De forma que había perdido la maldita apuesta pero ella había accedido, aunque reacia, a que pudiera llevarla a casa. Así que allí estaban, en el aparcamiento de su edificio de apartamentos, que en realidad era una casa biselada de tres plantas que mostraba influencias de la arquitectura neogriega, con sus imponentes columnas blancas y un amplio pórtico. Sin embargo, incluso bajo la débil luz proyectada por una farola, podía ver que el edificio había perdido mucho de su esplendor original. Lejos de su, una vez enorme belleza, la vieja casa estaba ahora dividida en estudios individuales; el imponente porche delantero y de la galería de arriba, ahora se habían convertido en pasadizos entre los apartamentos.
Una vergüenza, lo sabía, pero mantuvo la boca cerrada.
Kristi lanzó una mirada hacia él.
– Sube -sugirió, abrió la puerta y salió del vehículo-. Vivo en la tercera planta.
Gran error, pensó él. Eso es, comete ese error tan increíblemente grande. Y su mano ya estaba sobre la manija de la puerta cuando ella cerraba la puerta de su lado. Jay salió del coche, se introdujo las llaves en el bolsillo y se reprendió mentalmente por acceder a aquello.
Se tranquilizó pensando que podría ser una buena idea echar un vistazo y asegurarse de que estaba a salvo. Pero eso no era más que una excusa; estaba buscando otra explicación razonable y él lo sabía. La verdad del asunto era que deseaba pasar más tiempo con ella y, al parecer, a ella le ocurría lo mismo.
Pasaron junto a una fila de descuidados arrayanes y algunos matorrales con aspecto de sasafrás. Bajo el pórtico, en el extremo más alejado del edificio, a la luz del porche, un hombre estaba sentado en una silla de plástico mientras fumaba; la punta de su cigarrillo brillaba en la oscuridad. Se volvió para verlos subir las escaleras, pero no dijo ni una palabra.
Kristi ya se encontraba en los escalones mientras Jay la seguía.
No te fíes de ella. No hay duda de que podría haber madurado en los últimos nueve años o así, pero ¿qué era eso que solía decir la abuela? «Un leopardo no se cambia las manchas en una noche.» O en este caso, en casi una década.
Ella lo guió dos plantas hasta la tercera y, teniéndola a uno o dos pasos de distancia, no pudo evitar advertir lo bien que le quedaban los vaqueros.
Santo Dios, menudo culito tan prieto.
Lo recordaba todo demasiado bien y se odió a sí mismo por ello. Maldito sea todo.
Se obligó a apartar la mirada, centrando su atención en el edificio de apartamentos. En la tercera planta llegaron hasta un estudio individual encajado entre los aguilones de la casa, una vez imponente. Afortunadamente, su mirada estaba ahora fija en una altura superior, sobre su cabeza, cuando abrió la puerta con la llave. Parecía como si la planta superior albergase solamente un estudio, mientras que los dos pisos inferiores hubiesen sido divididos en dos o tres viviendas. Había menos superficie allí arriba debido a que la inclinación del tejado era abrupta, y Jay supuso que la tercera planta podría haber servido en su origen como habitaciones para el servicio.
Desde la plataforma de la puerta de Kristi, era capaz de cruzar con la vista el pequeño patio trasero del edificio de apartamentos, luego sobre el gran muro de piedra que rodeaba el colegio All Saints se podía vislumbrar las copas de los árboles, el campanario y el agudo tejado de la iglesia. Otros edificios, iluminados por la tenue luz de las farolas, eran visibles a través de los árboles. Reconoció el pórtico de la biblioteca y una torrecilla de la casa Wagner.
La cerradura emitió un crujido y Kristi empujó la puerta con su hombro.
– Vamos, entra -le dijo, atravesando el umbral-. No es gran cosa, pero, si puedo soportar el trato con los Calloway, será mi hogar durante uno o dos años.
Todavía pensando que aquello era un grave error, entró al apartamento y cerró la puerta detrás de él.
Kristi dejó su mochila sobre un ajado sofá, se quitó la chaqueta y la colgó en un gancho junto a la puerta.
– ¿No crees que es un sitio bastante chulo y peculiar? -le preguntó con cierto orgullo. Las maderas del suelo cedían y estaban rayadas, llenas de personalidad. Una chimenea con ladrillos desconchados dominaba una pared, y unas ventanas abuhardilladas se abrían al exterior. La cocina apenas era un poyete con agujeros para el fregadero y una hornilla. Allí había un olor añejo, propio del edificio, que las velas y el incienso que Kristi había repartido por las habitaciones no podían ocultar. El hogar de Kristi parecía necesitar el mismo tipo de lavado de cara que él le estaba dando a la cabaña de sus primas, aunque a ella parecía encantarle.
– Definitivamente es peculiar. No estoy seguro de lo de chulo.
El asombro anidó en los ojos de Kristi.
– ¿Y qué puedes saber tú sobre lo que mola?
– Touché, señorita Bentz -respondió él con una sonrisa. Kristi sabía cómo ponerlo en su sitio-. Eso es algo que no me interesa.
– Bueno… -Ella ya había dejado el tema y se centró en el motivo por el que le había invitado a subir-. Aquí está todo lo que he conseguido hasta ahora -confesó apuntando hacia una mesa cubierta de papeles, fotografías, apuntes y su ordenador. Había una jarra mellada llena de bolígrafos y un pequeño cuenco que contenía clips, chinchetas, pinzas para el papel y un rollo de cinta adhesiva. Kristi había colgado sobre una pared un tablero en el que estaban las fotografías de las cuatro chicas desaparecidas. Debajo de ellas, había anotado una lista de información personal que incluía rasgos físicos y de personalidad, miembros de su familia, amigos y novios, información laboral y horarios, direcciones de los últimos cinco o seis años, clases asistidas, y otros datos en forma de notas que parecían haber sido impresas con su ordenador.
– ¿Le dedicas la misma atención a tus estudios? -inquirió, advirtiendo el subrayado de colores en algunas de las notas.
Kristi rió.
– ¿Quieres una cerveza? Oh, espera, no sé si tengo alguna. Maldita sea. -Fue hasta la cocina y miró en el interior de un pequeño y decepcionante frigorífico-. Lo siento. No sabía que iba a tener visita. Lo único que tengo es una botella de limonada. Podemos compartirla.
– No importa -contestó él mientras Kristi sacaba la botella y cerraba la puerta del frigorífico con un golpe de cadera. Abrió la botella, la vertió en dos vasos y encontró una bolsa de palomitas de microondas en una alacena.
– Es que no he cenado -explicó, colocando la bolsa sobre el plato giratorio.
Dispuso el temporizador, encendió el microondas y le alcanzó el vaso de limonada que Jay en realidad no quería. El hombro de Kristi rozaba con su codo mientras examinaba los complejos esquemas que había creado. Le llegó un rastro de perfume que se imponía al persistente aroma a humo del bar. Ella dio un trago.
– Le he asignado un color a cada una de las chicas desaparecidas; por ejemplo, Dionne, la primera chica que sabemos que desapareció, está en amarillo. -Toda la información referente a Dionne había sido resaltada con un rotulador amarillo-. Luego está Tara, quien da la casualidad de que vivía aquí…
Jay apartó la vista de los esquemas y se quedó mirándola con incredulidad. -¿Aquí? ¿En este apartamento? -preguntó, incluso aunque veía la dirección apuntada en su información. No podía creerlo. Ella asentía; su mirada se encontró con la de él.
– En este mismo estudio.
– ¿Estás de broma? -Pero podía ver que lo decía en serio. Totalmente en serio-. ¡Jesús! -Ella tenía ahora toda su atención, y a él no le gustaba lo que estaba oyendo. ¿Una de las chicas que había desaparecido habitó ese mismo apartamento? ¿Qué clase de extraño capricho del destino era aquel? Jay examinó el esquema de Tara como si allí estuviera la llave de la salvación. Alzó una mano-. ¿Vivía aquí justo antes de que desapareciera? ¿Sabías eso cuando te mudaste aquí?
– No, tan solo ha sido una extraña coincidencia. -Ella dejó su bebida a un lado de la mesa, luego se estiró hacia el escritorio, cogió una goma elástica y se recogió el pelo con sus manos antes de sujetarlo con ella.
Su pelo era un nudo alborotado, tenía un largo cuello, y su aspecto era francamente bueno. Jay dio un trago de su vaso.
– Esto no me gusta. -Sentía crecer una incómoda ansiedad en su interior cuando las rosetas comenzaron a estallar y el olor a mantequilla fundida se esparció por la habitación-. Si las chicas realmente fueron secuestradas…
– Debieron serlo -afirmó ella, convencida.
– Y estás viviendo aquí.
– Oye, no lo sabía, ¿vale? -Ella lo miró con dureza mientras el estallido del maíz se incrementaba-. Pero de todas formas no importa. He cambiado la cerradura de las puertas y he arreglado los pestillos rotos de las ventanas. Estoy tan segura aquí como en cualquier otro sitio. Puede que incluso más. Si hay alguien detrás de sus… -se interrumpió para señalar las fotografías mientras las palomitas estallaban salvajemente-, desapariciones; y creo que lo hay, así no volverá a aparecer por aquí. Un rayo no cae dos veces en el mismo sitio.
Jay sacudió su cabeza.
– No estamos hablando de ningún fenómeno de la naturaleza.
– ¿No? -preguntó ella, bajando repentinamente la voz.
El tono de su voz llamó su atención.
– ¿Qué quieres decir?
Ella escogió las palabras cuidadosamente.
– Creo que quienquiera que esté detrás de la desaparición de las chicas, está metido en algo realmente oscuro. Malvado.
– ¿Malvado? -repitió él. Kristi asintió y él la vio estremecerse.
– Creo que estamos tratando con algo tan vil e inherentemente depravado que incluso podría no ser humano.
– ¿Qué estás diciendo, Kris?
– He estado investigando mucho. Sobre los vampiros. Jay dejó escapar una risotada.
– De acuerdo. Me tomas el pelo.
– Lo digo totalmente en serio.
– Oh, vamos. No creerás en toda esa cultura pop de ficción romántica…
– No hay nada romántico respecto a esto -espetó ella-. ¿Que si creo en los vampiros? Por supuesto que no. Pero algunas personas sí creen, ¿y sabes qué? Si una persona cree que algo es verdad, entonces lo es. Al menos para él o ella.
– Así que, quien está detrás de las desapariciones de las chicas cree en los vampiros. ¿Es eso lo que estás diciendo?
– Puedo oír cómo te ríes de mí por dentro.
– No lo hago. De verdad.
– Lo que estoy diciendo es que ese tipo cree en los vampiros, o tal vez cree que él es un vampiro. No lo sé. Pero una persona como esa, Jay… Alguien confundido u obsesionado… Es un peligro. Ese tipo es peligroso.
Jay sintió que alguna corriente recorría su piel. ¿Miedo? ¿Premonición?
– Puede que te hayas dejado llevar por tu imaginación -afirmó, pero pudo advertir la incertidumbre en su propia voz.
Kristi se limitó a sacudir la cabeza.
– Tú solo escúchame, Lucretia -le dijo enfadado desde al otro extremo de la línea telefónica-. Sé que estás preocupada. Diablos, incluso sé que has estado intentando aclararlo, luchando contra tu propia conciencia, pero no puedes hacerlo de dos maneras. O confías en mí, o no lo haces.
– Confío en ti -aseguró ella, con el corazón latiendo de miedo mientras imaginaba su bello rostro, recordaba su primer beso; un suave y tierno encuentro de sus labios que prometía mucho más. Habían estado en el porche trasero de la casa Wagner, bajo el crepúsculo, mientras la lluvia caía desde las oscurecidas alturas. Algunos aseguraban que la casa estaba encantada; ella lo consideraba algo mágico. La única luz que había era la que proyectaban los pequeños adornos navideños del edificio. Cada bombilla parecía una vela en miniatura que brillaba suavemente en aquella noche de diciembre. Recordaba el olor de la lluvia en su piel, el hormigueo de sus nervios cuando él acercó su boca a la de ella de una forma tan tierna.
Ella deseaba entregarse, y él lo había sentido.
Horas después, en su habitación, habían hecho el amor, una y otra vez, y ella había sentido como su alma se mezclaba con la de él. ¿Y ahora le estaba poniendo fin?
– No lo comprendo -dijo ella débilmente, y ambos sabían que era mentira. -Si no puedo tener una fe absoluta…
– Quieres decir poder, ¿verdad? -replicó ella, encontrando algo de su antiguo arrojo-. Y obediencia, claro. Una ciega obediencia.
– He dicho fe -dijo él con una voz suave que le recordó a su aliento susurrando en los oídos de ella, aquellos labios que hacían magia sobre su cuerpo desnudo. Cómo podía hacerla sudar y estremecerse al mismo tiempo…
Pensó en lo deseosa que había yacido debajo de él, contemplando maravillada la fuerza de su cuerpo mientras él se sostenía sobre sus codos y le besaba los pezones. Ella observaba cómo sus cuerpos se movían, y su polla se deslizaba hacia dentro y hacia fuera de su cuerpo.
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