Dedicó toda su concentración en hablar, pero su lengua se negó a funcionar, no hubo aire que presionara sus cuerdas vocales. Intentó luchar, pero sus miembros no teñían fuerza.
– No tengas miedo -susurró él.
Invadida por el terror, contempló cómo se inclinaba hacia delante, acercándose más, con su cálido aliento, sus labios encogiéndose para mostrar sus dientes desnudos.
Dos brillantes colmillos refulgieron, igual que en su fantasía.
Por favor, Dios. Por favor, ayúdame a despertar. ¡Por favor, por favor…!
Junto al siguiente latido, sintió un frío pinchazo, semejante al de una aguja, mientras los colmillos se clavaban en su piel y penetraban fácilmente en sus venas.
Su sangre comenzó a derramarse…
Capítulo 1
Hasta ahora ha ido bien, pensó Kristi Bentz mientras lanzaba su almohada favorita al asiento trasero de su Honda de diez años, un coche que estaba como nuevo para ella, pero que casi alcanzaba los ciento treinta mil kilómetros en el contador. Con un golpe apagado, la almohada aterrizó sobre el montón formado por su mochila, sus libros, la lámpara, el iPod y otros artículos esenciales que llevaba consigo a Baton Rouge.
Su padre contemplaba su marcha de la casa que compartían, una pequeña cabaña que en realidad pertenecía a su madrastra. Durante todo el tiempo que la estuvo mirando, el rostro de Rick Bentz era una máscara de frustración.
¿Y qué tenía eso de raro?
Al menos, gracias a Dios, su padre aún estaba entre los vivos. Kristi aventuró una mirada en su dirección.
Tenía buena pinta, incluso parecía robusto: sus mejillas estaban enrojecidas por la caricia del viento que pasaba entre los pinos y cipreses; unas pocas gotas de lluvia humedecían su oscuro cabello. En efecto, tenía algunos mechones grises, y probablemente había cogido cinco o diez kilos durante el último año, pero al menos su aspecto era de estar sano y fuerte, con los hombros firmes y los ojos abiertos.
Gracias a Dios.
Porque a veces, no era así. Al menos no para Kristi. Desde que despertó de un coma hace más de año y medio, había sufrido visiones de él, horripilantes imágenes en las que, cuando ella lo miraba, aparecía como un fantasma: de color gris, con dos oscuros e impenetrables agujeros por ojos y un tacto frío y húmedo. Además, había tenido muchas pesadillas acerca de una oscura noche, el crepitar del relámpago partiendo en dos un cielo negro, el resonar de un árbol quebrándose al ser impactado, y luego veía a su padre yacer muerto en un charco con su propia sangre.
Desafortunadamente, las visiones eran más frecuentes que los sueños. En pleno día, ella veía como el color de su piel se diluía, contemplaba su cuerpo que se tornaba pálido y grisáceo. Sabía que él iba a morir. Y pronto. Había visto su muerte lo suficiente en su recurrente pesadilla. Durante el último año y medio había estado segura de que encontraría el cruento y horripilante final que había contemplado en sus sueños.
Aquellos últimos dieciocho meses había estado enferma de preocupación por él, mientras se recuperaba de sus propias lesiones, pero hoy, el día después de Navidad, Rick Bentz era la viva imagen de la salud. Y estaba molesto.
La había ayudado de mala gana a llevar las maletas hasta el coche mientras el viento cruzaba esa parte del arroyo, sacudiendo las ramas, levantando las hojas y llevando consigo el aroma de la lluvia y el agua estancada. Ella había aparcado su utilitario en el encharcado camino de entrada de la pequeña cabaña que Rick compartía con su segunda esposa.
Olivia Benchet Bentz era buena para Rick. Sin duda alguna. Pero ella y Kristi no se llevaban demasiado bien. Y mientras Kristi cargaba el coche ante la desaprobación de su padre, Olivia permanecía en el umbral a seis metros de distancia, frunciendo el ceño con interés y con sus grandes ojos oscuros llenos de inquietud, aunque no dijo nada.
Mejor.
Era una de las cosas buenas que tenía. Olivia sabía que no debía interponerse entre un padre y su hija. Era lo bastante lista para no añadir una coletilla no deseada a cualquier conversación. Aunque, esta vez, no se retiró hacia el interior de la casa.
– Es que no creo que esta sea la mejor idea -adujo su padre por… ¿ducentésima vez desde que Kristi soltó la bomba de que se había matriculado para las clases de invierno en el colegio All Saints, en Baton Rouge? Tampoco es que se tratase de una sorpresa mayúscula. Le había comunicado su decisión en septiembre-. Podrías quedarte con nosotros y…
– Ya te oí la primera vez, y la segunda, y la decimoséptima y la número trescientos cuarenta y dos y…
– ¡Ya basta! -Levantó una mano, mostrando la palma.
Ella cerró la boca de golpe. ¿Es qué tenían que llevarse siempre como el perro y el gato? ¿Incluso después de todo por lo que habían pasado? ¿Incluso cuando en varias ocasiones habían estado a punto de no volver a verse?
– ¿Qué parte de «Me marcho de Nueva Orleans y vuelvo al colegio» es la que no entiendes, papá? Te equivocas, no puedo quedarme aquí. Simplemente… no puedo. Soy demasiado mayor para vivir con mi padre. Necesito tener mi propia vida. -¿Cómo podía explicarle que le resultaba insoportable el hecho de mirarle un día tras otro, viéndolo sano un minuto, luego grisáceo y después muriéndose? Se había convencido de que él iba a morir y permaneció a su lado mientras se recuperaba de sus propias heridas, pero el ver cómo el color desaparecía de su rostro fue definitivo para ella y casi la convenció de que estaba loca. Por el amor de Dios, quedarse allí tan solo empeoraría las cosas. Las buenas noticias eran que llevaba un tiempo sin ver aquella imagen, ahora hacía un mes, así que puede que hubiera interpretado mal las señales. De cualquier forma, era el momento de continuar con su propia vida.
Kristi rebuscó sus llaves en la mochila. No había motivos para seguir discutiendo.
– Vale, vale, te marchas. Lo entiendo. -Frunció el ceño mientras las nubes avanzaban por el cielo a baja altitud, eliminando cualquier opción de disfrutar de la luz del sol.
– ¿Lo entiendes? ¿De verdad? Después de que te lo haya dicho, ¿cuántas? ¿Un millón de veces? -le riñó Kristi, pero mostrándole al tiempo una sonrisa-. Está claro que eres un investigador implacable. Justo como te describen los periódicos: «Nuestro héroe local, el detective Rick Bentz».
– Los periódicos no saben una mierda.
– Otra aguda observación realizada por el detective estrella del departamento de policía de Nueva Orleans.
– Déjalo ya -murmuró, aunque uno de los lados de su rígida boca se transformó en lo que podría interpretarse como la más natural de las sonrisas. A la vez que se pasaba una mano por el pelo, volvió la mirada hacia la casa, hacia Olivia, la mujer que se había convertido en su apoyo-. Jesús, Kristi -añadió-. Eres de lo que no hay.
– Es algo genético. -Dio con las llaves.
Rick entrecerró sus ojos y apretó la mandíbula.
Ambos sabían lo que él estaba pensando, pero ninguno mencionó el hecho de que no era su padre biológico.
– No tienes por qué huir.
– No estoy huyendo. De nada. Pero voy hacia algo. Se llama «el resto de mi vida».
– Podrías…
– Mira, papá, no quiero oírlo -lo interrumpió Kristi mientras lanzaba su bolso al asiento del copiloto, junto a tres bolsas de libros, dvd y cd-. Sabías que iba a regresar al colegio desde hace meses, de modo que no hay motivo para que ahora montes una escenita. Se acabó. Soy una persona adulta y me voy a Baton Rouge, a mi antigua alma máter, el colegio All Saints. No está al otro lado del mundo. Estaremos a menos de un par de horas de distancia.
– No es por la distancia.
– Necesito hacer esto. -Miró hacia Olivia, cuyo alborotado pelo rubio estaba en parte iluminado por las luces de colores del árbol de Navidad. La modesta cabaña parecía cálida y acogedora ante la incipiente tormenta, pero no era el hogar de Kristi. Jamás lo había sido. Olivia era su madrastra y, aunque se soportaban, aún no existía un estrecho lazo familiar entre ellas. Puede que nunca lo hubiera. Aquella era ahora la vida de su padre y en realidad no tenía mucho que ver con ella.
– Ha habido problemas por allí. Algunas alumnas han desaparecido.
– ¿Ya has estado investigando? -inquirió furiosa.
– Tan solo he leído acerca de unas chicas desaparecidas.
– ¿Quieres decir que se han escapado?
– Quiero decir desaparecidas.
– ¡No te preocupes! -espetó. Ella también había oído que unas chicas habían desaparecido del campus inesperadamente, aunque no se pensaba que hubiera pasado nada grave-. Las chicas se escapan del colegio y de sus padres continuamente.
– ¿En serio? -preguntó.
Una ráfaga de viento frío atravesó el arroyo, esparciendo unas cuantas hojas empapadas y dando de lleno en la sudadera con capucha de Kristi. La lluvia se había detenido por el momento, pero el cielo estaba plomizo y cubierto de nubes, y varios charcos se extendían sobre el agrietado pavimento.
– No es que no crea que debas regresar al colegio -explicó Bentz, apoyando su cadera contra el compartimento de la rueda de su Honda y, al menos hoy, representando la viva imagen de la salud: con su piel sonrosada y su cabello oscuro con solo unos pocos mechones grises-. Pero… ¿toda esa idea de convertirte en escritora de novelas policíacas?
Ella levantó una mano, luego recolocó algunos objetos en la parte posterior del coche, de forma que le permitieran ver por el espejo retrovisor.
– Sé dónde quieres llegar. No quieres que escriba sobre ninguno de los casos en los que has trabajado. No temas. No pienso pisar terreno sagrado.
– No se trata de eso y lo sabes -replicó. Apareció un rastro de enfado en sus profundos ojos.
Bien. Que se cabree. Ella también estaba irritada. Ambos habían pasado las últimas semanas poniendo a prueba los nervios del otro.
– Estoy preocupado por tu seguridad.
– Bueno, pues no lo estés, ¿de acuerdo?
– Deja ya esa actitud. Hablas como si no hubieras sufrido ya una experiencia traumática.
Sus ojos se encontraron, y ella supo que su padre estaba reviviendo cada aterrador segundo de su asalto con secuestro.
– Estoy bien. -Se tranquilizó un poco. A pesar de que muchas veces era un auténtico tormento, en el fondo era un buen tipo. Y ella lo sabía. Tan solo se preocupaba por ella. Como siempre. Pero eso no le hacía falta.
Haciendo un esfuerzo, aplacó su impaciencia mientras Peludo, el saco de pulgas de su madrastra, cruzaba la puerta principal y perseguía a una ardilla hasta llegar a un pino. En un destello rojo y gris, la ardilla trepó por el áspero tronco hasta una rama alta que se agitó mientras miraba hacia abajo y se mofaba del terrier cruzado. Peludo golpeó el tronco con sus patas y gimoteó rodeando el árbol.
– Shh… la próxima vez la atraparás -dijo Kristi, cogiendo al chucho en sus brazos. Sus patas mojadas juguetearon por la sudadera y recibió una húmeda pasada de lengua de Peludo en la mejilla-. Te echaré de menos -le aseguró al perro, que se retorcía para regresar a tierra y a su caza de roedores. Kristi lo puso sobre la hierba, encogiéndose levemente debido a un persistente dolor en el cuello.
– ¡Peludo! ¡ Ven aquí! -le ordenó Olivia desde el porche, pero el absorto perro hizo caso omiso de ella.
– No estás completamente curada -señaló Bentz. Kristi suspiró con fuerza.
– Mira papá, todos mis variados y especializados médicos dijeron que estaba bien. Mejor que nunca, ¿vale? Es curioso lo que se puede conseguir con un poco de tiempo en el hospital, algo de fisioterapia, unas cuantas sesiones con un psiquiatra y después de casi un año de intenso entrenamiento personal.
Él resopló. Como añadiendo crédito a sus preocupaciones, un cuervo aleteó hacia ellos para acabar posándose entre las ramas desnudas de un magnolio. Profirió un solitario y melancólico graznido.
– Te asustaste mucho cuando despertaste en el hospital -le recordó.
– Eso es historia antigua, por el amor de Dios. -Y era verdad. Desde su ingreso en la uci, el mundo había cambiado por completo. El huracán Katrina había hecho pedazos Nueva Orleans, y luego se había dividido a lo largo de la costa del Golfo. La devastación, el pesimismo y la destrucción aún persistían. A pesar de que el Katrina había arrasado a su paso por el Golfo hacía más de un año, las consecuencias de su furia eran evidentes por todas partes, y lo serían durante años; probablemente décadas. Se hablaba de que Nueva Orleans podría no volver a ser la misma jamás. Kristi prefirió no pensar en ello.
Su padre, por supuesto, había tenido trabajo de más. De acuerdo, ella podía entenderlo. La fuerza policial al completo había sido destinada al punto crítico, al igual que la propia ciudad y los castigados y dispersos ciudadanos, algunos de los cuales habían sido enviados a puntos lejanos, al otro lado del país y no pensaban regresar. ¿Quién podía culparles con los hospitales, servicios ciudadanos y transportes hechos un desastre? Desde luego que existía una revitalización, pero llegaba de forma lenta e irregular. Afortunadamente el barrio francés, el cual había salido del paso virtualmente ileso, todavía representaba sin igual la vieja Nueva Orleans, de forma que los turistas se aventuraban de nuevo en esa parte de la ciudad.
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