en él que hizo que Jay pensara que se habían encontrado antes. Allí. En Baton Rouge. Y no era porque Jay fuera corriendo a misa los domingos por la mañana. No… tenía que haber sido en el campus o en algún acontecimiento del All Saints.

Dejó escapar un tembloroso suspiro y sacudió su cabeza. Cautelosamente, volvió a pisar el acelerador, con los ojos clavados en la silenciosa carretera.

– A la tercera va la vencida -se dijo, preguntándose si se estaría maldiciendo a sí mismo. Le adelantaron pocos coches, y no había ninguno detrás de él cuando giró hacia la sinuosa calle que llevaba al bungaló de sus primas.

Miró el espejo retrovisor, aunque no sabía por qué. Nadie lo seguía.

– Será mejor que mantengas tus ojos en la carretera, McKnight.

Aún trataba de recordar al sacerdote. No era el padre Anthony Mediera, el cura que, para bien o para mal, estaba al mando del colegio, sino otra persona que se había encontrado en el campus. ¿Quién? ¿Cuándo?

Giró hacia la entrada de la pequeña casa de la tía Colleen, preguntándose de qué demonios estaba huyendo el sacerdote.

¡Mathias Glanzer!

Ese era el nombre. El padre Mathias; Jay estaba seguro de ello, y sí, estaba relacionado con el colegio en cierta forma. Eh, pensó Jay. ¿Pero en qué forma?

Jay aparcó, guardó las llaves en el bolsillo y llevó su maletín y su ordenador al interior de la cabaña. Con Bruno pegado a sus talones, caminó hasta la cocina, donde se esforzó por ignorar el yeso visible y la falta de poyetes. Mientras Bruno bebía agua de su platillo, Jay sacó una cerveza del frigorífico y atravesó un corto pasillo hasta su despacho rosado. Bruno lo siguió, con el hocico goteante debido al trago.