Pronunció una pequeña oración y se apresuró en pasar junto a las filas de bancos, y casi había llegado a las puertas principales cuando él dobló una esquina en la escalera y descendió el último tramo de escalones hacia el vestíbulo, donde había unas velas encendidas; las pequeñas llamas se agitaban a su paso.

– Ariel -susurró, con un discernible matiz italiano en su acento. Sus bellos rasgos se mostraban solemnes y preocupados-. Algo te atormenta -dijo suave, deliberadamente. Con sus cálidos dedos, le tocó la mano con gentileza.

– Sí, padre -asintió, incapaz de evitar que las lágrimas corrieran por sus mejillas.

– Igual que tantos otros. Sabes que no estás sola. Debes tener fe en el Señor. -Sus oscuras cejas se juntaron y sus ojos, de un claro azul etéreo, buscaron los de ella. Ariel apreció la tirantez en las comisuras de su boca, el hecho de que su nariz, obviamente, había estado una vez rota-. Habla conmigo, hija mía -propuso con suavidad, de forma casi seductora.

Ariel tragó saliva. ¿Osaría confiar en él? Sus pensamientos privados eran tan personales, su dilema era tal que ningún hombre mortal lo comprendería, y aun así se sintió tentada. Al permanecer frente a una mirada que, sin duda, podía escudriñar en su alma, se preguntó cuánto podía ella desnudar su alma y cuánto podía prolongar su mentira.


* * *

Kristi se bebió su último trago de café y dejó la taza sobre el fregadero; luego se aseguró de que hubiera una rendija en la ventana pare que Houdini entrara y saliera a voluntad. La luz del sol se filtraba en su apartamento, era la primera vez que hacía un día despejado desde que se mudó. Y la claridad del cielo le levantaba el ánimo de alguna forma, un bienvenido cambio después de sumergirse en cultos, vampiros y chicas desaparecidas; investigando, haciendo esquemas o conectándose durante horas a Internet para buscar nuevos artículos y páginas personales. Estaba empezando a entender a las chicas desaparecidas, a ver el sentido de sus disfuncionales vidas familiares. ¿Acaso le importaba a alguien?

Kristi había acudido a la decana de estudiantes para recibir un gélido «No es asunto tuyo» que le indicaba que la Universidad se limitaría a guardarse las espaldas de la mala prensa.

Frustrada, tensa y aprovechando únicamente unas pocas horas de sueño cada noche, Kristi apenas tenía tiempo para respirar. Había pasado unas cuantas horas en la oficina de la secretaría para obtener acceso a los archivos referentes a las direcciones y familias de las chicas desaparecidas y espiar sus trabajos e historiales. Todavía continuaba trabajando en la cafetería, asistiendo a toda una serie de clases y luchando por estar al día con montañas de trabajos de clase.

Y las chicas desaparecidas siempre estaban con ella.

En su mente durante las clases, o al caminar a través del campus, o mientras estaba en el trabajo. Había empezado a realizar algunas incursiones sociales, conociendo amigas de las chicas, pero eran escasas, sin relación entre ellas y extremadamente calladas. De todas las chicas que había tratado de entrevistar, ninguna tenía ni idea de ningún grupo especial al que hubiera pertenecido alguna de las chicas, aunque notó que escondían algo.

Algo que ella estaba totalmente decidida a descubrir.

Incluso si tenía que pedir ayuda a alguien del personal. Había estado enfrentándose a la idea, pero se había cansado de golpearse la cabeza contra un muro de ladrillos.

Hoy, bajo la luz del sol, se sentía exaltada. Durante más de una semana, el clima había calado hasta sus huesos, la humedad de la noche le había hecho desear acurrucarse junto al fuego e instalar un doble o triple cierre en las puertas.

Nunca se había enfrentado seriamente al miedo; no después de que su madre muriese, ni siquiera tras los intentos por acabar con su vida. Pensaba que era extraño no sufrir ataques de pánico, teniendo en cuenta todo lo que había pasado. Pero últimamente, en lo más crudo del invierno, en el interior de aquel apartamento del que una mujer había desaparecido, en el campus donde había tenido tan pocos amigos, las cosas habían cambiado. En ocasiones se sentía tan paranoica como su padre policía quien, incluso aunque no había salido de Nueva Orleans, parecía estar detrás de ella echándole el aliento en la nuca.

Pero no hoy. No con aquel sol de enero que alejaba a las nubes.

Tras coger su mochila con el ordenador portátil, se dispuso a salir de su apartamento.

Era el jueves de la segunda semana y ya se encontraba en el centro de varios dilemas. Primero, estaba el asunto de Jay y sus sentimientos contrapuestos hacia él. Durante la segunda clase se había limitado a su trabajo, sin llegar a cruzar su mirada con la de ella salvo por un instante, menos que con cualquiera, mientras reconstruía la prueba de la escena de un crimen que implicaba al asesino en serie padre John. Jay se había mostrado fríamente clínico en su análisis de los diferentes fragmentos de pruebas que la policía había encontrado. Durante el descanso, Jay estuvo tan asediado por estudiantes interesados como después de clase. No parecía haberse dado cuenta de su marcha.

¿Y qué? No pasa nada. Es lo mejor que puede pasar, trató de convencerse a sí misma. Él es tu profesor. Fin de la historia.

Y aun así, el hecho de que básicamente la había ignorado le molestaba más de lo que deseaba admitir. Pero claro, sabía que estaba a punto de arreglarlo; para bien o para mal, tenía que acercarse a Jay, hablarle, comprometerle y, según esperaba, conseguir su ayuda.

– Eso sería de lo más divertido -se dijo a sí misma.

Su otra encrucijada era más complicada de resolver, pensó mientras daba con una chaqueta y se la echaba sobre los hombros. Durante los últimos diez días, de vez en cuando, Kristi había visto de reojo a Ariel O'Toole, la amiga de Lucretia. Una vez en la librería, otra en el centro de estudiantes, una tercera vez junto a la casa Wagner; y todas y cada una de las veces que Kristi había visto a la chica, Ariel estaba pálida, descolorida, con la piel del color de la ceniza.

¿Estaba enferma?

¿O a punto de tener un accidente?

¿O todo era producto de la imaginación de Kristi?

Nadie más parecía darse cuenta. ¿Podía ser que la apariencia de Ariel no existiera más que en su cabeza? ¿Exactamente igual que la muerte que estaba segura de haber visto en los rasgos de su padre una y otra vez? ¿Debería acudir a Ariel? ¿Hablar con ella? ¿Mencionárselo a Lucretia?

Frunció el ceño ante semejante idea mientras introducía el teléfono en su bolso. Si le hablase a alguien de su recién descubierta habilidad para predecir la muerte de una persona, la tomarían por una chiflada. ¿Acaso tenía alguna prueba de ese don? Bueno, una muy pequeña. Una mujer a quien había visto en un autobús y que se volvió gris delante de sus ojos había muerto una semana más tarde. Pero entonces, según el obituario cuando Kristi lo comprobó, tenía noventa y cuatro años.

Intentó alejar sus preocupaciones pero ni siquiera tenía tiempo para relajarse. Entre las clases del día, tenía Redacción creativa con el doctor Preston, otro profesor macizo. Tenía el aspecto del arquetípico surfista de California, completado con un cabello rubio despeinado y un cuerpo duro y bien formado, el cual no se molestaba en ocultar bajo sus ajustados vaqueros y camisetas viejas. Durante la clase, tenía la manía de pasear por la sala, mirando hacia la clase, sin dejar de lanzar al aire un trozo de tiza que volvía a recoger. Nunca dejaba de caminar, nunca dejaba de hablar, y jamás soltaba el trozo de tiza, el cual conservaba siempre a mano en caso de tener que garabatear alguna inspiración sobre la pizarra antes de comenzar de nuevo su paseo. Ezma le había tachado de antipático, pero sin duda era un bombón.

Si el doctor Preston era todo sol y surf, la profesora Deana Senegal se situaba al otro lado del espectro. Desde que Althea Monroe se había tomado una excedencia, la profesora Senegal era la única mujer que le daba clases a Kristi. Senegal, quien enseñaba periodismo, era una mujer alrededor de los cuarenta años que hablaba con frases rápidas y los miraba a través de unas gafas elegantes y rectangulares. Deana Senegal era guapa, inteligente y había trabajado en periódicos de Atlanta y Chicago antes de obtener un máster y aceptar un puesto en All Saints tres años atrás. Se había tomado un año sabático debido al nacimiento de sus mellizos, que ya tenían dieciocho meses, pero ahora había regresado al trabajo. Con unos labios finos, pintados de un profundo color vino, una piel de porcelana y unos ojos verdes que prendían fuego tras aquella montura de diseño, Senegal era todo seriedad. Apenas había dejado escapar una sonrisa en todo el tiempo que duró la clase.

Kristi se abrió paso al bajar las escaleras, pensando en cómo se llevaría con diversas personas que residían en el edificio. Había un matrimonio que vivía al lado de Mai, en la segunda planta y, en la primera, en el estudio adyacente al de Hiram, había otro hombre soltero, puede que un estudiante, pero que llevaba un horario muy raro; tan solo lo había visto bien entrada la noche, entrando o saliendo. Era alto y normalmente llevaba un abrigo oscuro, aunque jamás le había visto la cara con la suficiente claridad para poder describir sus rasgos.

Hoy, mientras Kristi recogía un libro de texto que había dejado en su coche, observó el PT Cruiser de la señora Calloway entrando en el aparcamiento. El coche blanco con su techo descapotable llamaba la atención, y Kristi no esperaba que la anciana condujese.

Kristi alcanzaba la puerta de su coche justo cuando Irene salía del suyo y refunfuñaba hacia unos hierbajos mustios que crecían al borde del agrietado asfalto.

– Malditas cosas -protestó, antes de percibir la presencia de Kristi-. ¡Oh. Hola! He oído que has arreglado esas cerraduras por tu cuenta. -Ya se encontraba sacudiendo su cabeza y rebuscando un sombrero de ala ancha que agregar a su uniforme con pantalones de pana, una camisa de franela rosa y un jersey castaño de punto cuyas mangas llevaba subidas hasta los codos-. Te dije que Hiram lo arreglaría.

– No pude disponer de él a tiempo.

Ella se ajustó el sombrero sobre su cabeza, cubriendo sus encanecidos rizos.

– Bueno, entonces necesitaré un juego de las llaves de tu estudio, y si crees que puedes deducir de tu alquiler el gasto de cambiar las cerraduras, entonces también creerás…

– Me encargaré de que reciba un juego -le aseguró Kristi, irritada con su miserable patrona-. He oído que Tara Atwater vivió en mi apartamento.

La anciana reaccionó y Kristi supo que había golpeado un centro nervioso.

– ¿Tara? ¿La chica que huyó sin pagar el último mes de alquiler? Cierto, vivía en el piso de arriba.

– Y ha desaparecido.

– Todo lo que sé es que se marchó sin pagarme.

– O se la llevaron. Algunas personas creen que fue raptada.

– ¿Esa chica? -Irene resopló de forma burlona-. Ni hablar. Era una juerguista y una mentirosa. Mi opinión es que se le ocurrió marcharse y lo hizo.

– Y nadie la ha visto desde entonces.

– Probablemente porque estaba metida en asuntos de drogas. -Irene miró a Kristi entrecerrando sus ojos-. Sé que la prensa se anima cuando hay chicas que faltan a clase, y hace mucho ruido por poca cosa. La policía no parece creer que haya ningún crimen. ¿Por aquellas chicas que desaparecieron? Ya lo habían hecho antes. Sus familias ni siquiera están preocupadas y eso puedo garantizarlo. Cuando la chica Atwater se largó, llamé a su madre y la mujer apenas podía hablar conmigo. Se quejaba de tener dos trabajos con dos hijos menores que mantener. Y en cuanto al padre, es una causa perdida. Entra y sale de la cárcel. Lo último que he oído es que aún tenía que cumplir un tiempo. Nadie quiere pagarme lo que debía de alquiler.

– Me está diciendo que a nadie le importa realmente Tara.

Irene encogió sus escuálidos hombros, agitando los pliegues rosados y castaños bajo la luz del sol.

– Era una chica fiestera. Siempre con chicos. -Chasqueó la lengua y luego se agachó y arrancó uno de los hierbajos que asomaban en las grietas del aparcamiento-. Eso en mi idioma se traduce como «problemas».

– ¿Conoce los nombres de los chicos con quienes salía?

– Mantengo mi nariz alejada de los asuntos de mis inquilinos.

Kristi sabía que aquello era una burda mentira. Irene Calloway ya le había contado a Kristi lo suficiente como para saber que le encantaba fisgonear, así que Kristi pensó que solo sería cuestión de sobornarla o intercambiar información para averiguar todo lo que sabía su patrona.

– ¿Quién recogió sus cosas? Alguien tuvo que recogerlas si las dejó allí.

– ¡Todavía no lo han hecho! Y también les cobro alquiler. El espacio no es barato, incluso si hablamos de compartimentos de almacenaje.