– Tengo que pintar aquí de una vez -informó Jay al perro, mientras este se enroscaba sobre su cama en una esquina de la habitación, donde una vez había estado la cama de Janice (¿o había sido la de Leah?) bajo un sinfín de pósteres y portadas de álbumes de las estrellas de rock favoritas de las hermanas. David Bowie, Bruce Springsteen, Rick Springfield y Michael Jackson le vinieron a la mente.
Se sentó junto al improvisado escritorio, luego instaló su ordenador portátil y esperó a obtener una conexión de Internet. Tras registrarse en la página web del colegio All Saints, buscó entre la lista de profesores hasta encontrar una fotografía del padre Mathias Glanzer, jefe del departamento de Teatro.
Abrió la botella de Lone Star y le dio un largo trago. En la foto, el padre Mathias parecía casi un beato, lucía una cálida expresión, amistosa, pacífica. Se encontraba sentado, ataviado con una casulla blanca y una estola con bordados dorados. Tenía las manos entrelazadas y sus ojos azules, tras unas gafas sin montura, miraban directamente a la cámara. Mentón afilado, el labio inferior más grande que el superior y una nariz delgada. Toda la fotografía le otorgaba al espectador la sensación de estar contemplando a un sereno y calmado hombre de firmes convicciones.
Eso estaba muy lejos de la visión que Jay había experimentado con anterioridad, cuando el sacerdote había parecido perturbado (o furtivo), como si tuviera a un demonio recién salido del infierno pegado a sus talones.
¿Por qué?
Jay sacudió su cabeza. Había sido un día muy largo y tenía que levantarse al romper el alba para conducir hasta Nueva Orleans. Tras despejar todos los pensamientos sobre aquel hombre de Dios de su cabeza, localizó las direcciones de correo electrónico de los estudiantes de su clase y les adjuntó el programa. Vio de nuevo el nombre de Kristi Bentz y frunció el ceño.
Aquello era mala suerte.
Hizo una mueca. Puede que Gayle estuviera en lo cierto cuando le acusó de no haber superado su noviazgo de juventud. En el momento le había parecido ridículo, el desvarío de una mujer celosa.
Pero…
Después de volver a ver a Kristi, se dio cuenta de que aún la llevaba bajo su piel. No se trataba de que quisiera volver a estar con ella. Ni hablar. Sin embargo, no podía negar que había algo en ella que le provocaba estúpidos pensamientos y le hacía recordar momentos olvidados con una súbita y aguda claridad; recuerdos que consideraba olvidados hace mucho tiempo.
Suspiró con fuerza.
Lo más inteligente (lo único) que podía hacer era dejarla en paz todo lo posible.
¿No tenía suficiente con pensar que podía predecir la muerte de su padre? ¿Es que también tenía que soportar la responsabilidad de ver la de otras personas?
Kristi abrió la cerradura de su apartamento y entró en las habitaciones que habían sido ocupadas por Tara Atwater, una de las estudiantes desaparecidas. Supéralo. Este apartamento no tiene nada que ver con la desaparición de Tara. Desapareció del campus y eso no te ha impedido matricularte en asignaturas. ¿Acaso no habrías alquilado igualmente este apartamento, incluso sabiéndolo?
– Pero no suplicando -murmuró, incapaz de evitar que se le pusiera la carne de gallina. Cerró con dos vueltas de pestillo mientras Houdini, que debía estar esperando en el tejado, saltó a través de la ventana parcialmente abierta, trepó por los armarios de la cocina y desapareció.
»A mi madrastra le daría un infarto si te viera metido en los armarios -dijo Kristi. El gato se asomó, buscándola con la mirada. Houdini aún no quería que se acercase, aunque estaba empezando a mostrarse más sociable.
Kristi rellenó el cuenco del gato, se preparó una bolsa de palomitas y se pasó la siguiente hora y media organizando su escritorio, no solo para su trabajo de clase, sino también para ordenar sus apuntes sobre el libro que esperaba escribir, el libro sobre las chicas desaparecidas, si resultaba que todas ellas habían sufrido un amargo final.
Miró alrededor del pequeño espacio en el que había vivido Tara Atwater. ¿Tara había dormido, al igual que Kristi, en una cama plegable? ¿Se dio cuenta de que el pequeño armario olía a bolas de naftalina? ¿Había protestado por la falta de presión en el agua? ¿Había preparado palomitas allí, usando el mismo microondas? ¿Había experimentado la inexplicable sensación de que alguien la estaba vigilando?
Kristi conectó su ordenador a la impresora, accedió a Internet y comenzó a descargar e imprimir cualquier artículo que pudo encontrar acerca de las chicas desaparecidas. Localizó sus páginas de MySpace y buscó cualquier prueba de que pertenecieran a algún culto o de que estuvieran interesadas en los vampiros. Pensó que encontraría alguna referencia oculta en los apartados de gustos y manías, y decidió comprobarlo más tarde. Esta noche recopilaría información; más adelante la clasificaría y analizaría. Sin apenas comer palomitas, buscó cultos, vampiros y los relacionó con el colegio All Saints. Descubrió que había un sorprendente número de grupos en todo el asunto de vampiros, hombres lobo y todo ese rollo paranormal. Algunas de las páginas y de los foros, obviamente, eran solamente para aquellos con un interés pasajero, pero había otras más intensas, como si quienquiera que hubiese creado esos espacios realmente creyera que hay demonios que caminan entre los vivos.
– Qué siniestro -le dijo al gato, que avanzaba hacia su comida. Salió huyendo al oír su voz-. Definitivamente macabro. -Y Lucretia sabía más del asunto de lo que contaba-. Supongo que será mejor que hagamos acopio de ajo, crucifijos y balas de plata -prosiguió-… o espera, ¿las balas no eran para los hombres lobo? -Houdini se quedó quieto, agitando la cola. Entonces atravesó la estancia hasta subir de un salto al poyete de la cocina y salió por la ventana-. ¿Es por algo que he dicho? -murmuró Kristi mientras el animal se estiraba.
Echó una mirada a la noche, sobre el muro que rodeaba el campus hasta los edificios más allá. Unas cuantas estrellas eran visibles a través de las cambiantes nubes y el rastro de luz de la ciudad. Una vez más tenía la molesta sensación de ser vigilada atentamente, de que ojos invisibles la observaban. La examinaban. Bajó las persianas, dejando el mínimo espacio para que volviera el gato, si se dignaba a hacerlo.
Al regresar junto al ordenador, se preguntó si Tara Atwater había experimentado la extraña sensación de que alguien la contemplaba bajo la protección de la oscuridad.
Ya era la hora.
Tenía que deshacerse de los cadáveres.
Mientras Kristi Bentz cerraba las persianas, Vlad miró su reloj. Eran ya más de la una de la madrugada. Sincronización perfecta. La había estado mirando durante más de dos horas, deseando que fuese la próxima. Había conseguido verle los pechos mientras se quitaba la sudadera y se desabrochaba el sujetador. El espejo sobre la chimenea estaba colocado de forma que, si la puerta del baño estaba abierta, él disfrutaba de una vista de la ducha, el lavabo e incluso un trocito del retrete. Había observado a Tara desde aquel mismo lugar mientras ella se pasaba el tiempo aplicándose minuciosamente su maquillaje o agachando la cabeza para ponerse unos pendientes, luchando con los cierres. Había contenido la respiración mientras la veía levantar los brazos. Ella no había sido consciente de que también movía los pechos, proporcionándole una mejor vista de aquellos maravillosos y atractivos globos, y el vial de su sangre, colgando en una cadena alrededor de su cuello, anidando en su escote. ¿Dónde demonios lo había escondido?
«Nunca lo encontrarás», la imaginaba diciéndole desde el otro lado. Su tintineante carcajada le atravesaba el cerebro, y apretaba los puños con tanta fuerza que la piel sobre sus dedos se le tensaba.
– Lo encontraré -murmuró; después se dio cuenta de que no hablaba con nadie, era un fantasma, un producto de su imaginación.
Justo igual que su madre.
Apretando la mandíbula, Vlad volvió a la realidad. No podía permanecer allí indefinidamente, recordando a Tara. Tampoco tenía tiempo para fantasear sobre cómo sería observar a Kristi mientras se duchaba y se secaba con una toalla, con su pelo húmedo pegándose a su blanca piel. Apretó los dientes y apartó el deseo que siempre había habitado en su sangre. Sabía que su lujuria tan solo era una parte de su vida, y que las chicas que sacrificaba no eran más que un medio para lograr un fin.
Sin perder un segundo, bajó corriendo las escaleras y salió por una puerta trasera. Con silenciosas pisadas, marchó a través de calles y callejones, tomando siempre un camino diferente, sin permitirse nunca el lujo o la trampa de usar la misma ruta, una en la que pudiera ser visto una y otra vez.
Sin hacer un solo ruido, abrió la puerta de su espacio privado y entró. Estaba inquieto y sabía que la fría y vigorizante agua de la piscina lo calmaría, pero no había tiempo. Había pasado demasiado rato junto a la ventana, contemplando a Kristi Bentz, intentando descifrar qué estaba haciendo en su escritorio durante tanto tiempo. Se había pasado horas en Internet y dudaba que estuviera estudiando para alguna de sus asignaturas.
Ya vestido de negro, empleó unos minutos en aplicarse pintura negra en la cara, se puso una peluca de color marrón claro, y luego cubrió sus rasgos faciales con una media de nailon… solo por si acaso. También llevaba alzas en sus zapatos, de forma que parecía más alto de lo que era en realidad… nadie lo reconocería y había sido cuidadoso en sus tratos con las mujeres, para que no hubiera forma de relacionarlo con ellas.
Caminó deprisa, pasando junto a la resplandeciente piscina y más allá, al espacio bajo la cocina del viejo hotel. Abrió con llave una pesada puerta y la empujó cuidadosamente hasta abrirla, sintiendo al instante el frío soplo del invierno contra su piel, el beso del muñeco de nieve. Encendió una luz. La solitaria bombilla iluminó el interior del congelador con una luz brillante que se reflejaba en las espesas franjas de cristales de hielo que cruzaban la gélida estancia y centelleaba, casi dándoles vida a los abiertos ojos muertos de las cuatro mujeres que colgaban de ganchos para carne, con la piel congelada y tan pálida como la nieve; sus músculos faciales se habían solidificado en expresiones de puro terror.
Odiaba dejarlas marchar.
Disfrutaba al ir a visitarlas después de un largo baño.
Caminó entre los fríos cuerpos sintiendo el aire glacial sobre su propia piel desnuda. Se frotó contra ellos, sintiendo una catarsis erótica; su ardiente sangre casi hervía en sus venas, el aire ártico contra su piel y los duros y suaves músculos de ellas, las primeras de las que serían muchas.
Mientras se relamía sus agrietados labios, se inclinó hacia delante y pasó su lengua sobre el pecho de Dionne, más oscuro que los otros; el pezón estaba duro en su gélida muerte.
– Te echaré de menos -jadeó, antes de mamar un poco y sentir su erección más fuerte al frotarse contra aquellas piernas colgantes. Llevó una mano hasta sus nalgas y recordó el cálido placer de penetrarla…
– En la próxima vida, cariño -juró, desviando su atención hacia Rylee… la preciosa y petulante Rylee. No había pasado el suficiente tiempo con ella. Su perfecta y helada belleza lo llamaba, y pensó en quedársela para jugar con su desangrado cuerpo, pero sabía que era mejor llevársela también.
Besó sus helados y retorcidos labios y miró en sus ojos abiertos. Después sonrió ante la vista de su cuello, tan perfecto; arqueados hacia atrás, los gélidos mechones de pelo se apartaban para mostrar los dos simétricos orificios en la base de su garganta, e imaginó el sabor de su sangre. Salada. Cálida. Satisfactoria.
Sí, sería difícil dejarla marchar.
Pero habría otras… muchas más.
Sonrió en la oscuridad mientras sus rostros acudían a él.
Kristi no podía dormir. El reloj de su mesita de noche le decía que casi era la una de la madrugada y los acontecimientos de los últimos días habían estado dando vueltas en su cabeza. Una y otra vez, las imágenes de las chicas desaparecidas giraban, y ella recordaba las llamadas de teléfono que había realizado entre las clases y el trabajo, y unos pocos encuentros cara a cara con estudiantes que las habían conocido.
«Siempre supe que no llegaría a nada bueno… mala sangre, justo como su padre.» Eran las palabras de la madre de Tara las que más la mantenían despierta. «Está en la cárcel, ya sabes. Robo a mano armada, no es que sea asunto tuyo. ¿Mi opinión? Creo que se ha fugado con algún chico y de alguna manera acabaré teniendo que pagar los préstamos que pidió para ir a la universidad. Espera y verás. Y yo con otros dos niños que mantener…»
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