Pero la madre de Monique no había resultado mejor, aparentemente enfadada porque su hija se hubiese marchado a la universidad y la dejase con un marido que padecía la enfermedad de Alzheimer. «Ella no podía soportarlo… no es que pudiera soportar nada. ¡Qué niña!», se había quejado la madre de Monique desde algún lugar de Dakota del Sur.

El hermano de Dionne había afirmado que era una «putilla barata», mientras que su último novio, Tyshawn Jones aún seguía sin aparecer, o eso parecía. Los compañeros de pizzería de Dionne insistieron en que no habían llegado a conocerla y que se lo guardaba todo para sí misma.

La madre de Rylee era una pesadilla, aduciendo que su hija solo conseguiría «meterse en líos», como si eso fuera lo peor que pudiera ocurrirle.

Kristi apartó las colchas, molestando a Houdini, que se había aventurado hacia la cama mientras ella dormía.

– Lo siento -se disculpó mientras el gato se revolvía hacia su escondite. Kristi anduvo descalza hasta la cocina, abrió el grifo y apartándose el pelo de la cara, dio un largo trago de agua del grifo.

¿Cuántas veces habrá hecho esto Tara?

Kristi cerró el grifo y se secó los labios girando la cabeza y usando el hombro de la camiseta demasiado grande que hacía las veces de pijama. Apoyó las caderas contra el poyete y se quedó mirando fijamente la habitación donde residía junto al fantasma de Tara Atwater. La silla del escritorio ya estaba allí; probablemente Tara la usara para estudiar las mismas asignaturas que tenía Kristi.

Escuchó al reloj marcar los segundos, la vibración del frigorífico y los continuos latidos de su corazón. Era casi como si estuviera siguiendo el rastro de la vida de Tara; caminando sobre sus pasos, convirtiéndose en la chica que un día faltó a clase y nunca volvió a aparecer.

No tenía ningún sentido.

Tara no tenía coche, pero sí una tarjeta de crédito, un ordenador para conectarse a Internet, una página en MySpace y un teléfono móvil; nada de eso había sido usado desde entonces. La última persona que Tara había visto era la jefa del departamento de Lengua, la doctora Natalie Sin Comentarios Croft. Hasta el momento, Kristi había sido incapaz de hablar con ella.

La mente de Kristi saltó hasta Rylee. La última persona con la que se encontró fue Lucretia Stevens, algo que la ex compañera de habitación de Kristi olvidó mencionar.

– Curioso, muy curioso -le dijo a Houdini, que se escabulló hasta el extremo más alejado de la habitación, con sus luminosos ojos enfocados sobre Kristi. Mientras cerraba los ojos y giraba el cuello, Kristi inspiró profundamente cinco veces seguidas; luego, sabiendo que aquel sería un sueño demasiado esquivo, se fue hasta la silla de su escritorio, tomó asiento, encendió su ordenador e, ignorando las gráficas que estaba haciendo, se conectó a Internet. Había encontrado varias páginas acerca de los vampiros y algunos de los chicos charlaban con ella de forma anónima.

Puede que aquella noche tuviera suerte al chatear con personas que tenían nombres como «Kierosangre», «Colmillos077», «Vampiressa» y otros parecidos. No había tenido mucha suerte obteniendo información sobre un culto o algo así, ni nadie había admitido aún que conociera a alguna de las chicas desaparecidas. O bien sabían algo, lo mantenían en secreto y no reconocían los verdaderos nombres de las alumnas, al contrario que sus apodos, o bien no tenían ni idea de lo que pasaba. Kristi apostaba por la segunda opción, pero todavía mantenía alguna que otra conversación mientras comprobaba las páginas MySpace de las chicas, revisando sus «grupos» y fotografías, tratando de encontrar alguna pista que antes se le pudiera haber escapado.

Seguramente encontraría algo.

Las personas no desaparecían, simplemente, de la faz de la tierra.

Incluso si creían en los vampiros.

¿Verdad?


* * *

El Misisipi corría ancho y oscuro sobre el lecho descendiente de Nueva Orleans. De forma fantasmal, el musgo español caía de las ramas de los robles plantados junto a las orillas del río.

Vlad tomó aire profundamente, oliendo la tierra mojada mezclándose con el penetrante olor del agua que se movía con lentitud.

Se encontraba solo, sobre la lejana margen de la orilla; aun así, todavía se sentía demasiado expuesto. Si los cuerpos flotasen hasta la superficie, para ser descubiertos, la cosa podría ponerse peligrosa, y él todavía tenía mucho trabajo que hacer.

Por ella.

Siempre por ella.

Cerró los ojos y pensó en ella.

Tan perfecta.

Tan hermosa.

Una mujer que, por encima de las demás, hacía hervir su sangre. Apenas podía esperar a verla de nuevo… contemplarla desde la distancia, sintiendo como se le endurece con solo pensar en su cálido cuerpo y en la sangre… siempre la sangre.

Se pasó la lengua por los dientes con expectación. Un torrente de excitación corría por sus venas y la necesidad guiaba su alma.

Tras descartar aquel sitio como lugar de depósito, caminó con ligereza desde la elevación, a través de la larga hierba y hacia los árboles donde estaba aparcada su camioneta. Se situó tras el volante y dio la vuelta; después condujo hasta salir del largo sendero y tomó un camino secundario que se adentraba en el pantano.

Allí, el canto de los grillos y las ranas se imponía sobre la quietud. De vez en cuando, aparecía el suave y casi inaudible chapoteo de un caimán deslizándose hacia el interior del agua.

Aparcó junto a la destartalada cabaña, fue hasta la parte de atrás de su camioneta y se calzó unas botas de agua. Se puso un casco de minero sobre la cabeza y luego conectó la bombilla. Bajo la brillante luz trabajó con rapidez; se ajustó unos guantes y comenzó a sacar los cadáveres de la parte de atrás de la camioneta. Envueltos en lonas y con ladrillos atados a sus torsos, habían empezado a descomponerse y representaban una molesta carga mientras los llevaba al estilo bombero, sobre el hombro. Desde un sendero hasta el borde del agua. Desenvolvió el primero y contempló su rostro, su desnudo y frío cuerpo, durante un segundo. Bajo la potente luz del casco, Dionne lo miraba sin verlo, con su oscura piel adquiriendo un matiz azulado, cristales de hielo sobre su cabello que empezaban a derretirse.

No había querido dejarlas a todas a la vez. Eso ponía las cosas demasiado fáciles si alguien descubría uno de los cuerpos, pero se estaba quedando sin tiempo. Había esperado demasiado tiempo, sin contar aquella parte de la misión. Habría preferido permanecer a su lado para siempre, pero, por supuesto, no podía.

– Descanso eterno -dijo al empujar el suave cuerpo de Dionne en el agua. Una vez sumergida, los ladrillos se encargaron de hundirla hasta el fondo, y él regresó a la camioneta.

El siguiente cuerpo envuelto en lona era el de Tara. La tercera. La había vigilado desde su escondite mientras paseaba desnuda por su apartamento, el mismo estudio que ahora ocupaba Kristi Bentz. Muy apropiado, pensó mientras arrastraba el helado cuerpo de Tara a otro lugar, un poco más abajo de la corriente; abrió la lona y la contempló de nuevo. Su piel estaba pálida, aunque había unas señales de bronceado que no habían desaparecido desde el verano y aún eran visibles. Sus grandes pechos con increíbles pezones estaban tiesos, rogando que los besara, que los lamiera una última vez. Aun así, se resistió. Ella también fue sumergida en las tranquilas aguas para ser descubierta por las criaturas de la noche.

Hizo dos nuevos viajes, el primero con Monique. Alta y majestuosa en vida, una atleta, y ahora pesada y rígida, inflexible. Desató la lona con sus manos enguantadas y notó que, incluso en la muerte, sus músculos estaban definidos.

Su largo pelo rojo le caía rígido tras los hombros y era burdamente imitado por los gélidos rizos en la unión de aquellas piernas largas e increíbles. Se le encogió el estómago al mirarla antes de sumergir su cuerpo en el agua.

Finalmente, llevó la última y más pequeña de las lonas desde el lugar de aparcamiento donde desató las cuerdas, dejó caer el plástico y luego le echó un largo e intenso vistazo a Rylee, con su aspecto de animadora y sus ojos azules, ahora ciegos. Incluso bajo la fuerte luz de su casco era hermosa. Sus curvas eran perfectas, su diminuta cintura doblada bajo las esferas de sus redondos pechos con pezones rosa claro. Un tatuaje de una mariposa estaba congelado en la cara interior de uno de sus muslos y él recordaba lamer el frío adorno con su lengua mientras la exploraba.

Sí, la echaría de menos, y le irritaba no tener más tiempo para contemplarla, tocarla, sentir su gélida y suave piel contra la suya propia.

Habrá otras… déjala. Deja sitio para la próxima.

Se le aceleró el pulso. No tenía más que esperar una semana y entonces… oh, y entonces…

Con renovada energía, empujó el cadáver hacia las oscuras y pantanosas aguas. Gracias al rayo de su luz, que atravesaba las negras profundidades, la vio mirando hacia él, a través de la ondulante corriente mientras el agua pasaba sobre sus pálidos rasgos.

Su sangre, pensó, había sido deliciosa.

Perfecta.

Lentamente, fue desapareciendo de su vista.

Capítulo 10

Ariel se arrodilló en la capilla.

Le dolían las rodillas y se le tensaban los hombros cuando inclinaba la cabeza y rogaba consejo. De nuevo. Como había hecho cada mañana de aquella semana.

Ariel siempre había tenido una fe firme, esperaba que eso la ayudase a sobrellevar los momentos duros de su vida: la muerte de su hermano mayor, Lance; el divorcio de sus padres; su nuevo padrastro y la lista de novios que la habían dejado desde el momento en que cumplió los catorce; chicos a quienes ella había entregado su corazón y mucho más, antes de que todos ellos se marcharan.

Ninguno se había quedado.

Incluso su madre, después del divorcio, había perdido un montón de peso, empezó a teñirse el pelo y a salir con hombres que, al igual que ella, trataban de parecer más jóvenes y modernos de lo que eran en realidad. En un momento dado, Claudia O'Toole se había casado con Tom Browning, un camionero de largas distancias que era bastante guapo, pero que había destruido el diminuto sueño de Ariel de que sus padres volverían a unirse.

Así que Ariel había cambiado su familia por su fe… hasta la universidad.

– Dios, perdóname.

Desde su posición, elevó su mirada hacia el crucifijo de gran tamaño que colgaba entre dos vidrieras. La estatua de Jesús, con su corona de espinas, su cabeza, manos y costado sangrantes y los brazos extendidos, la miraba con benevolencia desde arriba.

«Yo soy la luz…»

Podía oír las palabras. Se las dijo a todos aquellos que creían en Él.

– Querido Señor. -Apretó sus ojos cerrados para contener las lágrimas. Si Dios estaba tan cerca, si le importábamos tanto, ¿por qué estaba siempre tan sola? ¿Por qué se sentía abandonada?

«Permanece a mi lado -entonó-. Por favor, padre.

Nunca antes había estado tan confusa acerca de su religión. Nunca antes se había cuestionado los dogmas de la Iglesia, y nunca se había sentido tan tentada…

Se santiguó con ligereza, igual que había hecho cientos de veces en su vida.

Ella jamás había estado lejos de casa… al menos no durante un tiempo. Es cierto que se había quedado con su padre cada fin de semana, luego menos a menudo. Y sí, también estaba la vez que se había escapado con Carl Sievers cuando descubrió que estaba embarazada… pero aquel precioso bebé no sobrevivió. Ariel, incapaz de ser madre, abortó en su tercer mes de embarazo.

Ahora se mordía el labio inferior y sentía un temblor en sus hombros. Había deseado ese bebé, aquella vida pequeñita que la amaría, pero incluso aquella criatura, de quien presentía que era una niña y la había llamado Brandy, se había marchado.

Con las rodillas doloridas, tragó con fuerza, saboreó la sal de sus lágrimas en la garganta y pensó en el grupo al que se había unido, aquellos que la habían abrazado voluntariamente.

Sin hacerle preguntas.

Sin tener prejuicios.

Y el líder… Elevó su mirada hacia el crucifijo y sintió que Cristo podía ver dentro de su alma, percibir las imperfecciones de sus bordes. Amaba a Dios. Lo amaba.

Pero necesitaba amigos. Una familia aquí, en la tierra. Sus propios padres la dejaban de lado.

Las chicas de las hermandades eran un puñado de niñatas creídas y superficiales.

Pero sus nuevos amigos…

Volvió a santiguarse, se puso en pie y se volvió, solo para encontrarse con el padre Tony, que estaba en el balcón mirando hacia ella. Vestido de negro, su alzacuello contrastaba duramente con su camisa y pantalones negros; era un hombre alto y apuesto. Demasiado apuesto para ser sacerdote. Ella apartó la mirada, sorbiendo por la nariz, limpiándose con incomodidad las lágrimas de sus ojos, pero oyó sus pasos en la escalera, sabía que no podía llegar a las puertas talladas de la capilla sin toparse con él, hablar con él, puede que incluso ser persuadida para entrar en el confesionario.